tú no tienes amigos». Bueno, ahora ya sabéis algo de Eddie y su sentido del humor.
Resulta que yo, en realidad, tampoco sabía mucho de él. Su historia personal es mucho más que los acontecimientos que tuvieron lugar ese 11 de abril de 1986. La historia de sus inicios en la pobreza y de cómo llegó a ser un agente del fbi que estuvo presente en esa zona de muerte que era Miami ese día resulta conmovedora. Algo así como ascender desde la nada. Lo logró con esfuerzo, dedicación y sentido del humor.
Este marine de los Estados Unidos, agente del fbi, esposo y padre encarna aquello que hace grande a esta nación. Un héroe silencioso que hizo del mundo un lugar más seguro al pagar un precio que no todos estarían dispuestos a afrontar. Te saludo, Eddie, y siempre estaré orgulloso y me sentiré honrado de poder llamarte amigo y uno de los más grandes hombres que jamás he conocido.
Bob Gilmartin
Bob Gilmartin es un antiguo reportero que trabajaba para la nbc de Miami cuando el tiroteo del fbi tuvo lugar. Es productor de Dateline nbc y vive en Nueva York con su mujer —también productora de la nbc— y sus dos hijos.
Introducción
Podía sentir la tensión en la voz de Ben.
«Estamos detrás de un Monte Carlo negro, matrícula de Florida ntj-891». Ben dio su orden por la radio: «Detenemos un vehículo por delito grave, ¡vamos!».
Inmediatamente supe que Ben, el agente especial más experimentado presente en la escena, había tomado una buena decisión al llamarnos para iniciar la acción.
Acabábamos de salir de la ruta 1, en el sur de Miami, que, al ser hora punta, estaba todavía colapsada. Había una escuela a unas pocas manzanas de donde nos encontrábamos. Había un muro entre nosotros y un centro comercial. Nos colocamos al lado del Monte Carlo robado. Comprendí la preocupación de Ben cuando crucé la mirada con la de William Russell Matix, en el asiento del conductor, sospechoso de asesinato y de atracar varios bancos. Era un despiadado asesino decidido a escapar. Yo estaba igualnente decidido a no dejarle escapar.
El 11 de abril de 1986 la ciudad de Miami, Florida, amaneció luminosa y soleada. Al atardecer, sin embargo, dos agentes del fbi junto con dos atracadores de bancos yacían muertos, y cinco agentes del fbi habían resultado heridos en el «Tiroteo de Miami», también conocido como el día más sangriento en la historia del fbi. Este incidente indujo a diversas agencias policiales del país a reexaminar los equipos de armas de fuego empleados para la protección de sus agentes, junto con las tácticas utilizadas para perseguir y capturar sospechosos. Las enseñanzas aprendidas en este caso siguen siendo estudiadas en los círculos policiales.
El incidente levantó críticas tanto entre los expertos en la materia como entre los «expertos de salón». Ha sido incluido en programas televisivos y documentales de temática criminal, y sirvió de base a un telefilme de 1988. No todos estos proyectos han presentado informaciones completas, al tiempo que el telefilme estaba repleto de inconsistencias. En mi opinión, el único que acertó fue el docotr W. French Anderson, autor de Análisis forense del 11 de abril de 1986, del tiroteo del fbi. Contó con el apoyo del Departamento de Policía Metropolitana de Miami y del fbi, Gordon McNeill y yo incluidos.
Es por esta razón que he querido escribir este libro: para dejar las cosas claras. Quiero que el presente libro sirva para acabar con todas las insinuaciones e inexactitudes.
Cuando miras la lista de agentes especiales del fbi que participaron en este incidente, encontrarás mi nombre entre ellos. Hace ya mucho tiempo que quería contar desde mi punto de vista lo ocurrido aquel día, pero las normas del gobierno de Estados Unidos y del fbi que prohíben cualquier trabajo al margen de sus instituciones lo han impedido. Ahora espero que este libro sirva de cierre a este caso, que representa un verdadero punto de inflexión y que recibió tanta atención en el ámbito policial. He tratado de documentar todo lo que ocurrió antes, durante y después del incidente para que el lector pueda ver las cosas a través de mis ojos y experimente los pensamientos, temores y angustia que sentí ese terrible día.
Escribí este libro para Ben Grogan, Jerry Dove, Gordon McNeill, Ron Risner, John «Jake» Hanlon, Richard Manauzzi, y Gilbert Orrantia. Este es el equipo que estaba conmigo esa mañana de abril.
Ernest Hemingway dijo en una ocasión: «Sin duda, no hay cacería como la caza de hombres y aquellos que han cazado hombres armados durante el suficiente tiempo y les ha gustado, en realidad nunca se interesarán por nada más». Yo amaba cazar hombres armados. ¿Por qué? Porque un hombre desesperado y armado es el animal más peligroso del mundo, más que cualquier león, tigre u oso. Cazar hombres armados es un reto y a mí me encantaban los retos. Al igual que Dios se interpuso entre mí y el mal, yo me interponía entre la sociedad y esos peligrosos animales, y me encantaba ir a trabajar cada día.
1. Un chico de pueblo se las apaña
El camino que lleva a ser agente del fbi es diferente en cada caso, pero para muchos como yo, comenzó como un sueño de la niñez. Después de todo, yo era parte de una generación que creció viendo a Efrem Zimbalist Jr. en el programa de televisión fbi en acción. Sin embargo, no eran las pistolas ni los vehículos ni los trajes lo que me intrigaba. Era la misión, el trabajo que realizaban los agentes del fbi. Incluso siendo un niño, sabía que estos agentes representaban una estirpe especial que realizaba un importante trabajo en todo el país. Para un niño que nunca había viajado más de veinte millas de su casa, ¡eso era lo máximo y era algo de lo que yo quería formar parte! Pero había momentos en los que ese sueño parecía muy lejano. La jungla urbana de Washington, D.C., estaba muy lejos de las llanuras del sur de Texas.
Crecí en Alice, Texas, una pequeña población justo al oeste de Corpus Christi. Mis abuelos eran trabajadores migrantes que, finalmente, dejaron de migrar y se compraron su propia granja en Michigan. Mi madre fue también una trabajadora migrante hasta que se casó con mi padre. Mi padre trabajaba mientras mi madre permanecía en casa para cuidar de sus cuatro hijos. Ambos progenitores nacieron en ranchos del sur de Texas en los años veinte. Como producto de la Gran Depresión, trabajaban duro y no desperdiciaban nada. Reciclaban por necesidad, no porque estuviese de moda; el resultado era que vestíamos ropa prestada llena de remiendos. La nuestra era una casa pequeña de madera del tamaño de un garaje de dos plazas. Éramos pobres, pero yo simplemente no lo sabía por entonces porque todo el mundo era también pobre. No contábamos con teléfono ni fontanería, y la casa estaba escasamente amueblada. Las paredes estaban decoradas con un crucifijo y una foto de algún santo en cada habitación. No tuvimos televisión hasta que mi padre se hizo con un nuevo trabajo en 1962. Entonces nos mudamos a Beeville, Texas, y compró una de esas teles en blanco y negro de la época.
En marzo de 1971 cumplí dieciocho años. Mis posibilidades de ir a la universidad eran escasas. Mi familia no contaba con los recursos económicos para que yo pudiera estudiar y la posibilidad de que me hiciese con una beca de fútbol americano para la Universidad de Notre Dame era aún menor. Para colmo, mi fecha de nacimiento representaba uno de los números con más papeletas para ir a la guerra. Mi visión del futuro era fatalista; iba a tener que combatir en la guerra de Vietnam. Tras acabar el instituto, fui a la oficina de reclutamiento de los Marines y me alisté para realizar cuatro años de servicio. Me alisté por tres razones: no tenía fondos para ir a la universidad, contaba con un número propicio para ser reclutado (lo que quería decir que iba a ser reclutado de todos modos) y no quería que otras personas gobernasen mi vida. Antes que ser reclutado, escogí mi lugar, mi tiempo y mi rama del servicio. La decisión de convertirme en un marine en lugar de pasar a formar parte de otras ramas militares vino propiciada también por la influencia de dos de mis primos que habían sido marines antes que yo.
Para poder pasar el verano con mi familia obtuve una fecha de incorporación para septiembre. Fui a trabajar en la granja de mi abuelo en Michigan, como ya había hecho muchos veranos anteriores. Sin embargo, esta ocasión fue diferente porque tras terminar me dirigiría al campo de adiestramiento militar, en lugar de volver a la escuela. No había dicho nada a mis padres sobre mi alistamiento. Ya se sentían suficientemente mal por no poder ayudarme económicamente para