Marcelo Corti

Diez principios para ciudades que funcionen


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y emisiones.

      12. Es justa: asegura a sus ciudadanos/as algunos atributos indispensables y contribuye a reducir y superar la pobreza, la explotación y las inequidades.

      Esta concepción tiene como condiciones necesarias la democracia política, la justicia social y la economía mixta.

      La democracia política implica un sistema de gobierno basado en el ejercicio de la voluntad ciudadana, la vigencia de los derechos personales, la posibilidad del disenso social y político, y el respeto a las minorías sociales, políticas, religiosas y/o étnicas.

      La justicia social (que podría equipararse al concepto, más aséptico, de “inclusión”) puede ser definida como el acceso de todos los sectores de la población, incluso los más pobres o pertenecientes a algún tipo de minorías, a los derechos, atributos y beneficios que brinda esa sociedad, en condiciones razonables de ejercicio y continuidad. En términos territoriales, la justicia social abarca el acceso a la vivienda, los equipamientos, infraestructuras y servicios, la movilidad, la centralidad, y los atributos de amenidad y seguridad urbanas.

      La economía mixta implica la coexistencia de mecanismos de mercado y de control o intervención estatal en la producción, consumo y distribución de bienes. Esta postura puede ser considerada reformista, pero no aceptaremos que se la considere “a mitad de camino” o de compromiso o “tibia alternativa” entre las pesadillas de un capitalismo “libertario” y descontrolado o una maquinaria estatal totalizadora e ineficiente. No está en el medio: es mejor. En todo caso, adelantamos una premisa: el desarrollo urbano requiere del control y el liderazgo público para que la ciudad funcione y para no distorsionar el resto de la economía.

      Estos principios que vamos a desarrollar pueden aplicarse a muchas ciudades y, en particular, creemos que son muy adecuados a las ciudades latinoamericanas. En este punto, conviene hacer algunas aclaraciones respecto a la escala y el tamaño de las ciudades, a sus perspectivas de futuro (y el período de tiempo en que se consideran posible implementar los cambios que se propongan en una política urbana) y a los aspectos sobre los cuales pueden aplicarse los principios que proponemos.

      Respecto al tamaño y escala de las ciudades, una aclaración necesaria es que la ciudad no es fractal, o al menos no lo es necesariamente. Se denomina fractal a un objeto cuya estructura se repite a diferentes escalas (algunas plantas, los corales, la nieve). La estructura de una ciudad pequeña puede derivar con el tiempo en una ciudad mediana o intermedia, en una gran ciudad o área metropolitana e incluso en una megaciudad, pero en cada una de esas instancias la estructura urbana o regional devendrá, casi con seguridad, muy distinta a su fase anterior, incluso aunque la centralidad del sistema y sus principales ejes de conexión continúen siendo los mismos. En otras palabras, una ciudad no es un barrio compuesto por barrios y una metrópolis no es (como se la ha llamado en alguna literatura) una ciudad de ciudades. No obstante, el grado de generalidad de los principios que vamos a desarrollar permite que puedan ser aplicados, con los ajustes y diferencias del caso, a ciudades de muy distinta escala.

      Respecto al futuro de las ciudades y sus horizontes de planeamiento o proyecto, es importante aclarar que en su mayor parte la ciudad del futuro es la que ya tenemos.

      Las ciudades crecen hacia su periferia o se renuevan en su interior, ya sea a través de grandes proyectos urbanos o megaemprendimientos en polígonos de gran superficie, o por la densificación o cambio de uso o morfología que se produce parcela a parcela a partir de la acción separada pero concurrente de pequeños y medianos operadores.

      El crecimiento suele ser intenso en las ciudades contemporáneas pero, ¿cuánto tiempo tarda una ciudad en renovarse hacia su interior? Los estudios del Plan Regulador de Buenos Aires 1958-61 (citados por Odilia Suárez en su libro de 1986 sobre planes y códigos) concluyeron que toda la ciudad podía renovarse en 70 años; hoy ese ritmo es más intenso y puede estimarse que se haya reducido a 50 años. Vale decir que las ciudades pueden renovarse hacia su interior entre un 1 y un 2 % por año, y hacia su exterior expandirse a tasas similares. Baudelaire lamentaba que “la forma de una ciudad cambia más rápidamente que el corazón de un mortal”; sin embargo, las permanencias de la forma física suelen ser más relevantes que los cambios. La ubicua Springfield de Los Simpson parece en ese sentido muy apropiada como ejemplo: su forma se mantiene a través de las décadas, acompañando la atemporalidad de Homero, Marge, Bart, Lisa y sus amigos y vecinos.

      En ocasiones puede haber zonas de la ciudad donde la renovación o la expansión es más intensa y supera esos promedios, pero generalmente otras áreas se mantienen estancas o con bajos porcentajes de crecimiento y expansión. La excepción puede encontrarse en las ciudades de periferia metropolitana o en aquellas donde una actividad económica se desarrolla muy rápidamente (detección de petróleo, actividad minera, radicación de una gran industria, irrupción del turismo masivo, etc.).

      Entre otras implicancias, esto significa que:

      - Los trazados catastrales y urbanos tienden a la permanencia a través de los siglos. Es muy raro y difícil su modificación. Por tanto, se deben evitar los errores en su diseño. Nos costará mucho, por ejemplo, reparar las consecuencias de los trazados cerrados de las privatopías antiurbanas.

      - Es muy difícil predecir el futuro de las prestaciones, las infraestructuras, los servicios, etc. Es mejor considerar a la ciudad como una trama abierta que permite su adaptación.

      La pesadilla de precarización en que derivó el sueño del fin del trabajo, la esquizofrenia de las tendencias simultáneas a la concentración y la dispersión, las apocalípticas amenazas ambientales… Cuando la realidad las sobrepasa, ¿las ciudades se adaptan o mueren? El caso de Detroit, que prácticamente perdió la mitad de su población en menos de un cuarto de siglo, nos muestra que las ciudades pueden atravesar enormes dificultades y exponerse a graves fracasos. La inercia urbana, por otra parte, nos alerta que no se puede operar por prueba y error, al menos para las grandes operaciones (aquellas que no pueden ser retrotraídas o superadas en el corto plazo). Una ciudad no es un programa o aplicación informática, que en pocas semanas puede ser sacado de circulación y remplazada por una versión corregida. Operar en la ciudad requiere tomar cuidadosas decisiones sobre sus transformaciones. Un liderazgo urbano adecuado es el que puede discernir y consensuar qué conservar, qué modificar, qué remplazar, que incorporar.

      Los procesos sociales, económicos y culturales en curso nos presentan un cambio de paradigmas de movilidad, de producción y de comercialización. En sentido estricto, la globalización es una etapa de la producción mundial de bienes y servicios definida por la gran capacidad de movilidad y flexibilidad de los componentes, que pueden producirse y ensamblarse en cualquier lugar del mundo. Cada etapa productiva se realiza en el lugar que mayores ventajas comparativas y competitivas ofrece: mano de obra barata y no sindicalizada para la fabricación de bienes, concentración de talento para la generación de servicios avanzados. Un ejemplo típico es el de las zapatillas fabricadas por mujeres jóvenes de procedencia rural en países del sudeste asiático o de Centroamérica, con estrategias de marca y publicidad diseñadas en entornos “cool” de ciudades europeas o norteamericanas. La máxima ironía, como señaló Naomí Klein, es cuando estos servicios avanzados o la residencia de quienes los producen se localizan en espacios reciclados de antiguas fábricas o galpones abandonados.

      La globalización se basa entonces en la deslocalización y la fragmentación, más que en una hipotética unidad global a la que podría aludir su nombre. Más que unidad planetaria, lo que promueve la globalización es una cierta homogeneidad funcional y estética del consumo, cuyo paradigma es la franquicia (Starbucks, McDonald, IKEA), en un contexto de marcada fragmentación social, segmentación de las estrategias de mercado y focalización de las políticas sociales que obran como paliativo para los excluidos del proceso.

      Históricamente la ciudad es un espacio que permite tanto la individuación como la socialización. Un logro de la ciudad es permitir la soledad, la diferencia, el anonimato como proyecto personal; la clandestinidad, lo furtivo, la diferencia, los paseos sin objeto preciso de Baudelaire o las mesas de “sabihondos y suicidas” de Discepolo. Pero también es el espacio de lo colectivo voluntario, las “afinidades electivas”, masivas o tribales. La configuración física histórica de la ciudad permite