Uriel Quesada

Mar caníbal


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vez terminada la limpieza, Ventura metió un catre al cuarto y se hizo a la idea de dormir con los bichos que se colaban por los huecos de las paredes y el filo de la puerta. Por esa razón ya para cuando las visitas llegaron –días antes de ese amanecer en que estoy sentado en la playa– Ventura se encontraba en los límites del agotamiento. Había pasado horas moviendo muebles, barriendo obsesivamente rincones, eliminando de los cuartos de arriba cualquier vestigio de sí misma. Creía conocer las manías de la familia Malverde aunque solamente se hubiera cruzado unas pocas veces en su vida con Berta y Toña. Podía intuir, por ejemplo, que tener dispuestos los cuartos del segundo piso evitaría aburridas formalidades, negociaciones disfrazadas de interés: “Mire papá, por nosotras no se preocupe. Cualquier rinconcito estará bien. Podemos quedarnos todos aquí en la sala, en los sillones, en el piso si es necesario. Ventura duerme tan cómoda… ¿Cómo van a sacarla de su cuarto por nosotras? ¿Y ella?”. En esta ocasión todo había sido más fácil, apenas algunos agradecimientos y promesas de dejar las habitaciones tal y como las habían encontrado.

      Ahora no quedaba sino esperar, pues Ventura ya sabía que sus hermanas no iban a decir con claridad si se quedarían semanas o días. Una vez en Hawksbill empezaban a jugar con aquello del gusto de sentirse en casa, no nos queremos ir, aquí pertenecemos, tan hermoso paisaje. Pero las visitas no demoraban mucho en sentir los efectos del calor y les asustaba saber que las serpientes podían aparecer enroscadas hasta en los escusados. No entendían el rumor del mar ni del viento, ni a los desconocidos que se les quedaban mirando en la calle sin responderles el saludo. Les incomodaba cuando las gentes de Hawksbill hacían comentarios en inglés pues de inmediato pensaban que se estaban riendo de ellas. Además había demasiados negros como para sentirse seguras. Negros e indios, aunque los indios fueran más bien como apariciones bajadas de las montañas para vender verduras y animales en el centro del pueblo. Lo más parecido a nosotras, a veces decía Toña con una sonrisilla, era la familia Tsai, pero aun así se trataba de chinos, y entre ellos también hablaban un idioma que excluía por completo a quien no formara parte de su círculo.

      Cuando aún era muy niña, Ventura pensaba que Berta y Toña venían a verla y celebrarla, pero conforme fue creciendo se dio cuenta de que esas breves temporadas con la familia escondían otras cosas, aunque por años no pudo precisar con claridad los verdaderos motivos. Las hijas se encerraban a discutir con su padre y su madrastra hasta el punto de alzar la voz y tirar cosas al suelo (Gregorio), llorar a lágrima viva (Toña) o reírse por algún chiste que nadie más había entendido (Gema). Solamente Berta parecía mantener el control. Nunca gritaba ni hacía comentarios una vez terminada la junta. Si Ventura le temía a alguien, esa persona era Berta. Pero esa mañana temprano no hubiera podido explicarlo con palabras. Solamente sabía que ya se encontraba exhausta. El catrecillo pandeado le había molido la espalda, cierto. En el primer piso hacía aún más calor y el cuartillo de chunches tenía unas ventanas en lo alto por donde apenas entraba la brisa, cierto. Pero también las hermanas traían consigo un peso que persistía aún semanas después de su partida.

      Los pasos por la escalera también habían despertado a Ventura. Intentó dormirse de nuevo, pero no la dejaron los gritos de Gema ni su merodeo por la sala. Sabía muy bien lo que estaba por ocurrir, entonces apretó los ojos y el crujido de la puerta y la respiración un poco agitada de Gema parecieron venir de muy lejos. Sintió a la vieja palpar las sábanas en busca del cuerpo de un hombre, supo que sus ojillos miopes procuraban descubrir cualquier vestigio de la presencia de un intruso.

      —Ventura, dejó la puerta de la sala abierta –se quejó Gema mientras se llevaba la ropa de cama a la nariz.

      —No es verdad –respondió simulando dormitar–. Yo siempre reviso antes de acostarme.

      —¿Dejó entrar a alguien, Ventura? ¿Un hombre? Tobías... Acabo de verlo en la calle. Ni vergüenza le dio… Si su papá se da cuenta los va a matar a los dos. A él primero para verla sufrir a usted.

      —Váyase a dormir, señora, nadie ha entrado aquí.

      —De todas maneras es muy tarde para seguir durmiendo –siguió casi en un susurro–. Las hijas de su papá van a querer tomar café en un ratito. Levántese y no les diga nada de los hombres porque la van a meter a un reformatorio a ver si se le quita lo fresca.

      Cuando Gema se fue, Ventura aguardó unos minutos sin moverse. Creía conocer bien a la anciana. Estaba segura de que iba a quedarse por ahí esperando hasta olvidar el motivo por el que deambulaba por la casa. Luego se iría a su cuarto como si nada hubiera ocurrido. Ventura dejó pasar el tiempo sin pensar, mirando sin mirar el alto cielo raso. Después se levantó, se puso un vestido estampado con flores naranja y amarillas y salió a la sala. Nadie. Fue hasta la puerta principal y recogió la tranca. Después abrió las ventanas de par en par. Movida por un súbito presentimiento subió al segundo piso a mirar desde el pasillo cada uno de los cuartos. En el primero, Berta roncaba escandalosamente, envuelta en las cobijas como si sufriera de intensos fríos. En el segundo, Toña hablaba en sueños y Ada, desde el camón de al lado, parecía responderle. A Ventura le impresionó mucho descubrir que Ada tenía expresión triste aun cuando dormía. En el último cuarto todo parecía en orden: la cama perfecta, la ropa en el armario, ningún tiradero. “Chalito debe tener un diablillo muy grande adentro”, pensó. “No se puede ser tan ordenado y bueno a la vez”. Luego hizo como Gema: palpó la ropa de cama, la olió preguntándose si estaría impregnada de los sudores del muchacho y de pistas para saber dónde estaba. Seguidamente alisó las sábanas y la colcha sin decidirse a alertar a las visitas. Mejor no: tal vez saldría a buscarlo, no podía estar lejos, seguro había salido a ver el amanecer, chiquillo tonto, aunque ya no estaba en edad para esas cosas. Por el momento cerró la puerta del cuarto como para indicarles a todos que Chalo dormiría hasta tarde. Luego entreabrió una ventana del pasillo y dio un vistazo por encima de la plantación de cacao, las casas entre los árboles y las palmeras. Buscaba como si pudiera ver el mar o los senderos que conectaban Hawksbill. Buscaba como si pudiera verme a mí, que ya no estoy sentado en la playa.

      A su pesar, Tobías se había levantado temprano esa mañana. Hacía mucho calor en el cuartillo que compartía con sus primos, y para peores alguien había tenido pesadillas, por lo que a lo largo de la noche se habían escuchado lamentos y reclamos incoherentes. De otro modo, tal vez Tobías no se hubiera despertado a tiempo para la cita con el chiquillo. Abrió apenas los ojos e hizo un cálculo de la hora, después intentó dormirse de nuevo, pero le incomodó sentir tan cercana la respiración de su primo, quien en las últimas semanas se había estado apoderando del camón como si en sueños quisiera expulsar a Tobías de un espacio tradicionalmente compartido. De un momento a otro su primo se había convertido en un adolescente enorme cuyo cuerpo necesitaba desparramarse libremente. El primo no se daba cuenta de cuando sus piernas se enredaban con las de Tobías, no le importaba empujarlo con esas manazas hacia el borde del camón, ni frotar ese sexo desmesurado contra sus carnes tibias y firmes. Tobías, aunque fuerte era más bien pequeño y dejaba a su primo experimentar. Al fin y al cabo establecían un nexo que en el futuro podría ser muy importante, esas complicidades que no pueden revelarse a cualquiera.

      Esa mañana en que yo lo espero sentado frente al mar, Tobías se levantó lentamente, cruzó entre los camones donde dormían los otros primos y fue a saludar a su tía. Como mucha gente en Hawksbill ella estaba acostumbrada a madrugar, aunque a su edad no hacía más que repetir el ciclo de una rutina sin esperanza: demasiados hijos, demasiada pobreza, y un pueblo en el que la mejor suerte era marcharse.

      —Amaneció rápido para usted, Tobías –dijo la tía cuando el muchacho le dio un beso–. ¿Ha venido alguien?

      —No le tengo mucha fe al día –respondió vagamente.

      —¿Nadie se está quedando en lo del chino?

      Le respondió encogiéndose de hombros. Había estado pasando por la pensión Tsai sin que hubiera novedades hasta que apareció el muchachito ese, el que estaba quedándose donde Gregorio Malverde.

      —No –volvió a decir–. No le veo nada bueno.

      Cuando Tobías habló con el chino por última vez había caído uno de esos aguaceros de Hawksbill tan recios que aterrorizaban a los visitantes,