José Ricardo Chaves

Paisaje con tumbas pintadas en rosa


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al espacio abierto, a la tarde lluviosa. Agua reanimante sobre el rostro, agua en el cuerpo que lo ensopaba progresivamente. Sopa de lluvia y deseo, caldo de amor. Consomé de Salomé caliente. El teléfono público más cercano estaba descompuesto, por lo que tuvo que buscar otro en medio de una lluvia que, como la marea baja, abandonaba la tarde. Otro teléfono, otro, aquel, el del parque con el busto de John F.Kennedy, frente a la iglesia de San Pedro. Busto chorreante de lluvia y pintura roja. Aguaceros subversivos. Óscar se metió en la caseta telefónica. De su bolsillo sacó el papel en que había anotado el teléfono de Mario. Marcó el número.

      —Aló.

      —¿Mario?

      —No, un momento. ¿De parte de quién?

      —De… Óscar.

      Tras una pausa:

      —Bueno…

      —Hola, Mario, soy yo Óscar.

      —Hola.

      —Pues… llamaba para saludarte… para oírte, para decirte que ya hice el examen.

      —¿Ah, sí? ¿Y cómo te fue?

      —Creo que bien –contestó Óscar, consciente de que mentía.

      —Me alegro.

      Tras un silencio que amenazaba con extenderse demasiado, Óscar agregó:

      —Bueno… pues… eso era todo, ¿ya ves?, nada importante, ganas de hablarte y oírte.

      Mario no respondió.

      —Bien… era todo. Algo tonto, quizás. Nos vemos el miércoles ¿verdad?

      —Sí, por supuesto. Como acordamos.

      —Bien. Hasta luego entonces.

      —Nos vemos.

      Óscar colgó el teléfono y un sentimiento de zozobra lo embargó. No sabía qué ni cómo, pero algo no iba bien. ¿No estaría exagerando las cosas y apresurándome en juzgar? Pero, ¿y la frialdad de Mario?, ¿su distancia esquimal ahora que hablé? ¿Quién contestó el teléfono? Pero, si la cosa no va en serio, ¿por qué me llamó anoche?, podía no haberlo hecho y limitarse a ser el profesor, allá distante, pero no, llamó, mucho tiempo después de lo esperado, pero lo hizo. ¿Qué pasa entonces? No, Óscar ¡para qué pensar tanto! Ponele freno a la pensadera. Hay que esperar al miércoles, esa noche será especial, qué bueno que Miguel aún estará en México, estaremos Mario y yo solitos en la casa, qué vino comprar, carnes frías, queso, ¿cuál?, no está Miguel para que me asesore, ya averiguaré, ay, Mario, Mario, Marito…

      Dos golpes fuertes en la puerta lo sacaron de su ensoñación. Tres personas esperaban para hablar por teléfono. Óscar salió de la caseta sin mirar los rostros que farfullaban. Ya no llovía. De nuevo brillaba el sol, espejeando los árboles, las calles, la casas. No quiso tomar el autobús. Se fue caminando desde San Pedro hasta barrio Amón: la avenida al centro de San José, los árboles en el sector de Los Yoses, bajar por la calle del Centro Cultural Costarricense-Norteamericano hacia Escalante, cruzar el barrio arbolado, observar sus casas sosegadas, llegar a la iglesia de Santa Teresita justo en el momento en que unos novios salen del templo con un séquito emperifollado, vuela el arroz, los invitados y los novios se enroscan en abrazos, algunos maquillajes se corren por las lágrimas, y Óscar sigue hacia Aranjuez y luego barrio Otoya, cruzando la línea del tren al Atlántico, barrio tan chico que algunos descuidados lo confunden con Amón, y a Amón llega Óscar por fin. Amón enfermo de humo, comercio y vehículos. Amón desarbolándose. Óscar tiene sueño. Está cansado, como Amón. Ya en su tibio dormitorio, prende el televisor y a los cinco minutos duerme profundamente mientras en la pantalla la mujer biónica salta de un edificio de seis pisos en busca de unos terroristas. La última imagen de su cerebro ese día es la cabellera rubia de Lindsay Wagner desplegándose en el aire en cámara lenta.

      El domingo, cuando Mario se despertó, ya David estaba levantado y bañado. En la cocina, preparaba un desayuno espléndido mientras tarareaba un aria de Carmen. Una vez terminado, lo llevó en una bandeja a la cama, justo en el momento en que Mario bostezaba. Su abundante cabellera despeinada le daba un aspecto leonino: un felino todavía con sueño.

      —Buenos días, bello durmiente –dijo David.

      —¡Ah!... qué rico se ve todo.

      —Y sabe mejor de lo que se ve.

      David acomodó la bandeja del desayuno.

      —¿Y vos, no desayunás?

      —No puedo, no tengo tiempo. Es tardísimo.

      —Pero si es domingo…

      —Sí, pero hoy bautizan a mi sobrina y tengo que ir a la ceremonia.

      —Pensé que pasaríamos el día juntos…

      —Me encantaría pero, ya ves, un compromiso familiar inevitable. Una razón de más para no haberme quedado más tiempo en Europa.

      —Inevitable solo la muerte.

      —Ay, Mario, no te pongas tenebroso. Es domingo, hace un sol espléndido y afuera cantan los pajaritos.

      —¡Qué gracioso! En cambio vos: la familia, siempre tu familia. Tan viejo y siempre pegado a ella.

      —Sí, ¿y qué? Me gusta, me siento bien.

      —Lo que pasa es que te gusta hacer el papelito de tío soltero y brillante.

      —No es papelito: soy soltero y soy brillante. Modestia aparte, claro está –y sonrió.

      —No lo pongo en duda.

      —Pasa también que vos quisieras que siguiéramos como en París y aquí, en San José, la onda es otra, si es que todavía no terminás de darte cuenta. Aquí no podemos llevar la misma vida que allá, tenemos otras condiciones, otros compromisos, apariencias que guardar. Hay que ser realistas. Esto tan simple es lo que no acabás de comprender. Ya van varios años que volvimos y vos, terco, empecinado en seguir como si estuviéramos allá, pero no, chavalo, aquí lo nuestro tiene que ser diferente.

      —Bueno, ya, ya, no tengo ganas de discutir el asunto otra vez. Entonces no te quejes si salgo con otros amigos. Nuestra relación no es exclusiva.

      —Nunca te he pedido lo contrario. Vos no podrías ser fiel por mucho tiempo… con lo calenturiento que sos.

      —Eso lo decís porque ya sos casi como un santo, ya casi ni cogés...

      —Ritmos distintos, amorcito, tan solo ritmos sexuales diferentes… Por cierto, ayer me quedé pensando… ¿quién es Óscar?

      —… Un alumno.

      —Yo diría que algo más que un alumno…

      —Bueno, anteanoche tomamos unos tragos.

      —¡Ah!, entonces es el de la fiesta.

      —Y otra vez dale con la fiesta. ¡Necio que sos!

      —¿Y qué tal en la cama?

      —No me he acostado con él.

      —Todavía… Te conozco, mosco…

      —No, de veras. No sé.

      —¿Qué es lo que no sabés?

      —No sé si acostarme con Óscar.

      —¡Y eso!, ¿de cuándo a acá te vienen esas dudas?

      —No sé, Óscar es un chavalo distinto, sensible. Me da un poco de miedo que se ilusione conmigo. Lo conocí en Managua el año pasado, en el aniversario sandinista, cuando vos no pudiste ir, que no te convenía por tu puesto en el gobierno. Me pareció divertido tener un romance semiplatónico, candoroso, mientras estaba allá. Después la verdad es que me olvidé de él. Y este semestre me lo voy encontrando como alumno en el curso de historia contemporánea.

      —Entonces sí es estudiante.

      —Sí,