Klaus Muller

Finalmente inmortales


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descubierta dimensión de la finitud y, a partir de ahí, el concepto de autoconservación.

      4. Vías de escape (en vano)

      No podría haber sido más sugerente, Die Zeit, periódico semanal de política, economía, conocimiento y cultura, titulaba en su número 1 de 2010 con grandes letras: “¡Fuera con eso!”, y a continuación enumeraba todo aquello que ya nadie quería ver u oír a finales de la primera década del siglo XXI: las denuncias sobre los banqueros, ataques contra celebridades escandalosas, lástima por los partidos, el eslogan de Obama “Yes, We can”, entre otros. Sin embargo, las letras grandes en negrita de esta letanía fueron reservadas para la frase: “Mortalidad, eso es realmente lo último que faltaba, ¡fuera con eso!”13.

      ¿Solo ironía? ¡Todo lo contrario! Detrás de esto se esconde el escándalo del posmodernismo, que cada vez más se persuade de que el hombre podrá convertirse pronto en su propio creador. El mismo día en que salió el manifiesto del Zeit, el 1 de enero de 2010, el periódico Spiegel Online publicó un artículo sobre el sueño de la vida eterna: “¿Cómo podemos engañar a la muerte?”14. El autor discurre, teniendo en cuenta un trasfondo totalmente realista, sobre la cuestión de la prolongación de la vida humana a unos 125 años (lo que implicaría, por supuesto, un aumento en la edad de jubilación hasta los cien años de edad) y se pregunta si una combinación de la tecnología cibernética y la neurociencia no ofrecería la posibilidad de reproducir una copia clonada de nosotros mismos, así como lo ha venido soñando durante estas tres décadas el humanismo posbiológico, en el que se ha hecho un ingente esfuerzo intelectual y financiero.

      Hay que reconocer que todavía no se ha llegado tan lejos. Por eso, no pocos están tratando de inyectarle el máximo de energía y de experiencia como sea posible a la duración limitada de la vida. El sociólogo contemporáneo Hartmut Rosa (1965) decía en una entrevista:

      Aunque sabemos que tenemos que morir, tratamos de vivir lo máximo posible antes de morir. La lógica es: si actúas el doble de rápido, prácticamente puedes acomodar dos vidas en una15.

      Y todo esto bajo los dictados de la lógica de la competencia, en la que solo cuenta lo que marca la diferencia y funciona bien, de lo contrario se busca algo mejor. De ahí que las mujeres mayores se inyecten los labios con bótox y se agranden los senos, y que los hombres mayores consuman viagra para simular la procreación en lugar de estar contando historias a sus nietos. Debido a que la mortalidad no puede ser eliminada, se acelera. Este es también el trasfondo genuino de una teoría de la adicción, ya sea al trabajo, al alcohol, a los medicamentos, al sexo o al poder; siempre se trata de un “demasiado”. Es muy probable que, como resultado de esa compulsiva aceleración, estemos viviendo en una cultura de adicción que puede llamarse patológica16. Si alguien no está bien, aunque sea exitoso, permanezca razonablemente sano, sin mayores achaques en su garganta y sin sufrir algún un dolor rezagado de cabeza, entonces seguramente la causa de su angustia es el deseo por intentar con prisa esquivar la finitud.

      Fue Goethe (1749-1832) quien en una carta de 1825 a su sobrino nieto Nicolovio (1806-1890) acuñó el adjetivo velociférico (de velocitas y Lucifer) para lo que él consideraba como el mayor desastre de su tiempo, “que no deja madurar nada, y donde el instante siguiente consume el anterior”17.

      En el doctor Fausto, que maldice la paciencia de Mefistófeles y que se hunde en el error como un pensamiento apresurado y que asume la violencia también como una acción apresurada, Goethe ha erigido su monumento a lo velociférico. De esta manera trató de provocar una corriente de desaceleración en la tendencia dominante de la época, que no sirvió de nada. Desde hace mucho tiempo, la vida se vive digitalmente acelerada hacia delante y cada vez menos comprendida hacia atrás, especialmente en los y por los medios de comunicación. Los expertos señalan que incluso en los niños de la escuela primaria, la enseñanza normal y los procesos de aprendizaje ya no son efectivos dado que quedan irremediablemente rezagados con respecto al ritmo de alta frecuencia de las almas taladradas por los videoclips y los juegos de computador. De esta forma se plantea hoy la tarea de crear ante todo condiciones para una cultura de la memoria, el recuerdo y la apropiación, propiciando y conservando espacios para el tiempo libre. No cabe duda de que precisamente el anuncio cristiano estaría en particular cualificado para asumir esta tarea desde su propia estructura. No obstante, debe realizarlo primero en su propia práctica, tomando tiempo para su causa y disponiendo de tiempo para sus destinatarios. En una estética medial de ritmos desacelerados, ella visualizaría su propia raíz, que consiste en el hecho de que —hablando humanamente— Dios dedica tiempo a sus criaturas.

      Para la mayoría de nuestros contemporáneos, esto está muy lejos de la experiencia cotidiana y del horizonte de interpretación de sus vidas. Sin embargo, lo que se resume en el artículo introductorio del Spiegel Online es válido:

      No hay para nosotros una cuestión más trascendental que la de nuestra mortalidad. Morimos, y lo sabemos. Es una verdad aterradora e implacable, una de las pocas verdades absolutas en las que podemos confiar. Otras verdades absolutas relevantes son más de naturaleza matemática, como 2 + 2 = 4. Nada escandalizaba más al filósofo y matemático francés Blaise Pascal que “el silencio de los espacios infinitos”, la nada que rodea el fin de los tiempos y nuestra ignorancia de los mismos18.

      Es sorprendente que casi todos los que han tratado en épocas recientes el tema de la finitud, citen a Pascal, como lo hace el autor del Spiegel, Botho Strauß (1944) o Charles Taylor (1931)19. Pero lo más sorprendente es que siempre se le cite a medias: únicamente enunciando el horror por la nada. Solo el ya referido teórico cultural Paul Virilio lo hace de un modo diferente: observa que Pascal también se refirió al agente terapéutico contra este horror vacui20, precisamente con la advertencia en contra del “demasiado” al que se ha hecho referencia. Esto recuerda la finitud esencial del hombre, y que el éxito o el fracaso de una vida depende de si ella, consciente de ello, encuentra una relación afirmativa o no.

      5. Finitud y temor

      La experiencia de la finitud está tan claramente inscrita en nuestros cuerpos que en realidad no podemos evitarla, porque las dos formas de sensualidad —es decir, el espacio vital-mundano y la experiencia del tiempo—, dimensiones básicas de nuestra relación con el mundo, ya están determinadas directamente por ella. Kant (1724-1804) expresó lo primero de una manera asombrosa en su ensayo Hacia la paz perpetua, en el que le atribuye a cada ser humano en todo el mundo, dondequiera que vaya como extranjero, un derecho a la hospitalidad (Wirtbarkeit).

      […] en virtud del derecho de copropiedad de la superficie del globo terráqueo, cuya superficie esférica impide que nos dispersemos hasta el infinito y nos hace tener que soportarnos mutuamente, pues originariamente nadie tiene más derecho que otro a estar en un determinado lugar de la Tierra21.

      Paul Ricœur (1913-2005), fascinado por el argumento del regiomontano estaba, además, convencido de que esta idea de Kant era una evocación judeocristiana bíblica22. Y en lo que se refiere a la dimensión temporal, por supuesto sabemos —sí, ¡se sabe!—, todos y cada uno de nosotros, que la característica decisiva de este mundo es su fugacidad, como escribió sin rodeos Kafka (1883-1924). Sin embargo, queremos quedarnos, pero esto no ayuda en nada, pues tenemos que irnos.

      Toda la gente debe morir mañana u hoy. He visto que la muerte es un pescador que no solo atrapa las pequeñas anchoas, sino también los grandes peces ballena; he visto que la muerte es un segador que con su guadaña no solo corta el trébol bajo, sino también la hierba alta que crece […]. He visto que se debe morir, y que nuestro todo es nada23.

      Recuerdo como si fuera ayer, que de niño me permitían salir todos los años de viaje con mi abuela de peregrinación a Altötting, lugar de romería bávaro desde la época de Carlomagno (747-814). Era un viaje de tres horas en un destartalado autobús de Postbus, al llegar, re­corríamos la antigua Capilla de la Gracia con la Virgen Negra, la tumba del Santo Hermano Konrad (1818-1894), el pesebre anual en Santa Magdalena y el famoso Panorama (una producción mitad escultórica y mitad pictórica del Viernes Santo). Pero fue otra cosa lo que más me dejó impresionado: un reloj en la iglesia parroquial gótica en la parte izquierda del coro alto. Sobre él se encontraba el Meister Tod (la