Plato

Obras Completas de Platón


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      EUTIFRÓN. —Me parece que lo comprendo.

      SÓCRATES. —La cosa amada ¿no es diferente de la cosa que ama?

      EUTIFRÓN. —Vaya una pregunta.

      SÓCRATES. —Dime igualmente; ¿la cosa llevada es llevada porque se la lleva, o por alguna otra razón?

      EUTIFRÓN. —Porque se la lleva, sin duda.

      SÓCRATES. —¿Y la cosa empujada es empujada porque se la empuja, y la cosa vista es vista porque se la ve?

      EUTIFRÓN. —Ciertamente.

      SÓCRATES. —Luego no es cierto que se ve una cosa porque es vista, sino por lo contrario; ella es vista porque se la ve. No es cierto que se empuja una cosa porque ella es empujada, sino que ella es empujada porque se la empuja. No es cierto que se lleva una cosa porque es llevada, sino que ella es llevada porque se la lleva. ¿No es esto muy claro? Ya entiendes lo que quiere decir, que se hace una cosa porque ella es hecha, que un ser que padece, no padece porque es paciente, sino que es paciente porque padece. ¿No es así?

      EUTIFRÓN. —¿Quién lo duda?

      SÓCRATES. —Ser amado, ¿no es un hecho o una especie de paciente?

      EUTIFRÓN. —Ciertamente.

      SÓCRATES. —Sucede con lo que es amado lo mismo que con todas las demás cosas; no se ama porque es amado, sino todo lo contrario; es amado porque se le ama.

      EUTIFRÓN. —Esto es más claro que la luz.

      SÓCRATES. —¿Qué diremos de lo santo, mi querido Eutifrón? ¿No es amado por todos los dioses, como tú lo has sentado?

      EUTIFRÓN. —Ciertamente.

      SÓCRATES. —¿Y es amado porque es santo, o por alguna otra razón?

      EUTIFRÓN. —Precisamente porque es santo.

      SÓCRATES. —Luego es amado por los dioses porque es santo; mas ¿no es santo porque es amado?

      EUTIFRÓN. —Así me parece.

      SÓCRATES. —Pero lo santo, ¿no es amable a los dioses porque los dioses lo aman?

      EUTIFRÓN. —¿Quién puede negarlo?

      SÓCRATES. —Lo que es amado por los dioses no es lo mismo que lo que es santo, ni lo que es santo es lo mismo que lo que es amado por los dioses, como tú dices, sino que son cosas muy diferentes.

      EUTIFRÓN. —¿Cómo es eso, Sócrates?

      SÓCRATES. —No cabe duda, puesto que nosotros estamos de acuerdo, que lo santo es amado porque es santo, y que no es santo porque es amado. ¿No estamos conformes en esto?

      EUTIFRÓN. —Lo confieso.

      SÓCRATES. —¿No estamos también de acuerdo en que lo que es amable a los dioses, no lo es porque ellos lo amen, y que no es cierto decir que ellos lo aman porque es amable?

      EUTIFRÓN. —Eso es cierto.

      SÓCRATES. —Pero, mi querido Eutifrón, si lo que es amado por los dioses y lo que es santo fuesen una misma cosa, como lo santo no es amado sino porque es santo, se seguiría que los dioses amarían lo que ellos aman porque es amable. Por otra parte, como lo que es amable a los dioses no es amable sino porque ellos lo aman, sería cierto decir igualmente que lo santo no es santo sino porque es amado por ellos. Ve aquí que los dos términos amable a los dioses y santo son muy diferentes; el uno no es amado sino porque los dioses lo aman, y el otro es amado porque merece serlo por sí mismo. Así, mi querido Eutifrón, habiendo querido explicarme lo santo, no lo has hecho de su esencia, y te has contentado con explicarme una de sus cualidades, que es la de ser amado por los dioses. No me has dicho aún lo que es lo santo por su esencia. Si no lo llevas a mal, te conjuro a que no andes con misterios, y tomando la cuestión en su origen, me digas con exactitud lo que es santo, ya sea o no amado por los dioses; porque sobre esto último no puede haber disputa entre nosotros. Así, pues, dime con franqueza lo que es santo y lo que es impío.

      EUTIFRÓN. —Pero, Sócrates, no sé cómo explicarte mi pensamiento; porque todo cuanto sentamos parece girar en torno nuestro sin ninguna fijeza.

      SÓCRATES. —Eutifrón, todos los principios que has establecido se parecen bastante a las figuras de mi ancestro, Dédalo.[6] Si hubiera sido yo el que los hubiera sentado, indudablemente te habrías burlado de mí y me habrías echado en cara la bella cualidad que tenían las obras de mi ascendiente, de desaparecer en el acto mismo en que se creían más reales y positivas; pero, por desgracia, eres tú el que las ha sentado, y es preciso que yo me valga de otras chanzonetas, porque tus principios se te escapan como tú mismo lo has percibido.

      EUTIFRÓN. —Respecto a mí, Sócrates, no tengo necesidad de valerme de tales argucias; a ti sí que te cuadran perfectamente; porque no soy yo el que inspira a nuestros razonamientos esa instabilidad, que les impide cimentar en firme; tú eres el que representas al verdadero Dédalo. Si fuese yo solo, te respondo que nuestros principios serían firmes.

      SÓCRATES. —Yo soy más hábil en mi arte que lo era Dédalo. Éste solo sabía dar esta movilidad a sus propias obras, cuando yo, no solo la doy a las mías, sino también a las ajenas; y lo más admirable es que soy hábil a pesar mío, porque preferiría incomparablemente más que mis principios fuesen fijos e inquebrantables, que tener todos los tesoros de Tántalo con toda la habilidad de mi ancestro. Pero basta de chanzas, y puesto que tienes remordimientos, ensayaré aliviarte y abrirte un camino más corto, para conducirte al conocimiento de lo que es santo, sin detenerte en tu marcha. Mira, pues, si no es de una necesidad absoluta que todo lo que es santo sea justo.

      EUTIFRÓN. —No puede ser de otra manera.

      SÓCRATES. —¿Todo lo que es justo te parece santo, o todo lo que es santo te parece justo? ¿O crees, que lo que es justo no es siempre santo, sino tan solo que hay cosas justas que son santas y otras que no lo son?

      EUTIFRÓN. —No puedo seguirte, Sócrates.

      SÓCRATES. —Sin embargo, tú tienes sobre mí dos ventajas muy grandes, la juventud y la habilidad.

      Pero, como te decía antes, confías demasiado en tu sabiduría. Te suplico, que deseches esa apatía, y que te apliques un momento; porque lo que yo te digo no es difícil de entender, no es más que lo contrario de lo que canta un poeta:

      ¿Por qué se tiene temor de celebrar

      a Zeus que ha creado todo?

      La vergüenza es siempre compañera del miedo.

      No estoy de acuerdo con este poeta; ¿quieres saber por qué?

      EUTIFRÓN. —Sí, tú me obligas a decirlo.

      SÓCRATES. —No me parece del todo verdadero, que la vergüenza acompañe al miedo, porque se ven todos los días gentes que temen a las enfermedades, la pobreza y otros muchos males, y sin embargo, no se avergüenzan de tener este temor. ¿No te parece que es así?

      EUTIFRÓN. —Soy de tu dictamen.

      SÓCRATES. —Por lo contrario, el miedo sigue siempre a la vergüenza. ¿Hay hombre, que teniendo vergüenza de una acción fea, no tema al mismo tiempo la mala reputación que es su resultado?

      EUTIFRÓN. —Cómo no ha de temer.

      SÓCRATES. —Por consiguiente no es cierto decir:

      La vergüenza es siempre compañera del miedo.

      Sino que es preciso decir:

      El miedo es siempre compañero de la vergüenza.

      Porque es falso que la vergüenza se encuentre dondequiera que esté el miedo. El miedo tiene más extensión que la vergüenza. En efecto, la vergüenza es una parte del miedo, como lo impar es una parte del número. Dondequiera que hay un número, no es precisión que en él se encuentre el impar, pero dondequiera que aparezca el impar