José Ricardo Chaves

Paisaje con tumbas pintadas en rosa


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en las voces disidentes el que me llevó a interesarme en Paisaje con tumbas pintadas en rosa. Estoy seguro de que la novela, en su nueva edición, sabrá encontrar también un nuevo público que podrá reconocer la urgencia de sus planteamientos al reflexionar sobre un momento decisivo de nuestra historia reciente y así seguir enfrentando una crisis que aún no ha desaparecido, aunque parezca haber pasado de moda.

      Sergio Coto-Rivel

       octubre de 2016

       Nantes, Francia

      Óscar miraba la lluvia desde la ventana de su habitación. En el país de la eterna lluvia, del diluvio de nueve meses, sentado frente el escritorio, junto a la ventana, él observaba cómo, más allá, tras los cristales, el agua caía y se deslizaba suavemente sobre techos y asfalto, sobre los árboles del parque zoológico tan venido a menos y con el que casi colindaba. Los rugidos de los leones copulando habían sido la gota que derramó el vaso. No estaba muy concentrado en lo que hacía –estudiar– y menos ahora con sus gatunos vecinos en celo.

      Eran las tres de la tarde de un viernes en San José. Al día siguiente Óscar tendría su primer examen semestral de estadística, y aunque la materia no le resultaba difícil, sí lo aburría un poco. Había que esforzarse, había que estudiar: seguir razonamientos matemáticos, entender conceptos abstrusos, aprender fórmulas de memoria, realizar cálculos minuciosos. En medio del estudio, de repente, casi sin darse cuenta, su vista, una y otra vez, se deslizaban del libro de texto y de las hojas de ejercicios y de la calculadora hacia el exterior, hacía la lluvia, los árboles y la calle solitaria. Sí. No tenía el menor deseo de estudiar. No podía concentrarse. La premura por revisar toda la materia del examen no era suficiente para abatir la dispersión que en esos momentos reinaba en su mente. Mientras tanto, el león continuaba su faena sexual en el zoológico colindante.

      Se levantó de la silla y se fue a la cocina a prepararse un café. La bebida caliente quizás le daría más ánimos para continuar con su labor de estudiante universitario. Una taza de café negro con una cucharadita de azúcar. Se tomó la mitad en la cocina y la otra mitad se la llevó a su dormitorio, donde estudiaba. El apartamento que compartía con su primo Miguel estaba en completo silencio. Solo sus propios pasos resonaban en el piso de madera de esa vieja casa señorial que, con el tiempo y la ruina, había sido divida en tres apartamentos. Afuera, la lluvia seguía. Ya no se oía al león.

      Una semana atrás el primo había partido a México con la idea de visitar a unos amigos en Guadalajara. Le habían hablado maravillas de esa ciudad, del Hospicio Cabañas, del lago de Chapala, pero sobre todo de sus hombres jorgenegretescos, altos, fornidos, apuestos, galantes y claro muy machos… En otros viajes a la tierra del sol sangrante Miguel había visitado el D.F., Acapulco, Taxco, Cancún, pero ahora no, ahora el primo pasaba unos días en la ciudad de los tapatíos, en casa de unos viejos amigos. ¡Qué suerte que Miguel no está en casa, con lo escandaloso que es! Con él aquí, no podría estar estudiando en un ambiente tan silencioso.

      Óscar acabó el café pero no avanzó ni una sola página. Definitivamente ese no era su día para estudiar. En esos momentos la lluvia lo atraía casi magnéticamente, ejercía sobre él un hechizo melancólico que no le permitía hacer otra cosa. Quiso ser consecuente con el momento. Se puso un suéter, tomó un paraguas y salió a la calle.

      El viento frío pareció reanimarlo. La lluvia, aunque leve, no cesaba. Evitó las calles más transitadas del barrio Amón, con sus autobuses, sus motocicletas y sus carros escupiendo humo negro, gris, azul, que se mezcla con el aire y la lluvia y los jardines tiznados, las casas de madera ennegrecidas, ventanales Art Déco y victorianos venidos a menos, vitrales cubriéndose de polvo y humo y carbón…

      Todavía no cerraban el parque Bolívar. Óscar entró. Hacía años –desde niño– que no visitaba el zoológico, a pesar de que vivía casi al lado. Caminó por los senderos húmedos y musgosos, a veces malolientes, entre la vegetación exuberante. Por lo visto, no había cambiado mucho. Se acercó al foso de los monos y puso atención a uno que jugaba tranquilamente con su cola, sin importarle para nada la lluvia. Vio también el foso de los reptiles, las enormes jaulas para aves, el acuario umbroso, renacuajos, el león con una cara de aburrimiento parecida a la suya cuando tenía que memorizar las fórmulas de estadísticas.

      «¡Qué jaula tan triste! Yo en tu lugar no duraría mucho. Estar encerrado todo el tiempo en esa jaula tan pequeña, dando vueltas y vueltas, cogiendo con la leona como única diversión, si es que los leones se divierten cuando cogen, mal alimentado… En fin, me alegro de no estar ahí. Me gusta oírte rugir desde mi cuarto. Durante los primeros días de vivir con Miguel no sabía de dónde provenía ese sonido tan peculiar, evidentemente animal, creciente, excitantemente creciente. Alguien o algo cogía, sí, el aire transmitía sus gemidos, pero dónde, quién. El león me dijo Miguel, el león y la leona del Bolívar. No lo podía creer, cómo era posible que te oyera desde mi habitación, pero sí, el ruido llegaba y era ruido de cogida, sin ninguna duda. Ay, león, si supieras cuánto me excita oírte cuando estoy solo en mi habitación, en mi cama, en mi noche oscura. Porque sos un calenturiento que coge a cualquier hora y no te preocupa que tus ruidos sean oídos en la noche a las diez, a la doce, a la una, a la hora que sea. Claro, en el día el ruido de los carros, de la radio, de la televisión, de los niños, los ruidos de siempre, no dejan percibirte, pero en la noche muy noche es distinto y entonces te oigo coger y más de una vez me he masturbado siguiendo tu ritmo ascendente, más, más, a veces te gano y me vengo primero, a veces me ganás, desciende el rugido, te callás, satisfecho, y pienso que de nuevo estás aburrido, pobre león, de nuevo aburrido y triste en tu jaula».

      Óscar siguió con su paseo, salió del zoológico, subió la cuesta de Amón y llegó al Templo de la Música. Para entonces ya la gente salía de sus trabajos y Óscar, en el centro de ese pabellón abierto, entre parques y calles arboladas, miraba a la multitud correr, manejar, abordar autobuses, usar teléfonos públicos, discutir sobre las dos pasiones del país (fútbol y política), insultar, meterse en los bares. Desde ahí, desde el kiosco, Óscar veía el parque Japonés; allá, la estatua de Simón Bolívar; allí, la del expresidente Julio Acosta; los árboles altos y otros más pequeños, la vieja Avenida de las Damas…

      Kiosco, mandala, ombligo josefino: «Los parajes de mi infancia. Han cambiado casi sin darme cuenta. Antes me parecían más grandes, más bonitos, el parque Japonés estaba más limpio, con cisnes y patos que nadaban orgullosos. Hoy hay tanta suciedad y tan pocos patos. Los vándalos mataron los cisnes a pedradas».

      Óscar salió del kiosco y cruzó el puente curvo del parque Japonés. Contempló el estanque por un rato, el reflejo de una planta de reinas de la noche, con sus campánulas colgantes. De niño había estudiado muy cerca de ahí, en la escuela Buenaventura Corrales y, ahora, al ver ese edificio metálico y verde –arquitectura belga ensamblada en el trópico–, recordó cuánto le gustaba, durante el recreo grande, correr hacia ese parque de tosca japonería, con agua, patos y árboles, no al otro, al arenoso, aunque tuviera hamacas, columpios, barras, tobogán y otros juegos infantiles. Óscar prefería sentarse en una piedra a la orilla del lago, bajo los árboles, ver a un perezoso cambiar de rama allá arriba mientras él comía mandarinas y manzanas de agua aquí abajo, intercambiar postales y estampillas con sus compañeros, observar cómo los álbumes de estampas se iban completando.

      Quiso entrar al edificio escolar pero estaba cerrado. Infancia clausurada.

      Siguió caminando y se introdujo en el parque España, en una de cuyas esquinas se erguía la estatua del Conquistador, Juan Vázquez de Coronado. La miró apenas unos instantes. Luego se sentó en uno de los poyos, húmedos aún, cerca de unas bugambilias moradas todavía goteantes, y vio pasar gente. De pronto, una voz lo sacó de su ensimismamiento:

      —Hola, Óscar, ¿qué hacés aquí tan solito?

      —Hola, Ernesto. Nada, nada en especial. Tomando ánimos para ir a estudiar. Mañana tengo examen.

      —Pobre. Entonces ni te invito a la fiesta de esta noche en casa de la Schneider, en Sabanilla. Dicen que va a estar de película, como todas sus pachangas. ¿Pero es que Miguel no te avisó?

      —Miguel