Plato

Obras Completas de Platón


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imaginándose ser más ricos que lo que son en realidad.

      PROTARCO. —Muchos son los atacados de esta enfermedad.

      SÓCRATES. —Hay también otros, que se creen más grandes y más bellos que lo que son realmente, y que se consideran dotados de todas las cualidades del cuerpo en un grado superior a la verdad.

      PROTARCO. —Ciertamente.

      SÓCRATES. —Pero el mayor número, a mi parecer, es el de los que se engañan respecto a las cualidades del alma, imaginándose que son mejores que lo que son. Ésta es la tercera especie de ignorancia.

      PROTARCO. —Es cierto.

      SÓCRATES. —Hablando de las virtudes, con respecto a la sabiduría, por ejemplo, ¿no es cierto, que la mayor parte, con pretensiones exageradas, no saben más que disputar, y que tienen de ella una falsa y mentirosa opinión?

      PROTARCO. —Sin duda.

      SÓCRATES. —Puede asegurarse con motivo que semejante disposición de espíritu es un mal.

      PROTARCO. —Ciertamente.

      SÓCRATES. —Protarco, necesitamos dividir aún esto en dos, si queremos conocer la envidia pueril y la mezcla singular que en ella tiene lugar de placer y de dolor.

      PROTARCO. —¿Cómo lo dividiremos en dos? Dímelo.

      SÓCRATES. —Sí. ¿No es una necesidad, que todos los que conciben locamente está falsa opinión de sí mismos, sean partícipes, como el resto de los hombres, los unos de la fuerza y del poder, y los otros de las cualidades contrarias?

      PROTARCO. —Es una necesidad.

      SÓCRATES. —Distínguelos, pues, así, y si llamas ridículos a los que, teniendo tal opinión de sí mismos, son débiles e incapaces de vengarse cuando se burlan de ellos, no dirás más que la verdad; así como tampoco te engañarás diciendo que los que tienen a mano la fuerza para vengarse son temibles, violentos y odiosos. La ignorancia, en efecto, en las personas poderosas es vergonzosa y aborrecible, porque es perjudicial al prójimo, ella y cuanto a ella se parece; mientras que la ignorancia acompañada de la debilidad es el lote de los personajes ridículos.

      PROTARCO. —Muy bien dicho. Pero no descubro en esto la mezcla del placer y del dolor.

      SÓCRATES. —Empieza antes por penetrar la naturaleza de la envidia.

      PROTARCO. —Explícamela.

      SÓCRATES. —¿No hay dolores y placeres injustos?

      PROTARCO. —No puede negarse.

      SÓCRATES. —No hay injusticia, ni envidia, en regocijarse con el mal de sus enemigos. ¿No es así?

      PROTARCO. —No la hay.

      SÓCRATES. —Pero cuando uno es testigo a veces de los males de sus amigos, ¿no es uno injusto al no afligirse, y más aún al regocijarse?

      PROTARCO. —Sin duda.

      SÓCRATES. —¿No hemos dicho que la ignorancia es un mal, dondequiera que se encuentre?

      PROTARCO. —Ciertamente.

      SÓCRATES. —Y que con relación a la falsa opinión que nuestros amigos se formen de su sabiduría, de su belleza y demás cualidades de que hemos hablado, distinguiéndolas en tres especies, y añadiendo que en tales situaciones el ridículo se halla donde se encuentra la debilidad, y lo odioso donde se encuentra la fuerza, ¿no confesaremos, como dije antes, que esta disposición de nuestros amigos, cuando no daña a nadie, es ridícula?

      PROTARCO. —Sí.

      SÓCRATES. —¿No convinimos igualmente, en que, en tanto que ignorancia, es aquella un mal?

      PROTARCO. —Sin duda.

      SÓCRATES. —Cuando nos reímos de semejante ignorancia, ¿estamos gozosos o afligidos?

      PROTARCO. —Es evidente que estamos gozosos.

      SÓCRATES. —¿No hemos dicho que la envidia es la que produce en nosotros este sentimiento de alegría, en presencia de los males de nuestros amigos?

      PROTARCO. —Necesariamente.

      SÓCRATES. —De esta reflexión resulta que cuando nos reímos de la parte ridícula de nuestros amigos, mezclamos el placer con la envidia, y, por consiguiente, el placer con el dolor, puesto que ya hemos reconocido que la envidia es un dolor del alma, el reír un placer, y que estas dos cosas se encuentran juntas en tal caso.

      PROTARCO. —Es cierto.

      SÓCRATES. —Esto nos hace conocer que en las lamentaciones y tragedias, no solo del teatro, sino en la tragedia y comedia de la vida humana, el placer va mezclado con el dolor, así como en otras muchas cosas.

      PROTARCO. —Es imposible dejar de convenir en ello, Sócrates, por más que se quiera sostener lo contrario.

      SÓCRATES. —Hemos propuesto la cólera, el pesar, el temor, el amor, los celos, la envidia y demás pasiones semejantes, como otras tantas afecciones, donde encontraríamos mezcladas dos cosas que hemos repetido tantas veces; ¿no es así?

      PROTARCO. —Sí.

      SÓCRATES. —Esto ha sido ya explicado con relación a las quejas dolorosas, a la envidia y a la cólera.

      PROTARCO. —Así es.

      SÓCRATES. —¿No faltan aún muchas pasiones que considerar?

      PROTARCO. —Sí, verdaderamente.

      SÓCRATES. —¿Por qué razón principal crees tú que me he propuesto hacer patente esta mezcla en la comedia? ¿No es para persuadirte de que es fácil probar lo mismo en los temores, en los amores y en las demás pasiones, y para que, teniendo esto por evidente, me dejes en libertad y no me obligues a prolongar el discurso, probando que esto tiene lugar en todo lo demás, y que tú concibes generalmente que el cuerpo sin el alma, el alma sin el cuerpo, y ambos en común, experimentan mil afecciones, en las que el placer va mezclado con el dolor? Dime ahora si me darás libertad, o si me obligarás a continuar esta conversación hasta media noche. Dos palabras aún; espero obtener de ti que me dejes libre, comprometiéndome a darte mañana razón de todo esto. Por ahora mi designio es desarrollar lo que me resta por decir, para llegar al juicio que Filebo exige de mí.

      PROTARCO. —Has hablado bien, Sócrates. Acaba como te agrade lo que te falta por decir.

      SÓCRATES. —Según el orden natural de las cosas, después de los placeres mezclados, es necesario, hasta cierto punto, que consideremos a su vez los que no tienen mezcla.

      PROTARCO. —Muy bien.

      SÓCRATES. —Voy a intentar hacerte conocer su naturaleza, alterando algún tanto la opinión de los demás. Porque de ninguna manera soy del parecer de aquellos que pretenden que los placeres no son más que una cesación del dolor; pero, como he dicho, me valgo de su testimonio para probar que hay placeres, que se tienen por reales y no lo son, y que muchos otros, que pasan por muy vivos, se confunden con el dolor y con los intervalos de reposo, en medio de los sufrimientos más duros, en ciertas situaciones críticas del alma y del cuerpo.

      PROTARCO. —¿Cuáles son los placeres, Sócrates, que con razón pueden tenerse por verdaderos?

      SÓCRATES. —Son los que tienen por objeto los colores bellos y las bellas figuras, la mayor parte de los que nacen de los olores y de los sonidos, y todos aquellos, en una palabra, cuya privación no es sensible, ni dolorosa, y cuyo goce va acompañado de una sensación agradable, sin mezcla alguna de dolor.

      PROTARCO. —¿Cómo hemos de entender eso, Sócrates?

      SÓCRATES. —Puesto que no comprendes al vuelo lo que quiero decirte, es preciso tratar de explicártelo. Por la belleza de las figuras no entiendo lo que muchos se imaginan, por ejemplo, cuerpos hermosos, bellas pinturas; sino que entiendo por aquella lo que es recto y circular, y las obras de este género, planas y sólidas, trabajadas a torno,