griegos. Sin embargo, lo que hoy distingue la transformación del cuerpo de la del pasado es que se pretende instaurar toda una filosofía alrededor de ella, que va más allá de meras actitudes sobre el estilo de vida. En un congreso en Berlín, a mediados de mayo de 2003, se difundió la tesis de que por fin los viejos sueños de la humanidad podrían hacerse realidad por medio del culto al acondicionamiento físico y al deporte extremo, con vacacionistas bronceados y ciberpunks, como por medio de fantasías pornográficas y biotecnológicas1.
Esto va, por cierto, muy de la mano con una “inflación de la subjetividad”2, como advirtió en 1998 el filósofo Dieter Henrich (1927); subjetividad que en este caso no se entiende como la personificación consciente de la conducta, sino más bien como una expresión sumaria de técnicas de autodescubrimiento, que se originan principalmente en el cuerpo y que se reconocen, muy a menudo, no tanto por enmascarar la superficialidad que las caracteriza, sino por potenciarla en un juego ofensivo. De hecho, es difícil abarcar la cantidad de artículos, antologías y monografías sobre conciencia y subjetividad. No menos complejo, en el enmarañado terreno de discusión, es responder a la pregunta sobre dónde trazar los límites entre los campos propios de la reflexión filosófica, la sofisticada ciencia ficción e incluso el esoterismo. Henrich trata la cuestión, al percibir la subjetividad como un tema de moda desperdigado en la superficie de las visiones del mundo y convertido, por esta razón, en una pieza de una sociedad que privilegia vivencias arrebatadoras, aunque superficiales3, incrustada en una compleja interdependencia económica: como lo pone de manifiesto especialmente el fenómeno en masa de una autobúsqueda psicoterapéutica.
No es de extrañar que los resultados de la neurobiología desempeñen un papel central en esta situación o, para ser más específicos, que ciertas formas de recepción e interpretación de los resultados neurobiológicos ganen relevancia. Por regla general, se caracterizan por el hecho de intentar agrupar mente, conciencia y subjetividad, entre otros, bajo una formulación que inicia con “nada más que…”, y que no es otra cosa que un reduccionismo.
Por otro lado, Peter Sloterdijk (1947) intentó en 2009, en su voluminoso tratado Du mußt dein Leben ändern (Has de cambiar tu vida)4 llevar por esta misma línea la dimensión entera de lo religioso. Su tesis rectora es que la religión no existe, lo que se entiende por esta no es más que un conjunto de técnicas de autoperfección con las que el hombre siempre ha tratado de estilizarse, más allá de sus defectos constitucionales, en algo que es más importante que lo que él es de hecho. En un panorama bastante impresionante, Sloterdijk hace un recorrido fenomenológico, desde las prácticas ascéticas del Lejano Oriente sobre las antiguas técnicas de perfeccionamiento y los ejercicios espirituales cristianos, hasta la religiosa refundación pagana de los denominados Juegos Olímpicos y el programa quimionanotécnico de neuromejora (la optimización farmacológica de la capacidad intelectual), para llegar a la conclusión de que en todo esto hay un solo propósito imperante: la práctica mediante la cual el hombre produce al hombre y trabaja constantemente en su autoconfiguración, por medio de una especie de elevada psicología, movida por ideales de perfección. Sin embargo, en tal “ética de la autoexigencia absoluta”5, con su tendencia hacia un “pánico de autoconservación”6 en aumento, se hace válida una opción que apenas podría denominarse como humana. Además, en las tradiciones de las grandes religiones surge una objeción radical a este apremio de autoperfeccionarse, cuando por proteger a los débiles y a los quebrantados se opta (en el monoteísmo) por hablar de “gracia”, con la consecuencia de que al hacerlo, incluso el intento de Sloterdijk de desencantarse de la religión, logra ser refutado. Al respecto se volverá a hablar al final de estas reflexiones.
Antes de eso, permanezcamos en el ámbito de lo físico, dado que la cuestión del cuerpo puede ser también abordada de manera completamente diferente. Para eso hay un testigo, cuyo pensamiento no podría ser más apasionante, incluso si su aparición se remonta a algunos siglos atrás. Estoy hablando de Giordano Bruno (1548-1600).
2. El cuerpo: sujeto afectivo
Cualquiera que haya oído hablar de Giordano Bruno quedaría asombrado con este título —y coincidiría por completo con la mayoría de los historiadores de la filosofía actual—. Lo primero que por lo general se suele escuchar acerca de Bruno es el terrible final de su vida: el 17 de febrero de 1600 fue quemado como hereje en el Campo dei Fiori, en Roma. En el Pentecostés de 1889, una comisión encabezada por el monista alemán Ernst Haeckel (1834-1919), el novelista Victor Hugo (1802-1885), el dramaturgo Henrik Ibsen (1828-1906) y el anarquista Mijail Bakunin (1814-1876), entre otros, erigió una estatua de bronce del hombre ejecutado, en la que Bruno se ve llevando la capucha calada del hábito de su orden, con ceño fruncido y mirando fijamente al otro lado del Tíber, precisamente allí donde se ubica el Vaticano.
Bruno, conocido como el Nolano, no fue, por cierto, en ningún momento, ese espíritu olvidado o incomprendido, como suele describírsele muchas veces a causa del solo conocimiento de su final7. Nacido en Nola en 1548, se hizo fraile dominico, aunque próximo a su ordenación sacerdotal comenzó a tener problemas porque se expresaba de forma crítica sobre los artículos de fe. Ordenado sacerdote en 1572, en 1576 nuevamente fueron formuladas acusaciones en su contra, luego de lo cual huyó y rompió su relación con la orden y con la Iglesia, comenzando una vida errante por media Europa, vivió en el Reich alemán, concretamente en Marburgo, Wittenberg, Praga, Helmstedt y Fráncfort. Repetidas veces tomó cátedras de filosofía, pero frecuentemente, luego de un cierto tiempo empezaban a surgir conflictos con las autoridades superiores o los señores de la región. En esta época apareció su extenso trabajo. Por invitación de un noble, viajó a Venecia en 1592, pero pronto su anfitrión dejó de estar complacido con él y lo denunció ante la Inquisición. En 1593 Bruno fue llevado a Roma, donde permaneció siete años en el castillo Sant’Angelo hasta que fue condenado a la pena de muerte y ejecutado en la hoguera.
Lo realmente fascinante, sin exagerar, del trabajo filosófico del Nolano es que casi una generación antes de René Descartes (1596-1650), quien es considerado comúnmente como el padre del modernismo filosófico y el protagonista de la filosofía del sujeto, Giordano Bruno ya había desarrollado por medios completamente diferentes una filosofía centrada en la reflexión sobre el sujeto. Con el ego cogito, ego sum, Descartes se ingenió un punto de partida irreversible y resistente a la falsedad: aunque me engañaran sobre todo lo que hay, incluso sobre mi propio cuerpo o sobre el mundo entero —o si me dejase persuadir sobre todo por un poderoso engañador—, sin embargo, no puedo engañarme o ser engañado de esto: que soy yo quien se engaña o quien es engañado. Cambio sistemático: Descartes opera bajo el signo de la racionalidad fundamental.
Esto es radicalmente diferente al pensamiento de Bruno, para quien la imaginación y la fantasía tienen prioridad, pero no en el sentido del antirracionalismo, sino de que a partir de ello resulta una lógica intersubjetiva y por lo tanto verificable y criticable; una lógica poética. El interés fundamental de Bruno se halla en la frontera entre la realidad y la conciencia, y lo que acontece exactamente allí. La frontera entre las dos es fluida: básicamente no existe en lo absoluto. Tal teoría del conocimiento y de la conciencia es parte del principio por el cual Bruno, como panteísta y como materialista, fue a la vez ponderado y atacado, según la perspectiva. Sistemáticamente, sin embargo, la cuestión es obvia: para Bruno, todo lo que existe está animado, y a su vez no hay alma sin cuerpo, aunque en muchos casos —por ejemplo, con los ángeles— no percibimos el cuerpo debido a la sutileza, es decir, a lo tenue de su materia. Bruno defiende así una llamada subsistencia, una presencia ineludible de la materia, lo que, por supuesto, significa su mejora y, por tanto, la mejora del cuerpo, que, por cierto, hace valer con respecto a la apreciación de las mujeres: los antimaterialistas se consideran como personas que menosprecian a las mujeres. Desde un punto de vista del impacto histórico, esta positividad de la materia es, por un lado, una clara confrontación con lo que representa Descartes con su esquema de res cogitans (cosa pensante) y res extensa (materia extensa) y la degradación de lo físico que lleva implícito. Por otro lado, es la anticipación exacta del pensamiento central del filósofo judío Baruch de Spinoza, con el que debió hacer furor aquello de que todo lo que surge es solo un modo de la sustancia infinita, porque así se cumple la condición lógica de Bruno frente a la posibilidad de describir la conciencia y la memoria: únicamente en el