ellas se encuentra en Cobh Heritage Center (Queenstown), su puerto de partida. La otra, como no podía ser de otra forma, está en Ellis Island, su puerto de llegada.
Su imagen representa a los millones de personas que pasaron por Ellis Island en busca de un futuro mejor. Desde su apertura en enero de 1892 hasta su clausura el 12 de noviembre de 1954, el complejo de inmigración vio pasar a unos doce millones de inmigrantes (a una media de tres mil a cinco mil por día), en su mayor parte procedentes de Europa. Allí vivieron sus mejores y peores momentos. La de Annie Moore, supuso una experiencia con final feliz. Pero antes de ella, y después también, miles de mujeres llegaron a las costas de Nueva York soñando con una nueva vida. Conozcamos sus historias.
PIONERAS Y VISIONARIAS
Jamás pienso en el peligro. Eso no es para mí, aunque reconozco que es algo omnipresente.
Dorothy Levitt
MARGARET CORBIN
(1751-1800)
Defendiendo Nueva York con un cañón
A muchos nos suena el famoso estadio de los Yankees, que tanto se ha mencionado en películas y series televisivas y que tantísima pasión despierta entre los neoyorquinos. Pues bien, esta mítica instalación se halla al norte de Manhattan, muy cerca de Washington Heights, el barrio que recibe su nombre del histórico Fort Washington. Precisamente en este lugar es donde Margaret Corbin se convirtió en una figura legendaria hace algo menos de dos siglos y medio. Fue una de tantas valientes que pusieron de su parte durante la guerra de la Independencia en la lucha contra los británicos, pero ella destaca especialmente por la gesta que protagonizó.
La situación era tan incierta en el otoño de 1776, al comienzo de la revolución, que cualquiera que viviera en Nueva York podría haber cambiado el rumbo de la guerra. Las revueltas se extendían en trece colonias y Nueva York acababa de adherirse a esta liga mientras se debatía ante un futuro incierto. Tras la derrota de los colonos en el asedio de Boston, el general Washington quería impedir que el enemigo repitiera la estrategia de dividir al Ejército Continental a base de tomar los puertos y ríos estratégicos. Por ello decidió fortificar la ciudad y asumir el control de las fuerzas rebeldes.
Tuvieron lugar cinco batallas decisivas. La de Brooklyn (también conocida como la batalla de Long Island), librada en agosto, fue especialmente cruenta. Las tropas sublevadas, vencidas, tuvieron que batirse en retirada.
Tras obtener el control del oeste de Long Island en un reñido enfrentamiento, los británicos se lanzaron a la invasión de Manhattan en septiembre. Para ello, se dispusieron a rodear la posición rebelde al norte. El día 21 de ese mes desembarcaron en Kips Bay (para situarnos, la zona que queda entre la calle 23 y 34 East, desde Lexington hasta East River). El ataque fue devastador. A ello se sumó un gran incendio de origen desconocido. Lo cierto es que Washington y sus consejeros propusieron quemar la ciudad como forma de negar a los británicos alojamiento, provisiones y suministros; sin embargo, al final se rechazó la idea y el Ejército Continental abandonó la ciudad marchando hacia el norte, en dirección a Harlem Heights, a unos dieciséis kilómetros de distancia. Sea como fuere, el fuego se desató. Durante toda esa noche y el día siguiente, los fuertes vientos extendieron rápidamente las llamas entre las apretadas casas y los negocios. Los residentes salieron en estampida cargando lo que podían. Cuando logró sofocarse, el fuego había consumido cerca de quinientos edificios, la cuarta parte de la ciudad.
Las cosas se pusieron aún más difíciles para las fuerzas rebeldes en octubre, cuando el general británico desplegó a sus soldados al sur del condado de Westchester con idea de cortar la huida del enemigo. Washington, advirtiendo el peligro, se retiró a tiempo, dejando una guarnición de mil doscientos hombres en Fort Washington, si bien era una fuerza insuficiente para defender aquella plaza. Pero lo peor estaba por llegar.
En la mañana del 27 de octubre, los centinelas del fuerte avisaron del inminente ataque de dos fragatas británicas que se aproximaban por el Hudson. Gracias a que ambas embarcaciones no podían elevar sus armas para situarlas a la altura de Fort Lee y Fort Washington, resultaron gravemente dañadas por los cañones rebeldes. Pero un duelo de artillería prosiguió entre los artilleros de ambos bandos.
El 8 de noviembre, dos docenas de soldados rebeldes lograron repeler una compañía enemiga que, pese a contar con una posición ventajosa en un terreno elevado y tener apoyo de artillería, abandonó sus trincheras. Después de quemar y saquear el sitio, los soldados americanos lo ocuparon hasta el anochecer, cuando al amparo de la oscuridad regresaron a sus posiciones.
El aire olía a pólvora y al óxido de la sangre de los caídos de ambos frentes repartidos en las colinas. Las guarniciones americanas atrincheradas en ambos fuertes, mujeres incluidas, esperaban en cualquier momento lo peor. Algunos, debido a los últimos éxitos, confiaban en poder mantener a raya el asedio hasta finales de diciembre. Otros, en cambio, no lo tenían tan claro, entre ellos, el ayudante del coronel al mando de Fort Washington que tras desertar facilitó al comando británico planes detallados de las fortificaciones. A partir de ahí, los ingleses decidieron atacar este fuerte desde tres posiciones. Una brigada de hessianos (soldados alemanes contratados como mercenarios) y varios batallones avanzarían desde el sur, completando la marcha del 33.º Regimiento de Infantería desde el este y el grueso de las tropas desde el norte. La compañía 42.º de los Highlanders distraerían las maniobras desde el lado este de Manhattan, al sur del fuerte.
Las cartas estaban echadas. El 15 de noviembre, un día antes de producirse el ataque decisivo, se envió un mensaje al fuerte con una bandera de tregua, advirtiendo que, de no rendirse, toda su guarnición sería masacrada. El coronel Magaw dejado al mando, respondió que los patriotas defenderían la plaza hasta el «último aliento».
El ambiente en Fort Washington en el amanecer del 16 de noviembre era sobrecogedor. Los británicos habían iniciado su avance. Algunas de sus fuerzas, transportadas a través del río Harlem, habían logrado desembarcar en Manhattan. Sobre las siete horas, abrieron fuego contra una batería rebelde apostada en Laurel Hill. Una fragata se dispuso a atacar a los atrincherados. Uno de los peores momentos se produjo cuando los hessianos comenzaron a sacar su artillería y apuntaron a las defensas de Fort Washington, especialmente a los cañones que tanto daño habían causado a sus barcos semanas antes. La primera y la segunda línea defensiva se vieron obligadas a retroceder y los oficiales, entre ellos el propio Washington, decidieron abandonar Manhattan cruzando el río hacia Fort Lee.
Dentro de Fort Washington reinaba el desconcierto. El suelo temblaba con cada detonación y el humo impedía ver con claridad. Parecía como si una espesa niebla se extendiera en torno al fuerte. Al estruendo de los disparos se sumaban los gritos y la confusión. Las esposas de los soldados corrían de aquí para allá sin aliento. Acarreaban agua para los sedientos y para enfriar los cañones sobrecalentados, cuidaban de los heridos, improvisaban vendajes… Las fuerzas no estaban niveladas. La guarnición, en clara minoría, se hallaba rodeada por más de cuatro mil hessianos.
Pronto empezaron a sucederse las primeras bajas. John Corbin era uno de los soldados dejados por Washington para defender el fuerte. Se había alistado en la 1.ª Compañía de Artillería de Pensilvania al inicio de la guerra y estaba a cargo de uno de los cañones. Se hallaba en una zona elevada que brindaba la ventaja de una buena panorámica. A su lado, su esposa observaba cada uno de sus movimientos como si estos respondieran a una especie de mantra: «Limpiar, cargar, apuntar, disparar. Limpiar, cargar, apuntar, disparar…».
En un momento dado, el aire se llenó de vítores cuando las fuerzas atacantes, que acababan de cruzar una zona pantanosa para aproximarse a un bosque próximo al fuerte, fueron sorprendidas por doscientos cincuenta fusileros del regimiento de Maryland y Virginia ocultos tras unas rocas. Pero al mediodía, las tropas inglesas más rezagadas que habían avanzado por el río Harlem lograron desembarcar bajo el fuego de la artillería estadounidense. Poco después, cargaron contra la ladera logrando replegar a su enemigo hasta un reducto defendido por la Compañía de Voluntarios de Pensilvania. Tras una encarnizada lucha, estos se vieron obligados a retroceder y corrieron hacia el fuerte. Desde lo alto de las murallas de Fort Washington, los artificieros seguían al detalle el curso de la contienda, pero también eran abatidos