Klaus Muller

Finalmente inmortales


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a todas luces, solo puede tranquilizar a alguien religioso? No es necesario esforzarse de antemano para lograr el proverbial “ser para la muerte” de Martin Heidegger (1889-1976) o por el pathos del existencialismo. Me parece más sugestivo echar un vistazo a un contexto que la antigüedad ya conocía, y que luego se convertiría en un teorema central de la modernidad filosófica, del que, además, surgieron buena parte de los actuales desafíos intelectuales, prácticos y políticos: la conexión constitutiva entre el ser sujeto y la autoconservación.

      Filosóficamente, el concepto de autoconservación se remonta al periodo del clasicismo griego28. A principios de la Edad Moderna experimentó un renacimiento, que a veces lo arrastró hacia una deriva antiteológica debido a la relación de la autoconservación con la idea de amor propio. Posteriormente —con Thomas Hobbes (1588-1679)— pasó a tener el rango de “concepto fundante”29, con lo que se convirtió en una idea central de la modernidad. Desde hace diez años, el concepto se viene discutiendo y utilizando como instrumento de análisis para valorar el carácter específico de la modernidad. Lo que no solo conduce a establecer nexos entre perspectivas que de otro modo se considerarían de forma independiente, sino que también lleva a controversias sobre la reivindicación y el derecho que tiene la modernidad frente al pensamiento contra el que se ha manifestado críticamente30. El fenómeno se entiende mejor si se aborda dentro de los límites establecidos por un marco conceptual:

      Aristóteles (384-322 a. C.) introdujo el concepto de conservación del género en el concepto de autoconservación, mientras que la filosofía estoica incluyó la idea de la preservación del individuo y de su relación con la autorreferencia31. Diógenes Laercio (siglos II y III) escribe en su compendio Vidas y opiniones de filósofos ilustres que

      Dicen [los estoicos] que la primera inclinación del animal es conservarse a sí mismo, por dote que la Naturaleza le ha comunicado desde el principio, según escribe Crisipo en el libro I De los fines, diciendo que la primera inclinación de todo animal es su constitución y conocimiento propio, pues no es verosímil que el animal enajenase esta inclinación, o bien hiciese de modo que ni lo enajenase ni lo conservase. Resta pues, que digamos que la retuvo amigablemente consigo, y por esto repele las cosas nocivas y admite las sociables32.

      En esta breve cita de Diógenes Laercio se mencionan dos ideas claves que dan un primer indicio de la continuidad y diferenciación entre esta clásica autoconservación y un concepto específico central de la Modernidad.

      Por un lado, según Diógenes, Crisipo (280-206 a. C.) ya asociaba en el ser autosuficiente la inclinación a la autoconservación con el momento de la conciencia de esta inclinación: la autorrelación y la autoconservación van de la mano. Esta representación del pensamiento alcanzará realmente su máxima expresión en la modernidad. La unión de las dos llega a ser tan importante que podría intentar elaborarse una teoría general de la subjetividad y de la autoconciencia.

      Al mismo tiempo, sin embargo, en el pasaje de Laercio entra en juego, hasta cierto punto, una diferencia decisiva entre el pensamiento estoico antiguo y el moderno sobre la autoconservación: para los estoicos, la tendencia del ser viviente a permanecer en la existencia se inscribe desde el principio en su constitución a través de la naturaleza generada, así la autoconservación es su dote. La doctrina cristiana de la creación ha dado continuidad a esta perspectiva de una manera algo distinta: ella también reconoce la autoconservación de las criaturas; la voluntad del querer permanecer existiendo se convierte para estas en un momento interior de su aspiración y adhesión de su ser a una meta más elevada y definitiva. Dicho formalmente: estoica y cristianamente, la autoconservación de los seres se basa en su determinación constitutiva, ya sea por la naturaleza o por el Creador; en pocas palabras: en ambas visiones, la autoconservación tiene sus raíces en la conservación foránea.

      Aquí precisamente se halla la línea divisoria entre la Edad Media y la modernidad. Debido a que la credibilidad en el telos último se desvaneció en el marco de la crisis de la metafísica cristiana occidental, una radical autorrelación tomó su lugar. La autoconservación implica entonces, necesariamente, la exclusión de cualquier forma de conservación foránea, sobre todo teológica. Cada razonamiento de algo semejante a una creación de Dios se vuelve obsoleto. Y ni las mismas leyes de la naturaleza dan a los procesos de conservación su carácter; la permanencia en el mundo debe extraerse de todo ello mediante la formulación de hipótesis apoyadas en la experimentación: la subjetividad autodeterminada también debe asegurar su propia conservación.

      El hecho de que esto también incluya estar en relación constitutiva con los otros se encuentra ya dentro del alcance de la autoconservación en el clásico sentido aristotélico: dependemos de otros, sobre todo al comienzo y, normalmente, también al final de nuestras vidas, tanto para nuestra prosperidad como para nuestra propia perdición. Más llamativo es el hecho de que un manual sobre el tema de la “sociedad” haya reflexionado en los últimos tiempos por primera vez sobre el problema de la autoconservación. Esto ocurrió con la teoría política de Thomas Hobbes33. Para él, el Estado es una expresión de la voluntad de todos los ciudadanos:

      La causa final, fin o designio de los hombres (que naturalmente aman la libertad y el dominio sobre los demás) al introducir esta restricción sobre sí mismos (en la que los vemos vivir formando Estados) es el cuidado de su propia conservación y, por añadidura, el logro de una vida más armónica; es decir, el deseo de abandonar esa miserable condición de guerra que, tal como hemos manifestado, es consecuencia necesaria de las pasiones naturales de los hombres, cuando no existe poder visible que los tenga a raya y los sujete, por temor al castigo, a la realización de sus pactos y a la observancia de las leyes de naturaleza establecidas34.

      Para Hobbes, este fin solo se alcanza al:

      […] conferir todo poder y fortaleza a un hombre o a una asamblea de hombres, todos los cuales, por pluralidad de votos, puedan reducir sus voluntades a una voluntad. Esto equivale a decir: elegir un hombre o una asamblea de hombres que represente su personalidad; y que cada uno considere como propio y se reconozca a sí mismo como autor de cualquiera cosa que haga o promueva quien representa su persona, en aquellas cosas que conciernen a la paz y a la seguridad comunes; que, además, sometan sus voluntades cada uno a la voluntad de aquel, y sus juicios a su juicio. Esto es algo más que consentimiento o concordia; es una unidad real de todo ello en una y la misma persona, instituida por pacto de cada hombre con los demás […]. Hecho esto, la multitud así unida en una persona se denomina Estado, en latín, Civitas. Esta es la generación de aquel gran Leviatán, o más bien (hablando con más reverencia), de aquel dios mortal, al cual debemos, bajo el Dios inmortal, nuestra paz y nuestra defensa35.

      Como expresión de la voluntad de los ciudadanos, el Estado no es un mero instrumento mediante el cual un grupo de personas trata de lograr un objetivo particular; por tal razón, no debe haber un uso de la fuerza por parte del Estado en nombre de los ciudadanos en contra de la voluntad de uno o algunos de ellos. Pero el Estado tampoco se encamina hacia la realización de un orden mundial; en cualquier caso, el Estado solo podría satisfacer las demandas de los ciudadanos, pero no como expresión de su voluntad. En la voluntad de cada uno está asentada la correspondencia entre el individuo y su libertad, por un lado, y la institución y la ley, por otro. Para Hobbes, este concepto de Estado se deriva de su antropología, con mayor exactitud de la necesidad de autoconservación que ello implica. Para él, el hombre como individuo está guiado profundamente por el deseo, que se vuelca hacia los bienes. Su escasez conduce a conflictos que no son de ninguna manera menospreciables, y en su supervivencia victoriosa en forma de reivindicaciones personales prometen la máxima satisfacción de placer, puesto que, en esta crisis, los más débiles podrían derrotar incluso a los más fuertes con su ingenio. Todos le temen a la muerte por igual y, por lo tanto, se someten a una instancia que es más fuerte que cualquier ejercicio individual de poder. Este es el Estado, llamado Leviatán por Hobbes, la bestia que simboliza el poder primigenio del Caos bajo la superficie del cosmos (véase Job 3, 8; 40, 25).

      Hay desde luego, en todo esto, un recelo contra toda pretensión de establecer un orden eclesiástico-clerical, que incluso pretende también juzgar las conciencias. Para Hobbes, el Estado no se dirige, pues, hacia un fin material determinado, sino que ha de servir a la autoconservación en la sociabilidad de sujetos decididos, dispuestos y competitivos.