Uriel Quesada

Mar caníbal


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de agua. Chalito hace un gesto. “¿Esperás a tu papá?” Otra negación. “Entonces te acompaño a la puerta”. Muchos años después, cuando recordaba esa escena, volvía a sentir un sudor intenso en la espalda. Me veía a mí mismo tentado a pedirle a la desconocida que me diera la mano, pero al final oía su silencio en medio del ruido de máquinas de escribir, calculadoras mecánicas, teléfonos y conversaciones. “¿Vamos?”, dijo la mujer. Chalito se levantó lentamente. Caminó junto a la desconocida sin mirar alrededor, como recordaba que lo hacían los héroes ante graves peligros, fueran estos monstruos fabulosos, soldados enemigos o matones armados hasta los dientes. Chalito pensó en Kalimán preso en una cueva infestada de serpientes: debía desplazarse como si no existiera porque cualquier error dispararía los mecanismos ocultos de las bestias, y se le vendrían encima para inyectarle veneno y sacarle los ojos. No habría odio ni venganza en tal ataque, lo matarían en desorden y sin pasión, simplemente porque estaba en su naturaleza hacerlo. Al llegar a la puerta con el vidrio quebrado, la mujer le dio unas monedas. “Comprate un refresco o algo”. El chiquillo reculó hasta alcanzar el pasillo. Jugó un rato con las monedas y decidió mejor guardarlas para ir al cine el domingo.

      Al día siguiente su padre entró a la casa usando su propia llave, sin llamar ni saludar a nadie, y fue directamente a su cuarto. Traía una valija. Ada se sentó en un sillón de la sala y dijo como para sí misma: “Habrá que cambiar las cerraduras de las puertas, ya no son seguras como antes, pero será hasta que tenga plata”. Nadie le respondió. Chalo se quedó junto a su papá, mirando cómo el clóset iba quedando finalmente vacío de todo aquello que pudiera recordarlo. La última frase de su padre fue un lacónico “ya está”, dicho a su paso por la sala. Cuando finalmente se quedaron solos, Chalo se sentó cerca de Ada, pero sin atreverse a tocarla o decir nada. Ella, absolutamente ensimismada, parecía no tener conciencia del lugar ni la situación. Al chiquillo le pareció que ella poco a poco se iba fundiendo con el sillón, transformándose en un objeto sordo, inmune al mundo exterior. Fue entonces que las primas llamaron. Chalito les mintió que Ada había salido y las primas, luego de un silencio, le dejaron un mensaje: que se viniera a Hawksbill con ellas, que no se preocupara de nada; apenas les avisara compraban pasajes de tren para todos.

      Gema no recordaba qué había soñado esa mañana; nada de extrañar pues casi siempre los sueños se iban dejándole solamente angustia en el pecho. Cuando abrió los ojos y se incorporó no estaba segura de si los ruidos que recién había escuchado venían de la casa o de su atormentada imaginación. Entonces preguntó: “¿Quién anda por ahí?”, y aguardó inútilmente una respuesta. Una voz le susurró que un hombre había saltado por la ventana para meterse en la habitación de Ventura. Ahora que la negra dormía en el primer piso –la planta superior estaba ocupada por los invitados– le sería más fácil dejar como por descuido los picaportes apenas puestos, de tal modo que bastaría un empujoncito para abrir las puertas de las ventanas. “¿Quién está en la sala?”, gritó a toda voz. Nadie la escuchó, nadie le respondió, ni siquiera Gregorio, que seguía roncando contra la pared en el camón del fondo. El intruso se iba desplazando de puntillas hacia la salida. Uno de esos negros enormes y fibrosos, se imaginó Gema, o un cadáver, tal vez un cadáver. Entonces se puso a rezar pidiendo protección contra los espíritus rencorosos, especialmente el de Esperanza San Román. Le daba miedo la posibilidad de levantarse y encontrar el cuerpo podrido de esa mujer aguardando por ella en la sala. A tantos años de su muerte, Gema estaba segura de que el espíritu de Esperanza aún no descansaba, pues el amor es más fuerte que la muerte y el odio aún más que el amor. Y cuando la vida no alcanza para liberarse de esos sentimientos oscuros las puertas del cielo se cierran para siempre. Eso lo sabía bien Gema, y le angustiaba sospechar que quizás para ella misma los accesos al paraíso permanecían atrancados.

      —Gregorio, ¿está despierto? –El viejo ni siquiera refunfuñó una respuesta. Con la cara oculta hacia la pared era difícil adivinar si de verdad seguía dormido o si estaba simulando para no empezar a discutir desde temprano–. ¿Gregorio?

      Finalmente Gema se levantó y se fue pegada a la pared del corredorcillo rumbo a la sala. A esa hora todo parecía más grande, más rústico, lo que provocó en Gema cierto sofoco, un frío en el pecho que no había podido nunca explicarle a nadie. Tal vez ahora con Ada, la sobrina pobre de Gregorio, habría una oportunidad para sacarse del alma lo que había ido acumulando por años, pues Ada parecía, así tan calladita y nerviosa, tan humilde, una de esas personas siempre dispuestas a escuchar. Le gustaría contarle, por ejemplo, su deseo de llenar la sala de pequeños objetos, sutiles obstáculos que impidieran a los espíritus o a los amantes de Ventura recorrerla a sus anchas. Gregorio le ha dicho varias veces que se olvidara de esas majaderías, pero Gema sabía que a su marido no le daba la gana creer porque así evitaba enfrentarse a las cosas: la infelicidad en la vida y en la muerte de Esperanza San Román, por ejemplo; los hombres que casi a diario se metían en la cama de Ventura, por ejemplo... Pero él no le creía, se quedaba callado sin levantar la vista. ¿Cómo se puede vivir a espaldas de realidades tan evidentes? Tal vez ahora, con Ada en Hawksbill... Pero mientras tanto tenía que limpiar el camino de malas sombras, así que se asomó a la sala a escuchar el silencio poblado de ruidos misteriosos, se acercó a las ventanas, a la puerta principal y halló que no tenía en su sitio la tranca. Otra vez el aire le empezó a faltar. Estaba segura de que al otro lado de la puerta iba a encontrar un rastro hacia la identidad de esos hombres que tan a menudo entraban a corromper su casa. Abrió lentamente y el sol se le vino encima. Serían apenas las seis de la mañana, pero ya todo era luz en Hawksbill. Dio unos pasos por el porche sin saber exactamente qué andaba buscando. El pueblo aún parecía dormido, con su larga calle central sin chiquillos jugando, sin vecinas contándose sus penas y chismes, sin perros en busca de algo para saciar el hambre. Lo más seguro, sin embargo, era que los pescadores hubieran salido de madrugada, pero desde aquí no se podía ver ni el mar ni los lanchones.

      Poco a poco se fue acercado el sonido de unas pisadas: un muchacho de pelo negrísimo, atado atrás para que no se le desordenara. Gema y el muchacho intercambiaron miradas sin ninguna simpatía.

      —Mornin’ Miss Gema.

      —Tobías, ¿de dónde viene usted?

      Simulando no haberla escuchado, el muchacho siguió camino a la playa. La anciana lo siguió con la mirada hasta comprobar que había desaparecido tras unos árboles. Gema no podía evitarlo: siempre había desconfiado de los negros, incluida Ventura. Tenía la certeza, además, de que los negros despedían un olor particular, muchas veces lo había percibido aunque nunca había sido capaz de describirlo. Por el contrario, para Gregorio aquello no era más que otra tontera de vieja blanca, una muestra más de que nunca había hecho de Hawksbill su hogar. Pero esas eran críticas de Gregorio, como siempre hallándole defectos al prójimo.

      Si Tobías había estado en la casa, Gema podría seguir su rastro fácilmente. Bastaría ir directamente adonde dormía Ventura, pues el olor del muchacho aún debería estar adherido a las sábanas. Cerró la puerta y fue hasta el fondo de la casa, donde había un cuarto de huéspedes convertido con el tiempo en depósito de chunches y vuelto a acondicionar cuando supieron que Berta y Toña, las hijas de Gregorio, regresaban después de tantos años. En ese momento ellas estaban durmiendo a pierna suelta en las habitaciones del segundo piso, más amplias y mejor ventiladas. Uno de esos dormitorios era, precisamente, el de Ventura, pero ella misma se ofreció a dejarles la planta alta libre a sus hermanas y tanto Gregorio como Gema sintieron un alivio.

      Usted va a estar mejor en otra parte de la casa– razonaron los viejos simulando aprobar el sacrificio de la muchacha. La verdad, sin embargo, era distinta: temían que Ventura hiciera algún comentario inapropiado, o que fuera intimidada o seducida por Berta y Toña. Al fin y al cabo eran unas Malverde, y con ellas se aplicaba plenamente aquel dicho: “Hija de tigre nace pintada”.

      Ventura tuvo que hacerse cargo de todos los arreglos para que las hijas de Gregorio estuvieran cómodas y luego enfrentarse al desorden del cuartillo junto a la cocina. Sacó cajas y cajas de papeles, facturas, fotografías, almanaques vencidos, pero no pudo tirar nada a la basura porque Gregorio y Gema querían darle una miradita a cada cosa, no fueran a deshacerse de algo importante. No le quedó a la muchacha sino hacer campo en el galerón de atrás para apilar