Pilar Tejera Osuna

Damas de Manhattan


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vitalidad. Se había convertido en una de las editoras más ricas del país y vio llegado el momento de buscar el modo de contribuir al servicio público de la ciudad, de desempeñar una labor útil. Bastó la simple idea, para que se produjera una profunda reestructuración de su vida y de su pensamiento.

      En 1875 abre el Hogar para Mujeres Ancianas Isabella, en Astoria (Long Island). Invierte ciento cincuenta mil dólares en el edificio y en su dotación y le pone el nombre de su hija fallecida (Anna perdería dos hijos). Ciento cincuenta años después de su fundación, el centro sigue funcionando.

      El proyecto le lleva a Anna a impulsar otras empresas similares sin abandonar la gestión del periódico. En 1879, tras cincuenta años de vida del rotativo, Anna decide gratificar a los empleados con un dividendo del 10 por ciento sobre su salario anual. Pero sabe que en el Centro Isabella está el patrón que ha estado buscando. Recorre las embarradas calles del sur de Manhattan y los suburbios más insanos estudiando el modo de ayudar a los niños y enfermos de la comunidad alemana. A nadie le extraña cuando decide destinar cuarenta mil dólares a la creación de un fondo educativo.

      En 1883 compra tierras para levantar un dispensario médico (más tarde Hospital Alemán de la ciudad de Nueva York) con el fin de prestar atención médica gratuita a los más pobres del East Village, en el barrio conocido como Pequeña Alemania, donde ya se agrupan ciento cincuenta mil inmigrantes. Para ello contrata a otro inmigrante alemán, William Schickel, como arquitecto. Anna siempre dominó el arte de levantar dinero y financiar iniciativas.

      Por aquel entonces las bibliotecas neoyorquinas eran centros privados solo accesibles para académicos y estudiantes privilegiados. Los ciudadanos de a pie, y mucho menos los más desheredados, no podían soñar con entrar en ellas. Algunas voces se alzaron pidiendo que las cosas cambiaran. Hubo periódicos que criticaron la ausencia de una biblioteca pública gratuita, pero no fue hasta 1878 cuando se fundó la Biblioteca Pública de Nueva York. Aquello fue posible gracias al apoyo de fortunas privadas como la de Andrew Carnegie, J. P. Morgan o Cornelius Vanderbilt. Seis años después de su apertura, Anna y su esposo decidieron constituir una biblioteca abierta a todo el público y que ofreciera libros en alemán y en inglés. La idea era ayudar a los inmigrantes a asimilarse a la cultura estadounidense y a estos últimos a aprender el idioma alemán. El matrimonio destinó a la biblioteca una donación inicial de diez mil dólares. El terreno para el dispensario era suficiente para acoger dos edificios de modo que decidieron levantarla allí. De esta forma se atendería tanto las necesidades físicas como intelectuales de su comunidad. La emperatriz alemana Augusta le otorgó a Anna una medalla de plata al mérito por su trabajo filantrópico en noviembre del mismo año.

      Sin embargo, Anna Ottendorfer fallecería en abril de 1884, unos meses antes de que se inaugurara el proyecto. Estaba a punto de cumplir los setenta años. El 7 de diciembre, día de la apertura de la biblioteca, asistieron miembros destacados de la comunidad alemana de Nueva York, así como figuras políticas y sociales. Fue un día de celebración y de luto para todos los asistentes.

      Hoy, la biblioteca pública Ottendorfer es la sucursal más antigua de la Biblioteca Pública de Nueva York. Situada en el 135 de la 2.ª Avenida, aún conserva el edificio original. Su preciosa fachada de ladrillo rojo y sus arcos de medio punto tienen todo el sabor del pasado. Aunque a finales de la década de 1990 la biblioteca fue renovada, aún custodia muchos de los ocho mil libros originales seleccionados por Anna Ottendorfer con los que arrancó. El interior permanece tal y como era en 1884, con algún pequeño cambio.

      En cuanto al New Yorker Staats-Zeitung, sigue distribuyéndose en la actualidad. Es uno de los periódicos de lengua alemana de mayor tirada y más antiguo en los Estados Unidos.

      Casi ciento cincuenta años después de haberse ido, el eco de Anna Ottendorfer sigue vivo en las organizaciones benéficas que levantó, en los centros educativos que financió y en el mundo periodístico. En su testamento legó cuantiosas sumas para sus fundaciones caritativas, pero también para los empleados del periódico.

      Sus restos descansan en el Cementerio Green-Wood, en Brooklyn; cerca, posiblemente, de uno de esos puestos de hot dogs o dachshund llevado a Nueva York por sus antepasados.

      JANE CUNNINGHAM CROLY

      (1829-1901)

      El Woman's Press Club de Nueva York

      El 126 East de la calle 23 queda entre la emblemática Park Avenue y Lexinton, en lo que se conoce como Midtown de Manhattan. En la actualidad, se alza allí un edificio que ocupa los números 122 al 126 y es sede de un centro cultural coreano, pero hace ciento treinta años en ese mismo lugar se abrió un club emblemático para las mujeres que trabajaban en el periodismo.

      El 19 de noviembre de 1889 se abría el Woman's Press Club de Nueva York. Habían pasado 21 años desde la cena ofrecida por el New York Press Club al escritor Charles Dickens que visitaba por segunda vez los Estados Unidos. Pero ella aún recordaba con detalle la ocasión como si hubiera tenido lugar unos días antes. En aquel entonces Jane Croly ya era una periodista reconocida. Sus artículos se publicaban en algunos medios de Nueva York y de ciudades como Boston y Baltimore. Su esposo, David Goodman Croly, también era editor y escritor, y ambos eran miembros del Club de Prensa de Nueva York. Sin embargo, solo él había recibido una invitación para asistir al banquete ofrecido en el restaurante Delmonico’s. Jane había intentado ser admitida también, pero el club se negaba a permitir que las mujeres asistieran incluso a los brindis y discursos posteriores a la cena.

      Tres días antes del evento, y ante el alud de protestas de otras periodistas, el club había decidido hacer algunas concesiones: se admitiría a las damas con la condición de que tomaran asiento detrás de una cortina, sin ser vistas por los caballeros asistentes a la cena de gala y también fuera de la vista del invitado de honor. Pedirle que se escondiera detrás de una cortina siendo periodista mientras su esposo ocupaba un asiento en las mesas de comedor había sido el peor de los insultos. (Años más tarde, el New York Press Club se disculparía públicamente por tan lamentable decisión). En cualquier caso, Jane Croly se había negado a asistir al banquete y transcurridos unos días su indignación había dado paso a una promesa: Algún día fundaría un Club de Mujeres Periodistas en el que celebrarían sus cenas y a las que no invitarían a ningún colega masculino.

      Cuando el Woman's Press Club de Nueva York abrió sus puertas, Jane Croly saboreó cada minuto de ese histórico día. Había dado por cumplida la promesa que se había hecho años antes. Nunca más le faltaría a una mujer periodista un club que la representara y honrara. Nunca más una periodista echaría en falta un lugar donde reunirse con sus compañeras de profesión.

      Quizá la instantánea que más define a Jane Cunningham Croly es aquella en la que con más de setenta años se embarcó hacia Inglaterra, enferma y con la cadera fracturada, para visitar su país natal al que había dejado con doce años de edad. Tuvo siempre una personalidad desbordante, casi inverosímil. Buena parte de su vida estuvo comprometida en las más insólitas actividades para una dama victoriana. Se casó y tuvo cuatro hijos, pero además trabajó como editora, fundó dos revistas y abrió dos importantes clubs en Nueva York, en una época en la que el tono de la vida lo marcaban claramente los hombres. Cada una de sus ideas impregnó para bien el mundo de otras personas. Fue única toda su vida.

      Jane Croly nació en 1829 y murió en 1901. En otras palabras, vivió un periodo crucial para la mujer, marcado por la reina Victoria. Aunque la avalancha de las proclamas conservadoras de la monarca no llegara con tanta fuerza a los Estados Unidos, fue un periodo difícil para aquellas poco dispuestas a conformarse con lo que les deparaba la sociedad. Al cumplir los veintiséis años, Jane Croly dejó Massachusetts para instalarse en la ciudad de Nueva York. Al poco de llegar, descubrió lo difícil que lo tenía una mujer para abrirse camino en el periodismo. Después de intentarlo con varios medios y ser rechazada, aceptó la oferta de un diario de cuestionable interés, el Noah's Sunday Times, donde le asignaron una columna para mujeres con temas como la moda, la cocina y las artes. Las noticias «serias» quedaban fuera de la esfera de las mujeres periodistas, pero Jane Croly halló el modo de crecer profesionalmente. Al año de llegar a Nueva York contrajo matrimonio con un compañero de profesión, y también