son a los dioses nuestras ofrendas? ¿Seremos tan egoístas que solo nosotros saquemos ventaja de este comercio, y que los dioses no saquen ninguna?
EUTIFRÓN. —¿Piensas, Sócrates, que los dioses pueden jamás sacar ninguna utilidad de las cosas que reciben de nosotros?
SÓCRATES. —¿Luego para qué sirven todas nuestras ofrendas?
EUTIFRÓN. —Sirven para mostrarles nuestra veneración, nuestro respeto y el deseo que tenemos de merecer su favor.
SÓCRATES. —Luego, Eutifrón, ¿lo santo es lo que obtiene el favor de los dioses, y no lo que les es útil ni lo que es amado de ellos?
EUTIFRÓN. —No, yo creo que por encima de todo está el ser amado por los dioses.
SÓCRATES. —Lo santo, a lo que parece, es aún lo que es amado por los dioses.
EUTIFRÓN. —Sí, por encima de todo.
SÓCRATES. —¡Hablándome así extrañas que tus discursos muden sin cesar, sin poder fijarse! ¿Y te atreves a acusarme de ser el Dédalo que les da esta movilidad continua, tú que mil veces más astuto que Dédalo, los haces girar en círculo? ¿No te apercibes de que vuelven sin cesar sobre sí mismos? ¿Has olvidado, sin duda, que lo que es santo y lo que es agradable a los dioses no nos ha parecido la misma cosa, y que las hemos encontrado diferentes? ¿No te acuerdas?
EUTIFRÓN. —Me acuerdo.
SÓCRATES. —¡Ah!, ¿no ves que ahora dices que lo santo es lo que es amado por los dioses? Lo que es amado por los dioses, ¿no es lo que es amable a sus ojos?
EUTIFRÓN. —Ciertamente.
SÓCRATES. —De dos cosas una: o hemos distinguido mal, o si hemos distinguido bien, hemos incurrido ahora en una definición falsa.
EUTIFRÓN. —Así parece.
SÓCRATES. —Es preciso que comencemos de nuevo a indagar lo que es la santidad; porque yo no cesaré hasta que me la hayas enseñado. No me desdeñes, y aplica toda la fuerza de tu espíritu para enseñarme la verdad, Tú la sabes mejor que nadie, y no te dejaré, como otro Proteo, hasta que me hayas instruido; porque si no hubieses tenido un perfecto conocimiento de lo que es santo y de lo que es impío, indudablemente jamás habrías fulminado una acusación criminal, ni acusado de homicidio a tu anciano padre, por un miserable colono; y lejos de cometer una impiedad, hubieras temido a los dioses y respetado a los hombres. No puedo dudar que tú crees saber perfectamente lo que es la santidad y su contraria; dímelo, pues, mi querido Eutifrón, y no me ocultes tus pensamientos.
EUTIFRÓN. —Así lo haré para otra ocasión, Sócrates, porque en este momento tengo precisión de dejarte.
SÓCRATES. —¡Ah!, qué es lo que haces, mi querido Eutifrón, esta marcha precipitada me priva de la más grande y más dulce de mis esperanzas, porque me lisonjeaba con que después de haber aprendido de ti lo que es la santidad y su contraria, podría salvarme fácilmente de las manos de Méleto, haciéndole ver con claridad que Eutifrón me había instruido perfectamente en las cosas divinas; que la ignorancia no me arrastraría a introducir opiniones nuevas sobre la divinidad; y que mi vida sería para lo sucesivo más santa.
Argumento[1] de la Apología de Sócrates por Patricio de Azcárate
La apología puede dividirse en tres partes, cada una de las cuales tiene su objeto.
En la primera parte, la que precede a la deliberación de los jueces sobre la inocencia o la culpabilidad del acusado, Sócrates responde en general a todos los adversarios que le han ocasionado su manera de vivir lejos de los negocios públicos y sus conversaciones de todos los días en las plazas, en las encrucijadas y en los paseos de Atenas. Sócrates, se decía, es un hombre peligroso, que intenta penetrar los misterios del cielo y de la tierra, que tiene la habilidad de hacer buena la peor causa, y que enseña públicamente el secreto. Sócrates responde que jamás se ha mezclado en las cosas divinas; que su enseñanza no era como la de los sofistas que exigían un salario, si bien sobre este último punto no había acusación. En fin, en apoyo de esta enseñanza popular, esforzándose en hacer ver a los unos su falsa ciencia, y a los otros su ignorancia, invoca una misión sagrada recibida del dios de Delfos. ¿Era éste el camino de congraciarse, teniendo en frente los resentimientos profundos que hacía mucho tiempo había excitado su punzante ironía? No; toda esta justificación, que elude los cargos más bien que los rechaza, solo podía servir para aumentar la desconfianza de los jueces, prevenidos ya en su contra.
Así es que su verdadero valor y su interés aparecen por entero en la consecuencia moral, que Sócrates procura deducir con tanta profundidad como ironía. Dice que ha conversado sucesivamente con los poetas, con los políticos, con los artistas y con los oradores; es decir, con los hombres que pasan por los más hábiles y los más sabios de todos; y como ha visto en los unos y en los otros, en medio de su exagerada pretensión a una sabiduría y a una habilidad universales, igual incapacidad para justificarlos hasta en el dominio limitado de su respectivo arte, declara que a sus ojos la sabiduría humana es bien poca cosa, o más bien, que no es nada si no se inspira en la única verdadera sabiduría, que reside en dios, y que solo se revela al hombre por las luces de la razón.
Pero los enemigos de Sócrates no se contentaron con acusaciones generales, y formularon, por boca de Méleto, estas dos acusaciones concretas: primero, que corrompía a los jóvenes; segundo, que no creía en los dioses del Estado y que los sustituía con extravagancias demoníacas. Estos dos cargos se llamaban y apoyaban el uno al otro, porque tenían por fundamento común el crimen de ultraje a la religión.
Sobre el primer punto, Sócrates responde solamente que por su interés personal no era fácil que corrompiera a los jóvenes, porque los hombres deben esperar más mal que bien de aquellos a quienes dañan. Su defensa sobre el segundo punto no es más categórica. Porque, en lugar de probar a Méleto que cree en los dioses del Estado, Sócrates cambia los términos de la acusación, y prueba que cree en los dioses, puesto que hace profesión de creer en los demonios, hijos de los dioses. ¿Pero estos dioses son los de la república? Sobre esto nada dice.
Su arenga toma de repente un carácter de elevación y fuerza, cuando invocando su amor profundo a la verdad y la energía de su fe en la misión de que se cree encargado, revela, delante de los jueces, el secreto de toda su vida. Si no ha vivido como los demás atenienses, si no ha ejercido las funciones públicas, no ha sido por capricho ni por misantropía. Obedecía resueltamente la voluntad de un dios, que desde su juventud lo forzaba a consagrarse a la educación moral de sus conciudadanos. Así es que contra sus intereses más queridos, se ha visto, aunque voluntariamente, convertido en instrumento dócil de la divinidad. ¿Y no preveía las luchas y los odios que debía causarle semejante misión? Sí; pero estaba resuelto a sacrificar en su obsequio hasta la vida. Esta confianza admirable, que enlaza y domina el debate, hace ver claramente que Sócrates cuidaba menos del resultado de su causa que del triunfo de sus doctrinas morales. En este último discurso, que le es permitido, solo ve la ocasión de dar una suprema enseñanza, la más brillante y eficaz de todas.
Se nota, sin embargo, una gran oscuridad sobre la naturaleza de ese demonio familiar, que Sócrates invoca tantas veces. ¿Era en él la luz de la conciencia, singularmente fortalecida y aclarada por la meditación y por una especie de exaltación mística? No hay dificultad en creerlo. Pero también hay materia para suponer, fundándose en algunos pasajes del Timeo y del Banquete, que Sócrates admitía, como todos los antiguos, la existencia de seres intermedios entre Dios y el hombre, cuya inmensa distancia llenan mediante la diferencia de naturaleza, y ejercen en un ministerio análogo al de los ángeles en la teología cristiana. Los griegos los llamaban demonios, es decir, seres divinos. ¿Y era alguno de estos genios el que se hacia escuchar por Sócrates? Piénsese de esto lo que se quiera, la duda no desvirtúa en nada el efecto moral de las páginas más originales de la Apología.
En la segunda