Vanina Escales

¡Arroja la bomba!


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hacía.

      Llegué un sábado a Gualeguay. La biblioteca que había juntado a Juan L., Salvadora, Amaro Villanueva y Carlos Mastronardi, lleva ahora el nombre de este último. Allí escribieron, se leyeron, formaron una comunidad intelectual siendo muy jóvenes. Permanece como era en aquel momento: la madera oscura de los anaqueles, el pasillo alzado con más estantes, las cortinas de madera que dan a la calle y el sol que subraya los lomos de los libros. El margen, la periferia, ese lugar no es solo un punto geográfico sino uno ético y estético. Lejos de los círculos oficiales de la literatura, del mundo comercial que edifica éxitos, Buenos Aires fue una tentación, pero también un camino de ida y vuelta.

      Salvadora era pelirroja, muy hermosa. Trabajaba como maestra en la escuela de Carbó, donde daba clases Teresa. Tenía diecisiete años cuando conoció a un joven político de Paraná que estudiaba para ser abogado y le llevaba siete años, Enrique Pérez Colman. Si ya Salvadora se sentía anarquista, cuidar la virginidad como si fuera un tesoro –¿guardado para quién?– no era un problema, pero más acá de la ideología, estaba enamorada. Y tras el romance, la plusvalía amorosa: se quedó embarazada.

      Enrique no estaba casado, pero decidió no decirle nada y tener el hijo sola. Si el pueblo chico sobrevive, a falta de entretenimiento, gracias al tejido simbólico de las habladurías, nadie se atrevió a meterse con la hija de Teresa, al menos no abiertamente. La vergüenza de la soltería es un problema de los otros, no propio, asunto que Emma Barrandeguy entendió cuando escuchó a sus tías decir “Señoras no, son otra cosa”. Salvadora tenía casi dieciocho años cuando nació Carlos, “Pitón”, el 20 de febrero de 1912.

      Periodismo y performance política

      Llegó a Buenos Aires con un plan: trabajar como periodista. En la estación de Retiro la estaba esperando su amiga Manena Vargas; tomaron las valijas y se fueron a Balvanera, a la casa donde vivía con sus padres: Julián de Vargas era redactor en la revista PBT. Dejó a Pitón instalado y al otro día fue a pedir trabajo al diario más importante del anarquismo en la Argentina La Protesta, en Cangallo (hoy Perón) 2559, a cuatro cuadras de la plaza Miserere.

      El diario era un caos. En noviembre habían justificado el atentado contra Ramón Falcón y cayó la policía a desarmar todo. Quienes estaban en ese momento adentro fueron a parar a la Penitenciaría Nacional, trabajaran o no en el diario. Con forcejeos y a punta de pistola pararon las máquinas que imprimían el diario del 15 de noviembre de 1913 e hicieron despedir a los operarios. Expulsaron a todos los empleados de la administración y de la expedición, cerraron las puertas por afuera, embadurnaron el frente con la clausura y dejaron de florero a dos vigilantes en la vereda para que nadie se acercara. A algunos detenidos los fueron soltando con los días, pero no a su director, Teodoro Antillí, ni a su administrador, Apolinario Barrera.