José Ricardo Chaves

Paisaje con tumbas pintadas en rosa


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¿qué te parece el próximo miércoles? ¿Podría estar aquí como a las nueve de la noche?

      —Sí, sí, claro. A las nueve. Estaré esperándote. De todos modos nos vemos el martes en clase.

      —Bien.

      Óscar se acercó y besó de nuevo a Mario. Sus brazos rodearon el cuello. Sus brazos apretaron la cintura.

      —Hasta el martes pues. Todo ha estado muy bien –dijo Mario, y sonrió.

      —Hasta entonces.

      Óscar espero en la puerta a que Mario subiera a su carro y partiera en medio de aquella madrugada josefina llena de estrellas. Cerró la puerta. Se sentía eufórico, eléctrico, perdidamente enamorado. Tomó un trago más para calmarse. La música de Vivaldi había acabado y él aún seguía excitado, sonriente al recordar a Mario. Se acostó en el sofá en donde unos minutos antes Mario había estado acostado. Cerró sus ojos y lo imaginó de nuevo ahí, tibio, cariñoso, bromista, risueño. Acarició los almohadones que habían rozado el cuerpo de Mario, el cojín púrpura aún empapado del aroma viril de su cabellera. Los olió, los estrechó junto a su pecho, los besó. Se sentía feliz y enamorado, enamoradamente feliz, poseído por furores, al tiempo que heroicos, leoninos.

      Mario llegó a su apartamento en Curridabat dispuesto a zambullirse en la cama y dormir dormir dormir hasta que la vigilia lo alcanzara, pero al entrar encontró en la sala las valijas de David, quien lo aguardaba en la recámara.

      —¡Vaya, vaya! ¡Qué sorpresa! –dijo Mario. –Pensé que llegarías hasta mañana.

      —Ya ves, fallaste de nuevo. Llegué hace dos horas. Tomé una ducha, comí un sándwich, leí un rato y ya me disponía a dormir.

      —Pues yo estoy prácticamente dormido. Como zombi.

      —¿Estuvo buena la fiesta?

      —¿Cuál fiesta?

      —Pues de la que venís.

      —No vengo de ninguna fiesta.

      —Al menos lo parecés. Como que tu ropa está algo arrugada, vos despeinado, sudoroso…

      —¡Qué diagnóstico!, válgame Dios. ¿Algo más?

      —Sí, un beso –dijo David con una sonrisa que invitaba a la conciliación.

      Se abrazaron. Se besaron.

      —Te traje una camisa que creo que te va a gustar.

      —Seguramente, conocés muy bien mis gustos.

      —A veces no tanto como quisiera.

      —Por cierto, me encontré con Luigi y con su amante. Me tomé un trago con ellos en el Key Largo. Me preguntaron por vos. Te mandan saludos.

      —Qué bien. Luigi es un tipo simpático.

      —Cuando le da la gana, porque a veces resulta insoportable, sobre todo cuando saca a relucir sus antepasados italianos, supuestos nobles venidos a menos.

      —Sí, a veces apesta por reaccionario. Un monárquico trasnochado. Aunque, por lo que veo no solo él trasnocha…

      —¿Qué tal estuvo el congreso?

      —Regular. De teoría económica, más bien flojo. Fue sobre todo una reunión burocrática.

      —Hubieras aprovechado dándote una escapadita a Francia o a Grecia, como en nuestra honey moon –dijo burlonamente Mario.

      —¡Cómo ha corrido agua bajo el puente desde entonces! Ya hace casi seis años…

      —Nuestro año y medio que vivimos en París… ¡Qué beca tan miserable la que yo tenía! Con solo acordarme de lo raquítica que era me da una rabia…

      —No exagerés, no es para tanto. Además, no podés quejarte. Hasta conseguiste un apartamento amplio y barato, todo un lujo en París para estudiantes como nosotros.

      —Bueno… sí… el tuyo. De cualquier forma, ahora hubieras aprovechado y te quedás más rato en Europa.

      —No puedo. Tengo mucho trabajo. Esa jefatura de departamento me va a sacar canas verdes. Cada problemón que de pronto se arma y uno no sabe ni cómo.

      —Para eso estás vos, para resolver los problemas.

      —Pues sí, pero…

      —¡Aaahhhh!

      —¡Qué bostezo, chiquito! Casi me tragás.

      —Perdoname, pero es que tengo mucho sueño. Mañana hablamos más.

      —Está bien, yo también estoy cansado. Buenas noches.

      —Buenas noches, mi amor.

      Beso. Las luces de las mesitas de noche se apagan.

      A pesar de haberse dormido tarde, Óscar se despertó temprano. Se bañó con agua fría, desayunó unos huevos revueltos, pan tostado y café negro bien cargado. Dejó los platos en el lavadero y se dispuso a estudiar. La sensación gozosa de unas horas antes con Mario aún no lo abandonaba, solo que después del sueño se había tornado más tranquila, más serena, pero no por esto menos intensa. Mario fue el pensamiento siempre presente de Óscar, mientras se rasuró, mientras se enjabonó, mientras pasó la toalla por su cuerpo húmedo, mientras revolvió los huevos, mientras sorbió su café caliente.

      Con dificultad logró apartar el rostro de Mario de su cerebro y abocarse a la estadística. Si en la tarde de ayer la melancolía había sido el impedimento para estudiar, hoy lo era su furor de enamorado, tan ferino, tan leonino.

      A las dos de la tarde se presentó en el salón de clases. Aún no llegaba el profesor, por lo que aprovechó para platicar con los compañeros. Muchos estaban nerviosos por la inminencia del examen, pero Óscar no, esa prueba no era tan poderosa como para afectar su entusiasmo amoroso. En esos momentos lo que más quería era correr al teléfono público y hablar con Mario, decirle que lo quería, que le encantaría verlo esa misma jornada, a cualquier hora, pero no, no era posible, si seguía así lo iba a ahogar con tanto delirio; sería, eso sí, el próximo miércoles, tanananaaannnn…, ¡la gran noche!, ¡qué delicia!, y buenas tardes profesor.

      El examen empezó. El profesor separó a los estudiantes que estaban demasiado cerca entre sí. La hoja poligrafiada tenía cinco puntos para resolver. No sabía por dónde empezar. Todo le parecía difícil, jeroglífico, como si su cabeza estuviese vacía, sí, Champollion amnésico, sí, como si los arrebatos del corazón hubieran secado su cerebro. Calma, Óscar, calma. No es posible que no me acuerde de nada, que me venga este blanco en la memoria. Calma. Tranquilo. ¡Ah!, hola Marcelo.

      Para variar Marcelo llegaba tarde al examen. Era el alumno más guapo de la clase y estaba perfectamente consciente de ello. Sabía usar su belleza para contactar o repeler a las personas, según sus intereses. Uruguayo, tenía varios años de residir en el país; sin embargo, su acento seguía inmutable. ¡Suerte que en el nuevo lugar también hablan en vos! Tenía fama de deportista. Esa tarde llegó a la universidad en su bicicleta, vestido con shorts, camiseta y zapatos tenis. Se sentó cerca de Óscar, en diagonal, de forma tal que, con solo desviar levemente la mirada, Óscar tenía por paisaje las atléticas y velludas piernas de Marcelo, musculosas, bien torneadas. Entre el recuerdo de Mario ahora en segundo plano y esas piernas maravillosas, Óscar hizo el examen, describió jeroglíficos con retazos de fórmulas, matemáticas piedras de Roseta, ecuaciones a medio resolver, vellos marcelinos en los labios, conceptos y secuencias que se confundían, ¿al cuadrado o al cubo?, y esa gana de extender el brazo y agarrar la pierna de Marcelo y sentirla y lamerla y morderla; al mismos tiempo esos deseos de acabar el examen ya y correr al teléfono y te quiero, Mario, te quiero (quiero también la pierna de Marcelo), pero no, hasta el miércoles, sí, el miércoles… y ese día ay Marito, lo que te va a pasar, todo lo que te voy a hacer, todo lo que ya te estoy haciendo en mi imaginación…

      Pasada una hora Óscar entregó el examen: incompleto,