Plato

Obras Completas de Platón


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—¿Qué placeres?

      SÓCRATES. —Por ejemplo, los que nacen de la curación de la lepra, por la fricción, y de males semejantes, que no tienen necesidad de otro remedio. En nombre de los dioses, ¿qué es lo que se experimenta en aquel acto, placer o dolor?

      PROTARCO. —Me parece, Sócrates, que es una especie de dolor mezclado de placer.

      SÓCRATES. —Nunca hubiera propuesto este ejemplo por miramiento a Filebo; pero, Protarco, si no examináramos a fondo estos placeres y todos los de la misma naturaleza, jamás llegaríamos a descubrir lo que buscamos.

      PROTARCO. —Es preciso entrar en el examen de los placeres que tienen afinidad con estos.

      SÓCRATES. —¿Hablas de los placeres que están mezclados?

      PROTARCO. —Sin duda.

      SÓCRATES. —De estos, los unos, que pertenecen al cuerpo, se verifican en el cuerpo mismo; los otros, que tocan al alma, se verifican igualmente en el alma. También encontraremos ciertas mezclas de placeres y dolores, que pertenecen al mismo tiempo al cuerpo y al alma, a las que unas veces se da el nombre de placer y otras el de dolor.

      PROTARCO. —¿Cómo?

      SÓCRATES. —Cuando en el restablecimiento o alteración del organismo se experimentan al mismo tiempo dos sensaciones contrarias; si teniendo frío, por ejemplo, se calienta, o teniendo calor, se refresca, y se procura una de estas sensaciones para libertarse de la otra; entonces, mezclados lo dulce y lo amargo, como se dice, y no pudiendo separarse sino con mucha dificultad, causan en el alma un desorden y después un violento combate.

      PROTARCO. —Es enteramente cierto.

      SÓCRATES. —Esta especie de mezclas ¿no se forman de una dosis, ya igual, ya desigual, de dolor y de placer?

      PROTARCO. —Sin duda.

      SÓCRATES. —Entre las mezclas, en que el dolor supera al placer, coloca las sensaciones mixtas de la sarna y de otras comezones, cuando el humor que se inflama es interno, sin que la fricción y el movimiento, que no llegan hasta él, hagan otra cosa que suavizar el cutis, ya se valga del calor, ya de agua fría, experimentando algunas veces placeres muy grandes en medio de un natural desasosiego; o bien, por el contrario, cuando el mal es externo, y se le obliga a producir en el interior, de una u otra manera, un placer mezclado de dolor, sea desparramando por fuerza los humores amontonados, sea reuniendo los humores esparcidos, produciéndose así a la vez placer y dolor.

      PROTARCO. —Es muy cierto.

      SÓCRATES. —¿No lo es, igualmente, que en tales ocasiones, cuando el placer entra y cuando tiene la mayor parte en la mezcla, el poco dolor que en ella se encuentra causa comezón y una irritación dulce, mientras que el placer derramándose en gran abundancia, contrae los miembros hasta obligarlos algunas veces a saltar, y que, haciendo tomar al semblante toda clase de colores, al cuerpo toda especie de actitudes y a la respiración toda suerte de movimientos, reduce al hombre a un estado de estupor y de locura, acompañado de grandes gritos?

      PROTARCO. —Ciertamente.

      SÓCRATES. —El exceso de placer, mi querido amigo, llega hasta hacerle decir de sí mismo, y obligar a que los demás digan, que se muere en cierta manera en medio de estos placeres. Los busca siempre, tanto más cuanto es más intemperante o insensato. No conoce otros mayores y considera como el más dichoso de los hombres al que pasa la mayor parte de su vida en estos goces.

      PROTARCO. —Has expuesto las cosas, Sócrates, tales como suceden a la mayor parte de los hombres.

      SÓCRATES. —Sí, Protarco; así sucede en lo que toca a los placeres, que tienen lugar en las afecciones comunes del cuerpo, cuando la sensación exterior se mezcla con la interior. Pero en cuanto a las afecciones del alma y del cuerpo, cuando en ellas se suscitan sentimientos contrarios a lo que experimenta el cuerpo, colocado el dolor frente a frente del placer, y el placer frente a frente del dolor, de suerte que estos dos sentimientos se mezclan y se confunden, ya hemos manifestado más arriba que el alma, sintiéndose vacía, desea verse llena, y que siente al mismo tiempo alegría por la esperanza de que será satisfecha, mientras que sufre por no haber llegado aún esta satisfacción; pero ninguna prueba hemos dado para justificar este hecho. Por ahora nos limitamos a decir, que al no convenir el alma con el cuerpo en todas sus afecciones, cuyo número es infinito, resulta de todo esto una mezcla de dolor y de placer.

      PROTARCO. —Me parece que tienes razón.

      SÓCRATES. —Aún nos queda por examinar otra de estas mezclas de dolor y de placer.

      PROTARCO. —¿Cuál es?

      SÓCRATES. —Aquella que el alma produce en sí misma, como hemos dicho más de una vez.

      PROTARCO. —¿Cómo entiendes eso?

      SÓCRATES. —¿No convienes en que la cólera, el temor, el deseo, la tristeza, el amor, los celos, la envidia y otras pasiones semejantes, son especies de dolores del alma?

      PROTARCO. —Sí.

      SÓCRATES. —¿No proporcionan placeres inexplicables? Con respecto al resentimiento y a la cólera, ¿tendremos que recordar las palabras de Homero, que dice: la cólera más dulce que la miel, que corre del panal,[9] enardece algunas veces al sabio mismo; y recordar también los placeres mezclados con el dolor en nuestras quejas y pesares?

      PROTARCO. —No es necesario recordarlo; confieso que las cosas suceden así y no de otra manera.

      SÓCRATES. —También debes recordar lo que acontece en las representaciones trágicas, donde se llora al mismo tiempo que se ríe.

      PROTARCO. —¿Por qué no?

      SÓCRATES. —¿No sabes que en la comedia misma nuestra alma se ve afectada por una mezcla de placer y de dolor?

      PROTARCO. —Yo no lo veo claramente.

      SÓCRATES. —En verdad, Protarco, que el sentimiento, que se experimenta entonces, no es fácil de distinguir.

      PROTARCO. —Por lo menos no lo es para mí.

      SÓCRATES. —Tratemos, pues, de aclararlo, por lo mismo que es más confuso. Esto nos servirá para descubrir más fácilmente cómo el placer y el dolor se encuentran mezclados con otros sentimientos.

      PROTARCO. —Habla.

      SÓCRATES. —¿Miras como un dolor del alma lo que se llama envidia?

      PROTARCO. —Sí.

      SÓCRATES. —Sin embargo, vemos que el envidioso se regocija con el mal de su prójimo.

      PROTARCO. —Y mucho.

      SÓCRATES. —La ignorancia, y lo que se llama necedad, ¿no son un mal?

      PROTARCO. —Sin duda.

      SÓCRATES. —Sentado esto, ¿concibes bien cuál es la naturaleza del ridículo?

      PROTARCO. —Tienes que decírmelo.

      SÓCRATES. —Tomándolo en general, es una especie de vicio, un cierto hábito; y lo propio de este vicio es el producir en nosotros un efecto contrario a lo que prescribe la inscripción de Delfos.

      PROTARCO. —¿Hablas, Sócrates, del precepto conócete a ti mismo?

      SÓCRATES. —Sí; y es evidente, que la inscripción diría lo contrario si dijera: no te conozcas en manera alguna.

      PROTARCO. —Ciertamente.

      SÓCRATES. —Procura, Protarco, dividir esto en tres.

      PROTARCO. —¿Cómo? Temo no poder hacerlo.

      SÓCRATES. —Es decir, que quieres que yo haga esta división.

      PROTARCO. —No solo lo quiero, sino que te lo suplico.

      SÓCRATES. —¿No es indispensable, que los que no