Uriel Quesada

Mar caníbal


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a mirarme, pudo finalmente ponerle nombre a ese misterio que venía a removerle cosas de cuando en cuando. Rencor, se dijo a sí mismo en voz muy baja, rencor.

      Capítulo III

      Yo soy ese niño que ve a su madre preparar las maletas. Muchos años después recordaría esa escena en todos sus detalles –algunos ciertos, otros inventados– pues en el acto de desempolvar valijas, ponerlas sobre una cama y llenarlas hay gestos mínimos que no se entienden de inmediato, pero que resumen todo un estado de cosas. Recordaría, por ejemplo, que hasta entonces la familia llevaba años sin salir de viaje, por lo que Chalito pensó, no sin un poquito de excitación, que había que comprar maletas nuevas. Ada, sin embargo, se subió a una silla de madera, y de la parte más alta y profunda del clóset sacó unas piezas de equipaje con herrajes dorados y óxido por todas partes. El chiquillo creyó que al abrirlas saldrían volando mariposas. En su lugar, un tufo a naftalina los golpeó a ambos hasta provocarles estornudos y tos.

      —Esto es lo que hay –dijo Ada adelantándose a cualquier protesta.

      Después se dedicó a limpiar las maletas con sumo cuidado, removiendo todo resto de óxido, probando los herrajes y hasta cosiendo la tela del interior, que estaba desgarrada. Al final había logrado dignificar aquellos objetos, aunque para Chalito no dejaban de ser unas valijas que daban vergüenza.

      Su padre había usado unos maletines deportivos muy grandes para llevarse sus cosas. ¿No sería bueno pedírselos ahora que estaba acomodado en otra casa? Chalo lo pensó, pero de inmediato supo que aquella pregunta no podía hacerse. Estaban, por supuesto, las razones lógicas: nadie sabía dónde se encontraba –quizás la abuela, pero ella sería una tumba–. Luego había otras, como mencionar el nombre de su padre delante de Ada, o sugerir siquiera comunicarse con él en las circunstancias presentes.

      Chalito solamente se quejó del peso de las valijas, enorme aun vacías, pero Ada no le hizo mucho caso.

      —Alguien nos va a ayudar –le dijo–. Uno siempre encuentra quién le ayude. Ahora déjeme sola porque necesito pensar.

      Ada intentaba decidir qué era conveniente llevar y eso la llenaba de dudas y angustia. Cuando recuerdo esas tardes que siguieron a la limpieza del equipaje lo hago desde la altura de un viajero experto, alguien a quien le ha tocado deambular con mucho o poco por todo tipo de lugares, y que ha tenido que resolver el aquí y ahora a veces con dinero, o con ingenio, o la mayoría de las veces solamente con malicia. Si viajar es un arte, las primeras habilidades por desarrollar son las decisiones sobre el equipaje. Para ello –diría a tantos años de esa visita a Hawksbill–, es necesario imaginar el sitio adonde uno va. Uno debe pensar en el clima, las posibles oportunidades para lucir un traje o unos zapatos, lo complicado que puede ser cargar una maleta más grande o más pequeña, aquello que estrictamente se necesita y aquello de lo que se puede prescindir. En ese momento, sin embargo, ni a Ada ni a Chalito se les ocurriría pensar en nada de eso. En realidad no estaban preparados. Sabían que Hawksbill reposaba junto al mar, pero para Ada esa circunstancia solamente significaba “traje de baño” y ella no estaba dispuesta a gastar dinero en ese tipo de prendas inútiles.

      —Yo quiero estar tranquila, no se me vaya usted a ahogar. Además, ¿de dónde voy a sacar la plata?

      Quizás unas sandalias… y un paraguas porque las primas habían dicho que en aquella época llovía todas las tardes. Un suéter no, aunque tal vez sí a pesar del consejo de Berta y Toña. Decían ellas que aunque los aguaceros fueran terribles no haría frío, aunque en Cartago era lo contrario: la lluvia no se podía pensar sin temperaturas bajas, agravadas aún más por la intensa humedad. ¿Y ropa formal? Iban a la casa de un tío finquero al que Ada no veía desde quién sabe cuándo. Toña había sugerido prendas cómodas, unos shorts y camisetas para el chiquillo y unas blusas frescas para la mamá. Ada escuchó la recomendación con respeto, como siempre lo hacía con las primas. Ellas tenían una sabiduría ganada a punta de experiencia de vida. Además gozaban de la autoridad de una madre, pues habían acogido a Ada cuando se vio obligada a dejar su casa a los once años. Chalito había escuchado esa historia innumerables veces. Aunque era bastante coherente y, en cierto sentido, completa, tenía tantas lagunas que aún hoy, cuando trato de poner en orden los sucesos que llevaron a ese viaje a Hawksbill y sus consecuencias, no puedo sino pensar en sombras. No eran las mismas de la abuela, quien atribuía el veloz empobrecimiento de su estirpe a las envidias de presuntos enemigos, quienes habían recurrido a artes mágicas para que nada saliera como debía. No, las sombras de Ada, mi madre, no tenían que ver con la fortuna, ni con la mala suerte. Eran más bien como las cruces de ceniza de cada inicio de cuaresma: una marca en la frente. Las cruces de yodo de la abuela nunca tuvieron el efecto mágico que ella deseaba. No se ocultaron a la vista de los demás cuando estuvieron sobre mi cuerpo, y una vez que tomé un baño se fueron para siempre. Las sombras de mi madre, por el contrario, se transformaron en una presencia constante. Yo las adivinaba en su figura un poco encorvada sobre la escoba o los cepillos con los que hacía relucir los pisos, en las canciones de despecho que le gustaban, en sus constantes reclamos a personas que no estaban ahí. Las sombras agotaban a mi madre todos los días. Entonces se encerraba con llave a dormir la siesta, que nadie la molestara, que el niño se fuera a jugar a su cuarto. Sin embargo, en esos largos periodos de quietud, Chalito podía ver mejor las sombras. Entraban por debajo de las puertas y subían por las paredes hasta tomar por completo el interior de la casa. Algunas no se iban nunca. Chalito las podía identificar aunque cambiaran de forma y en los veranos empalidecieran. Él tenía el dudoso poder de verlas, como el científico de aquella película de terror con Ray Milland, El hombre con los ojos de rayos X. El personaje de Milland, el Dr. James Xavier, había hecho un descubrimiento verdaderamente extraordinario: un colirio que aguzaba la vista al punto de permitir ver más allá. Como es usual en esas películas, el científico decidió probar el hallazgo en sí mismo. Quizás el propósito inicial fue mejorar la condición humana al crear una novedosa forma de diagnóstico médico –pues ya no serían necesarios los rayos X convencionales–. Pero pronto, sus buenos sentimientos se transformaron en ambición. Es ahí donde comienza su desgracia, pues su deseo de ver lo lleva al abuso del colirio hasta el punto en que lo único que podía percibir eran las estructuras de los edificios. El resto eran manchas monstruosas, deformes evidencias de lo que había en la realidad, de lo que no podemos o estamos autorizados a ver. La imposibilidad de regresar a la normalidad enloqueció al científico. Quizás con la idea de suicidarse ya rondándole la cabeza, el Dr. Xavier salió huyendo, pero finalmente llegó a un lugar donde se estaba congregando una secta religiosa. En ese punto, su capacidad de ver alcanzaba el universo mismo, donde podía percibir algo que tal vez fuera Dios. El pastor de la iglesia le reprochó por ver el pecado y el mal y en una ceremonia él y los otros miembros de la congregación iniciaron una oración que poco después se convirtió en demanda: “Si tus ojos ofenden al Señor… arráncatelos…”.

      Ese chiquillo que soy yo vivía fascinado y a la vez muerto de miedo por la película. A esa edad, cuando el interés por el sexo ya está presente, pero en proceso de descubrimiento –eso sin contar lo represiva que era la sociedad del momento–, ver los cuerpos de otros sin ser a su vez visto –como le pasó al Dr. Xavier en las primeras etapas de su experimento– resultaba una tentación delirantemente atractiva. Sin embargo, la historia del Dr. Xavier tenía un lado oscuro que Chalito intuía sin comprender realmente. Ya cuando tuviera la madurez y las palabras para nombrar el recuerdo de aquellas épocas podría decir que el Dr. Xavier era un voyeur que recibió su castigo de parte de Dios mismo. Para aplacar la Ira Divina no le quedó más remedio que mutilarse, y hacerlo frente a una congregación de fanáticos, quienes encarnaban la voz del Iracundo. Aquí la película presenta un primer problema moral: tentar a Dios trae sus consecuencias. Sin embargo, si miráramos con mayor detenimiento encontraríamos que ese Dios es profundamente vengativo y represor, y que su presencia en la tierra la encarnan el fanatismo y la intolerancia. Otra lectura apuntaría a la imposibilidad de ver a Dios, pues el proceso de ver más del Dr. Xavier lo lleva a algo extraordinario, superior al mundo físico, algo que no se encuentra ni siquiera en este planeta, sino en un más allá tanto real como figurativo, donde Dios se revela pero se siente amenazado pues ya no puede controlar a sus súbditos. También podría decirse que la película es un llamado a la cautela