Vanina Escales

¡Arroja la bomba!


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había lanzado a todos los vientos su clamor de bestia herida, llena de prejuicios y convencionalismos, contra la obra revolucionaria de la delicada niña entrerriana”. A pesar de la mufa, encontró el Teatro Apolo lleno, “la prensa burguesa ha sufrido una saludable derrota”.15

      Además de cubrir el estreno de Almafuerte, Marchini tenía que anunciar a los lectores de La Protesta el advenimiento de la nueva virgen roja americana. Virgen, a la madre de Pitón, los compañeros que hablaban del amor libre.

      Es llamativo que Santiago Locascio no hiciera referencia no ya a la obra sino a la Ley de Residencia, su drama central, al menos por impulso autobiográfico: se la aplicaron a él en 1902. Fue uno de los primeros elegidos por el gobierno de Roca para encallar de vuelta a Europa después de que el Congreso aprobara el proyecto que Miguel Cané tenía en carpeta desde 1899, y que el 23 de noviembre de 1902 se convirtió en la Ley 4144.

      Cuando se estrenó Almafuerte, el diario Crítica estaba en la calle hacía cuatro meses. Edmundo Guibourg tenía 21 años, uno más que Salvadora, y todavía no era un crítico ni un autor consagrado, pero era ácido y fue a ver la obra para “buscarle fallas”. Cuando leyó lo que “Pucho” había publicado, su padre lo mandó a llamar: “Cometiste un grave error”. Guibourg no sabía que el padre le seguía la carrera.

      –¿Qué error?

      –Anoche estrenó una obra una muchacha y es la primera que escribe. Vos no tenés en cuenta que es una nouvelle ni nada de eso y la tratás como si fuera una veterana defectuosa que está llena de prejuicios.

      Salvadora no improvisó, había preparado su discurso.

      Primero su legitimidad autobiográfica: “…He luchado por llegar a vuestro lado airosamente, pisando prejuicios y despreciando normas”.

      Segundo, la conquista: “Quiero y pido y reclamo un puesto de lucha, el puesto que me corresponde por derecho”.

      Tercero, la acusación al corto sueño socialista: “Otros se creen positivamente revolucionarios porque gritan al patrón y quieren marcar las horas de su trabajo. Detrás de sus rebeldías de carnaval vemos que todo es egoísmo, utilitarismo bajo y grosero. Su inteligencia solo les permite aspirar a cosas de la tierra y toda su enjundia la emplean en conseguirse un poco de comodidad material. Nosotros no”.

      Cuarto, el camino sufriente de la ascesis anarquista: “Un hombre al decirse anarquista se sella la frente. […] El anarquista, mosquetero del Ensueño, mosquetero del Ideal, mosquetero de la Belleza,generoso, sabe que va al dolor y marcha con la frente bien alta. Sabe que al gritar su idea se separa de los demás hombres, que se hace blanco de cuanto veneno quieran echar en él, de cuanta infamia y maldad conciban los defensores de ese tan decantado orden social. Sin embargo, marcha… Es noble, es valiente. Podrá decirse de alguno que es fanático, pero de ninguno puede decirse que tenga doblez en el alma…”.

      Gloria Machado Botana estaba estudiando las propiedades de las runas celtas cuando la conocí. Era la única de la familia que seguía los pasos de Salvadora en la investigación del mundo paranormal. Primero nos juntamos en un café cerca de su casa. Entró tan coqueta y de peluquería que yo, tan de jean y cola de caballo, entendí que después de años de negarse, hablar sobre Salvadora merecía una performance a la altura.

      Pese a la edad, era adolescente y hacía un juego simpático entre “te cuento y no te cuento”. “Bueno, no me cuentes”, le decía yo, y ella “ay, sí, te cuento”, y bajaba la voz como si nos rodearan servicios. Un día decidió que no podía andar sola sin protección y me esperó con una turmalina negra engarzada para que usara como amuleto contra las energías negativas. Ella y su hermana Mireya “Yunga” eran “sobrinas carnales” de Natalio Botana, y fueron criadas por Salvadora tras la muerte de su madre. Diferente a la de Edmundo Guibourg, Gloria tenía otra historia de cómo se conocieron Salvadora y Natalio.