Uriel Quesada

Mar caníbal


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que bordear charcos enormes, llenos de un agua lodosa que apenas podía reflejar cielos de colores imposibles. Casi en las escaleras de la casa de los Malverde, el chiquillo se volteó a mirar a Tobías con sus ojos inquisidores.

      —Usted no es de acá –dijo finalmente Tobías. El muchachillo se limitó a sostenerle la mirada–. Yo me llamo Tobías, ¿y usted?

      —Gonzalo, pero me dicen Chalo, Chalito.

      —Me gusta Chalo... ¿Vino a pasar vacaciones?

      Negó con un gesto:

      —Aquí nadie parece estar de paseo... Bueno, yo tal vez...

      Sonriendo, Tobías se le acercó. Sintió que esos ojos café le recorrían el cuerpo apresando cuanto pudieran, aunque de rato en rato se desviaban hacia los ventanales de la casa de los Malverde.

      —¿Y entonces a qué han venido? No se puede hacer mucho aquí en Hawksbill.

      El chiquillo apretó la bolsa de dulces contra su pecho, como protegiéndose de sí mismo.

      —Vinimos a llevárnoslo todo.

      Capítulo II

      Sentado frente al mar, con los sentidos alerta ante cualquier eventualidad, ese niño que soy yo siente un estremecimiento que confunde con frío, aunque quizás sea culpa. Se ve el vello erizado en los brazos, se sopla las palmas de las manos, pero no hace intento de buscar mejor protección contra el viento: Tobías está a punto de llegar, y Chalo le había prometido que estaría sentado ahí mismo. No deseaba un malentendido, ni que el muchacho se fuera sin él. No después de conseguir el dinero, ni de escaparse a escondidas, ni de no saber resolver cómo regresar a la casa de los Malverde y dar explicaciones a los adultos. No pensés, no pensés, se dijo a sí mismo, de otro modo probablemente estaría revolcándose bajo las sábanas, desasosegado por la duda de lo que pudo haber pasado. No, no esta vez. Se había comprometido con Tobías y le iba a cumplir, le estaba cumpliendo, y sin admitirlo abiertamente aceptaba los riesgos, rehuía el acoso de las corazonadas, miraba el mar sin verlo porque algo estaba cambiando y necesitaba permanecer atento.

      Tobías le había pedido cierta suma para llevarlo a ver los últimos manatíes que supuestamente sobrevivían escondidos en ciertas playas en las cercanías de Hawksbill, igual que las tortugas que le daban nombre al pueblo. Sin embargo, según los libros que Chalito había leído antes de hacer el viaje, esos animales llevaban décadas desaparecidos. Existían aún a principios del siglo XX. Atraían cazadores de todas partes, desde Panamá hasta Honduras, incluso algunas islas del Caribe que a Chalo se le antojaban demasiado distantes. Decían algunos libros que esos hombres era especialmente crueles. Mataban a los manatíes a palos, y luego se iban bordeando la costa hasta donde se comerciaba su carne. Los indígenas de la zona, por el contrario, nunca se propusieron hacer negocio con esos animales que, en cierto sentido, les pertenecían, pues habitaban los territorios de sus ancestros. Les gustaba su carne y creían que sus huesos eran cura para algunos males. Sin embargo, poco a poco se fue volviendo más difícil hallar esas criaturas de cuerpo pesado, que parecían lamentarse como a sabiendas de su destino. Algo similar les sucedió a las tortugas.

      Hacia 1916, una comitiva del gobierno de Costa Rica pasó en barco por esos parajes. Había sido enviada por el presidente para identificar terrenos no reclamados por la compañía bananera y levantar un censo de unos habitantes del país que, hasta ese momento, prácticamente no existían para nadie que viviera en las ciudades principales. El grupo encontró una comunidad de pescadores cuyos ancianos aún recordaban los manatíes y las tortugas que parecían tener un pico de gavilán. Ninguno de los funcionarios, sin embargo, pudo dar testimonio de la existencia de tales criaturas. No obstante, aceptaron lo dicho por los habitantes y anotaron en sus registros “Hawksbill” como nombre temporal de la aldea y la reclamaron en nombre del Estado costarricense, diz que para incluirla en los mapas y pensarla como una de las nuevas fronteras agrícolas –quizás para el banano o el cacao– o simplemente como parte del trámite que se le había ocurrido al presidente.

      La posibilidad de ver un manatí o una de esas tortugas míticas bien valía los riesgos. Pero a la vez, Chalo presentía que nada era cierto. Cuando le pidió detalles, Tobías solamente pudo improvisar, agregándoles elementos fantásticos a esas criaturas que Chalo conocía perfectamente gracias a los libros y las revistas. Quizás un manatí fuera para Tobías simplemente un pez o un pájaro, no ese mamífero de forma y canto extraños que Chalito había visto en varias ilustraciones como una masa enorme de carne reposando sobre las piedras. Tal había sido su curiosidad que mandó una pregunta al programa Escuela para todos y esperó por semanas la respuesta. “Un estimado oyente de la ciudad de Cartago nos pregunta por el sonido que hacen los manatíes, un animal exótico que vive en las costas de ciertos países del Caribe. Escuchemos la respuesta”. Luego de una breve explicación se escuchó algo así como el chillido de un gato pequeño, antes de que aprendiera a maullar.

      ¿Y las tortugas? ¿Cuál era su maravilla? Chalito creía entender a las tortugas –tan reposadas, tan sabias–, así como intuía las distancias entre él y su nuevo amigo e intuía que el viaje de esa mañana sería otra cosa. Pero no podía resistir la curiosidad por ese innombrable, establecido apenas conoció a Tobías. Lo que fuera lo iba a recibir a cambio de dinero. Estaba por primera vez en su vida comprando una aventura.

      Le preocupaba, eso sí, no traer suficiente para complacer a Tobías. Había regateado como nunca, y aun así no había logrado convencerlo de que le era imposible conseguir más.

      —¿Y Gregorio Malverde no puede darle nada? Viejo tacaño, todos hablan de la plata enterrada en el cacaotal, por eso se está muriendo –Tobías se le había quedado mirando fijo con esos ojos claros, como si encerraran un gran peligro–. ¿O sigue gastándolo todo en putas? De vez en cuando pasan por aquí putas que han perdido el camino hacia los bananales. Vienen a ver al viejo, pues él no hace nada con la mujer esa, doña Gema. ¿Sabías? No, sos un carajillo, ¿ah? Aunque dicen que a Ventura sí le lleva ganas Gregorio Malverde…

      Chalito no le contestó, no había razón siquiera para enterarse de todo eso. Claro que ya entendía cosas, como lo de las putas. Lo había aprendido en la escuela, en esas conversaciones con otros chiquillos, quienes contaban anécdotas a veces solamente para presumir, coloreadas de experiencias que les servían para probar que habían dejado de ser niños. Sabía, por ejemplo, de la mítica Tencha, la vieja madama de un prostíbulo legendario localizado al norte de la ciudad, donde antes hubo terrenos baldíos. Nuevos barrios habían ido creciendo alrededor del prostíbulo donde generaciones de muchachos afirmaban haber debutado como hombres. Chalito sabía también de otras putas, las conocía porque ellas llegaban a comprar al mercado y él las había tenido ahí mismo, a su lado, escogiendo verduras y frutas como otra persona cualquiera, regateando precios y quejándose del frío, del costo de la vida y del gobierno. Su abuela, no Ada –ella jamás hablaría de esos asuntos– le había enseñado a identificarlas: mujeres muy pintorrequeadas, de blusa apretada y falditas a la altura del muslo, de mirada cochina y cierta forma de caminar. Mujeres fumadoras, recostadas a la puerta de hotelillos de mala muerte justo frente a la estación del ferrocarril. Mujeres como esperando a alguien en una esquina, abordando a los transeúntes con una confianza como si se conocieran de toda la vida. Mujeres malas, malísimas, a las que no había que acercarse. Mujeres que sin embargo hacían compras como las señoras decentes del barrio, y asistían también a la misa de tropa.

      Chalo también conocía a esas otras mujeres que ni su abuela se atrevía a mencionar. Algunas parecían estrellas de cine, así de altas y glamorosas, con los peinados muy bien hechos, firmes, el rostro muy empolvado, los vestidos de última moda pegaditos al cuerpo, piernas fuertes, gruesas, moldeadas por medias hasta arriba. Los chiquillos malos de la escuela le habían dicho que no eran mujeres realmente, pues allí donde debían tener la chochita les colgaba un rabo como a todos ellos. ¿Pero cómo las distinguían? La forma fácil era verlas entrar a ciertos establecimientos de los que se murmuraba eran antros de lo más oscuro y perdido. Chalo, por su parte, creía haber desarrollado una especial habilidad para identificarlas, pues en alguna parte de toda esa perfección que exhibían al mundo había un detalle diferente, tal vez unos hombros un poquito más anchos,