José Ricardo Chaves

Paisaje con tumbas pintadas en rosa


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vez…

      —A otro con ese cuento. No te creo.

      —Y hacés bien. Bueno, tengo que irme. Ya se te enfrió el desayuno.

      —Ni tanto. Para mí está bien.

      —Nos vemos más tarde, como a las cinco.

      —Chao. Besito… ¡Ah!, saludos a los suegros.

      —Sí, ¡cómo no! Como te quieren tanto…

      —Este café está riquísimo. Nada mejor que este café con aroma de hombre.

      El miércoles Óscar se levantó muy temprano. Hizo un poco de gimnasia, se bañó, desayunó huevos con jamón, tortillas y café con leche. No tenía que ir a la universidad en todo el día. Se marchó entonces a la floristería de Miguel, en donde trabajaba por horas, situada cerca del edificio de LACSA. Conversó con las empleadas sobre cómo estuvo el negocio durante esos tres días últimos en los que él había faltado, también sobre el retorno de Miguel el siguiente domingo, sobre los pedidos extra de flores que ya había que ir previendo para el Día de las Madres el próximo 15 de agosto, mejor quedar de apresurados con los proveedores y no verse lentos.

      La floristería era un negocio próspero en el que Miguel llevaba más de doce años. Le permitía vivir, si no lujosamente, sí con un buen ingreso. Podía pagar sin apuros los gastos del apartamento, de ropa, de comida, de diversiones y, con un poco de ahorro, hasta para viajes a México, a Los Ángeles o a la isla de San Andrés. Podía incluso darse el lujo de proteger a Óscar, darle casa, educación, en fin, ayudar a ese primo menor que, como él, también sentía gusto por los hombres. Esta consideración, más que cualquier otra, despertaba en Miguel una cierta solidaridad, ganas de ayudarlo, de que su primo no las pasara tan negras como él tuvo que pasarlas cuando, muchos años atrás, se fuera de su casa o, más bien, de la casa de sus padres. Además, debía reconocerlo, Óscar le gustaba.

      Todavía a veces Miguel recuerda aquella noche en que, después de ver desnudo a su primo, por accidente, a la hora de dormir, se le despertaron unas ganas enormes de hacer el amor con él. La cosa no pasó más allá de una solitaria masturbación en su recámara. Después de esa noche Miguel prefirió apartar a su primo de sus fantasías sexuales y dejarlo solo como objeto de cierto sentimiento paternal que quería cultivar.

      Óscar pasó todo el día en el negocio, atendiendo a los clientes mientras Noemi, una de las empleadas, se ocupaba de una de las canastas en uno de los cuartos del fondo. Miguel mismo, cuando estaba, también se ponía a formar las canastas, a seleccionar las flores, a estructurar las armazones, a combinar colores, tipos, texturas. Miguel gustaba de nombrarse como escultor ante sus amistades, uno que en vez de trabajar con mármol o arcilla lo hace con flores. A su juicio, una buena canasta de flores era el equivalente de una escultura efímera.

      Pero en esos momentos Miguel seguía en México y Óscar se había comprometido a cuidar el negocio. Quedó autorizado para utilizar el dinero de la caja fuerte, por si fuera necesario. Hasta ese miércoles no había habido necesidad de ello. A las cuatro de la tarde Óscar se marchó de la floristería. Noemi y Mayela se quedarían hasta las seis. Él pasó al supermercado de siempre, el antiguo Barazul, y compró una botella de buen vino alemán, queso, salami y aceitunas. Estaba nervioso por la cita nocturna. ¿Qué pasaría? Ayer martes había faltado a la clase de Mario. La verdad era que no quería verlo sino para abrazarlo, para besarlo, y esto, desde luego, era algo que no se podía hacer en la universidad. Mejor esperar en su apartamento. Pero, ¿llegaría Mario?

      Faltando cinco para las nueve Óscar escuchó un auto al frente de la casa. Se asomó por una ventana y, sí, era Mario. Esperó unos instantes. Tensiones, grandes emociones. El timbre sonó. Óscar fue a abrir. Mario, con una botella de vino blanco, sonreía. Entró. Óscar agradeció el vino y lo puso a enfriar. Se acercó a Mario. Se besaron. Se acariciaron. En esos momentos cualquier duda de Óscar desaparecía, todo temor se esfumaba. Mario había llegado, no faltó a su cita, y de nuevo sentía su cuerpo tibio, de nuevo acariciaba su cabellera, su cuello, sus brazos, su espalda.

      Detuvieron sus arrumacos. Óscar puso música, el «Petruschka» de Stravinski, y sirvió el vino alemán. Dos lámparas estratégicamente colocadas brindaban su luz suave. Conversaron sobre el examen del sábado pasado, sobre los cursos que Mario impartía, sobre la ausencia de Óscar en la última clase, sobre la floristería de Miguel.

      —Ya te presentaré a mi primo.

      —Claro. Me gustaría conocerlo. Pero vení acá, junto a mí. ¿Por qué tan apartado?

      —Es que no sé a qué distancia debo mantenerme de vos.

      —Por ahora, lo más cerca posible. Vení, Óscar, acercate.

      Se besaron de nuevo. Después se quedaron en silencio, tan solo sintiéndose, recorriéndose con sus manos.

      —Vamos a tu cama –dijo Mario.

      Se levantaron del sofá. Óscar llenó de nuevo las copas de vino. Se dirigieron a la habitación.

      —Me gusta tu recámara. Tiene una decoración muy particular, algo que no tiene el resto de la casa, bueno, lo que conozco de ella.

      —Es que realmente solo este cuarto es mío. De lo demás se ocupa Miguel… Es su casa.

      Óscar prendió una luz tenue. Mario estaba cerca de la puerta. Se acercaron lentamente, se abrazaron, se besaron. Mario comenzó a desvestir a Óscar, despacio, besando y acariciando cada parte que iba quedando al desnudo. Un placer intenso y minucioso se iba apoderando de ellos. Óscar le quitó la camisa a Mario, recorrió con sus manos y su lengua el pecho ligeramente velludo, las tetillas rosadas; luego lo despojó de los pantalones, de los calcetines. Besó las plantas de sus pies, el talón, la pantorrilla, los muslos largos y fuertes.

      —Alcanzame mi copa –interrumpió Mario.

      A duras penas Óscar se separó de ese cuerpo con el que quería confundirse. Él también tomó un trago de vino. Tras la pausa siguió una nueva ronda de caricias y de besos, de frotamientos, de rozamientos, de penetraciones y succiones, un estremecimiento delicioso de todos los elementos del cuerpo, un hormigueo encantador en toda la piel, de pies a cabeza, una agitación hasta la médula de los huesos, un estallido mutuo de placer y desvanecimiento, tras el cual los cuerpos sudorosos quedaron tendidos en la cama, con la respiración aún agitada, con la sonrisa mansa que sigue al placer satisfecho. Abrazados, sonrientes, así permanecieron durante varios minutos más.

      Mario se incorporó un poco y tomó vino. De su propia copa dio de beber a Óscar quien, desde un silencio plácido, observaba cada gesto, cada movimiento que Mario hacía, en amorosa contemplación. Para Óscar no había tiempo o tal vez tan solo fluía de manera extravagante, minutos eternos aislados de todo y de todos, solo sus cuerpos desnudos y cercanos en esa habitación a media luz los dos. Quedóse y olvidóse, el rostro reclinó sobre el amado; cesó todo y dejóse, dejando su cuidado entre las azucenas olvidado.

      Al rato…

      —Oílo, ¿lo oís? –dijo Óscar, rompiendo un silencio ¿de siglos? ¿de signos?

      —Sí, es cierto. Oigo al león, ruge, ¿o será la leona? Podría ser, ¿por qué no?

      —Quizá. Aunque yo creo que es el león. Esos sonidos suenan a macho.

      Los dos sonrieron. Mario se dirigió al baño y se lavó. Cuando salió, Óscar seguía tendido en la cama.

      —Me encanta tu cuerpo, Mario, no me canso de mirarte.

      —Vos también me gustás. Fue muy rico hacer el amor con vos.

      —Lo mismo digo. Lo haremos muchas, muchas veces, ¿verdad, Mario?

      —No sé cuántas pero supongo que sí, muchas veces.

      —¿Por qué te vestís? ¿No vas a pasar la noche conmigo?

      —No, no es posible. Mañana tendré que resolver varios asuntos desde temprano.

      —¡Qué lástima!