Plato

Obras Completas de Platón


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penetrar lo que pasa en los cielos y en la tierra, convierte en buena una mala causa, y enseña a los demás sus doctrinas».

      He aquí la acusación; ya la habéis visto en la comedia de Aristófanes,[2] en la que se representa un cierto Sócrates, que dice, que se pasea por los aires y otras extravagancias semejantes, que yo ignoro absolutamente; y esto no lo digo, porque desprecie esta clase de conocimientos; si entre vosotros hay alguno entendido en ellos (que Méleto no me formule nuevos cargos por esta concesión), sino que es solo para haceros ver, que yo jamás me he mezclado en tales ciencias, pudiendo poner por testigos a la mayor parte de vosotros.

      Los que habéis conversado conmigo, y que estáis aquí en gran número, os conjuro a que declaréis, si jamás me oísteis hablar de semejante clase de ciencias ni de cerca ni de lejos; y por esto conoceréis ciertamente, que en todos esos rumores que se han levantado contra mí no hay ni una sola palabra de verdad; y si alguna vez habéis oído que yo me dedicaba a la enseñanza, y que exigía salario, es también otra falsedad.

      No es porque no tenga por muy bueno el poder instruir a los hombres, como hacen Gorgias de Leoncio,[3] Pródico de Ceos[4] e Hipias de Élide.[5] Estos grandes personajes tienen el maravilloso talento, dondequiera que vayan, de persuadir a los jóvenes a que se unan a ellos, y abandonen a sus conciudadanos, cuando podrían estos ser sus maestros sin costarles un óbolo.

      Y no solo les pagan la enseñanza, sino que contraen con ellos una deuda de agradecimiento infinito. He oído decir, que vino aquí un hombre de Paros, que es muy hábil; porque habiéndome hallado uno de estos días en casa de Calias[6] hijo de Hipónico, hombre que gasta más con los sofistas que todos los ciudadanos juntos, me dio gana de decirle, hablando de sus dos hijos:

      —Calias, si tuvieses por hijos dos potros o dos terneros, ¿no trataríamos de ponerles al cuidado de un hombre entendido, a quien pagásemos bien, para hacerlos tan buenos y hermosos, cuanto pudieran serlo, y les diera todas las buenas cualidades que debieran tener? ¿Y este hombre entendido no debería ser un buen picador y un buen labrador? Y puesto que tú tienes por hijos hombres, ¿qué maestro has resuelto darles? ¿Qué hombre conocemos que sea capaz de dar lecciones sobre los deberes del hombre y del ciudadano? Porque no dudo que hayas pensado en esto desde el acto que has tenido hijos, y conoces a alguno. —Sí, me respondió Calias. —¿Quién es, le repliqué, de dónde es, y cuánto lleva?

      —Es Éveno,[7] Sócrates, me dijo; es de Paros, y lleva cinco minas. Para lo sucesivo tendré a Éveno por muy dichoso, si es cierto que tiene este talento y puede comunicarlo a los demás.

      Por lo que a mí toca, atenienses, me llenaría de orgullo y me tendría por afortunado, si tuviese esta cualidad, pero desgraciadamente no la tengo. Alguno de vosotros me dirá quizá:

      —Pero Sócrates, ¿qué es lo que haces? ¿De dónde nacen estas calumnias que se han propalado contra ti? Porque si te has limitado a hacer lo mismo que hacen los demás ciudadanos, jamás debieron esparcirse tales rumores. Dinos, pues, el hecho de verdad, para que no formemos un juicio temerario. Esta objeción me parece justa. Voy a explicaros lo que tanto me ha desacreditado y ha hecho mi nombre tan famoso. Escuchadme, pues. Quizá algunos de entre vosotros creerán que yo no hablo seriamente, pero estad persuadidos de que no os diré más que la verdad.

      La reputación que yo haya podido adquirir, no tiene otro origen que una cierta sabiduría que existe en mí. ¿Cuál es esta sabiduría? Quizá es una sabiduría puramente humana, y corro el riesgo de no ser en otro concepto sabio, al paso que los hombres de que acabo de hablaros, son sabios de una sabiduría mucho más que humana.

      Nada tengo que deciros de esta última sabiduría, porque no la conozco, y todos los que me la imputan, mienten, y solo intentan calumniarme. No os incomodéis, atenienses, si al parecer os hablo de mí mismo demasiado ventajosamente; nada diré que proceda de mí, sino que lo atestiguaré con una autoridad digna de confianza. Por testigo de mi sabiduría os daré al mismo dios de Delfos, que os dirá si la tengo, y en qué consiste. Todos conocéis a Querefón,[8] mi compañero en la infancia, como lo fue de la mayor parte de vosotros, y que fue desterrado con vosotros, y con vosotros volvió. Ya sabéis qué hombre era Querefón, y cuán ardiente era en cuanto emprendía. Un día, habiendo partido para Delfos, tuvo el atrevimiento de preguntar al oráculo (os suplico que no os irritéis de lo que voy a decir), si había en el mundo un hombre más sabio que yo; la Pitia[9] le respondió, que no había ninguno. Querefón ha muerto, pero su hermano, que está presente, podrá dar fe de ello. Tened presente, atenienses, por qué os refiero todas estas cosas; pues es únicamente para haceros ver de donde proceden esos falsos rumores, que han corrido contra mí.

      Cuando supe la respuesta del oráculo, dije para mí: ¿Qué quiere decir el dios? ¿Qué sentido ocultan estas palabras? Porque yo sé sobradamente que en mí no existe semejante sabiduría, ni pequeña, ni grande. ¿Qué quiere, pues, decir al declararme el más sabio de los hombres? Porque él no miente. La divinidad no puede mentir. Dudé largo tiempo del sentido del oráculo, hasta que por último, después de gran trabajo, me propuse hacer la prueba siguiente: Fui a casa de uno de nuestros conciudadanos, que pasa por uno de los más sabios de la ciudad. Yo creía que allí, mejor que en otra parte, encontraría materiales para rebatir el oráculo, y presentarle un hombre más sabio que yo, por más que me hubiere declarado el más sabio de los hombres. Examinando pues este hombre, de quien baste deciros que era uno de nuestros grandes políticos, sin necesidad de descubrir su nombre, y conversando con él, me encontré, con que todo el mundo le creía sabio, que él mismo se tenía por tal, y que en realidad no lo era. Después de este descubrimiento me esforcé en hacerle ver que de ninguna manera era lo que él creía ser, y he aquí ya lo que me hizo odioso a este hombre y a los amigos suyos que asistieron a la conversación.

      Luego que de él me separé, razonaba conmigo mismo, y me decía: Yo soy más sabio que este hombre. Puede muy bien suceder, que ni él ni yo sepamos nada de lo que es bello y de lo que es bueno; pero hay esta diferencia, que él cree saberlo aunque no sepa nada, y yo, no sabiendo nada, creo no saber. Me parece, pues, que en esto yo, aunque poco más, era más sabio, porque no creía saber lo que no sabía.

      Desde allí me fui a casa de otro, que se le tenía por más sabio que el anterior, me encontré con lo mismo, y me granjeé nuevos enemigos. No por esto me desanimé; fui en busca de otros, conociendo bien que me hacía odioso, y haciéndome violencia, porque temía los resultados; pero me parecía que debía, sin dudar, preferir a todas las cosas la voz del dios, y para dar con el verdadero sentido del oráculo, ir de puerta en puerta por las casas de todos aquellos que gozaban de gran reputación; pero ¡oh dios!, he aquí, atenienses, el fruto que saqué de mis indagaciones, porque es preciso deciros la verdad; todos aquellos que pasaban por ser los más sabios, me parecieron no serlo, al paso que todos aquellos que no gozaban de esta opinión, los encontré en mucha mejor disposición para serlo.

      Es preciso que acabe de daros cuenta de todas mis tentativas, como otros tantos trabajos que emprendí para conocer el sentido del oráculo.

      Después de estos grandes hombres de Estado me fui a los poetas, tanto a los que hacen tragedias como a los poetas ditirámbicos[10] y otros, no dudando que con ellos se me cogería in fraganti, como suele decirse, encontrándome más ignorante que ellos. Para esto examiné las obras suyas que me parecieron mejor trabajadas, y les pregunté lo que querían decir, y cuál era su objeto, para que me sirviera de instrucción. Pudor tengo, atenienses, en deciros la verdad; pero no hay remedio, es preciso decirla. No hubo uno de todos los que estaban presentes, incluidos los mismos autores, que supiese hablar ni dar razón de sus poemas. Conocí desde luego que no es la sabiduría la que guía a los poetas, sino ciertos movimientos