Liz Phair

Historias de terror


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son explícitas, así que estoy segura de que esperaban que me pusiera a bailar y que me comportara escandalosamente. Pero no podía moverme. Me quedé ahí tirada, como una novata en sesiones fotográficas, muda y con la mirada perdida. Estaba tan alterada que me refugié dentro de mí misma, desconectando mentalmente del entorno. Al resto no les quedó más que la carcasa vacía de una persona con la que trabajar. Era como el sexo malo. Nadie sabía qué hacer al respecto. En aquel entonces yo no sabía decir que no. No tenía mánager. No tenía ningún concepto de lo que era normal para mi profesión.

      Lo curioso es que, pese a que me sentía explotada y lo odiaba, lo que me hizo llorar después fue el aspecto de mi maquillaje. El maquillador era un hombre muy agradable y muy dulce, y era mi único aliado en aquella triste situación, así que no tuve el valor de contarle que sus polvos de sol intensos, labios desnudos y pestañas de patas de araña me hacían sentir payasa y abochornada, como un perro que llevara puesto un cono o como uno de los últimos niños en ser escogido para un equipo de educación física. No podía dejar de pensar en cuánta gente de la ciudad iba a verme con este aspecto, y estaba destrozada.

      ¿Qué es lo que evaluamos exactamente cuando pensamos en nuestro físico? ¿Qué es lo que conforma la opinión que tenemos de nosotros mismos, lo que realmente hay o cómo la gente reacciona ante nosotros? ¿Se puede describir el físico de alguien sin imaginar cómo se mueve, el sonido de su voz o su personalidad? Si se desglosa por partes, solo los atributos —cabello castaño, ojos castaños, rostro ovalado, bajo, gordo, patizambo—, ¿es ese su verdadero físico o simplemente es una forma de resumir tu manera de identificarlo, mucho más matizada y compleja? Como echar una ojeada a la página del título y a los nombres de los capítulos sin leer el libro. Incluso algo tan objetivo como una fotografía pone de manifiesto el sesgo de quienquiera que estuviera sujetando la cámara. Y como espectadora, una agrega su propia reacción a la imagen.

      Así que, ¿qué es el físico? En serio, ¿qué es?

      Estoy sentada en la parte de atrás de un descapotable. Aquí estamos apretujadas cinco personas, más otras tres en el asiento de delante, embutidas de lado o montadas en los regazos de otras. Recuerdo a alguien encaramado a la parte posterior del vehículo, como el gran mariscal de un desfile. Es muy pasada la medianoche, y las anchas calles de esta zona residencial de las afueras están desiertas. Vamos conduciendo por debajo del límite de velocidad, porque estamos bebiendo. Levanto la mirada hacia el cielo, que está de color granate intenso y atravesado por ramas de árbol abovedadas. El viento me trae el olor de sus nuevas hojas veraniegas.

      Estamos regresando después de una fiesta. Vamos a dejar a todo el mundo en casa uno por uno, y nadie quiere ser el primero. Quienquiera que esté conduciendo sigue vagamente las direcciones que le da quien sea el siguiente, pero en realidad solo estamos dando vueltas. Se ha acabado el colegio y nuestros empleos de verano aún no han empezado. El futuro parece infinito. Quizás bajemos luego al lago con neveras llenas de vino y de cerveza a beber. Quizás vayamos en coche a Evanston a ver en qué clase de antros podemos colarnos.

      No recuerdo en qué año estamos. Quizá sea 1984 o 1985. Soy como mínimo estudiante de tercer año en el instituto y esta noche soy propiedad de un chico con el que acabo de empezar a salir, el amigo del hermano de otro amigo mío. Nos conocemos todos desde la escuela primaria, salvo por una chica que está sentada a mi izquierda. No sé cómo ha llegado aquí, pero bienvenida sea.

      Somos un grupo de juerguistas poco complicados. La vida nos va bastante bien. Compartimos los malos rollos habituales: cosas como las solicitudes de ingresos en universidades, los padres pesados y las rupturas sentimentales. Pero las familias de todo el mundo son más o menos por el estilo. Esta es una zona muy conformista. Los padres viajan diariamente al centro para acudir al trabajo o cogen aviones y hacen viajes de negocios. Las madres se quedan en casa cocinando, limpiando, bebiendo, decorando y haciendo de anfitrionas. Todo el mundo hace deporte los fines de semana. En gran medida nuestras historias son intercambiables. Salvo cuando alguien va y hace algo estúpido, como contar la verdad acerca de sí mismo.

      Yo nunca lo habría hecho. Ni en un millón de años. Corte de rollo total.

      —Ven aquí.

      Mi nuevo novio me pasa el brazo alrededor del cuello y tira de mi rostro para aproximarlo al suyo. Está bastante borracho. Nos besamos un rato, moviendo perezosamente las lenguas. Tiene el sabor dulce de la cerveza. El olor de su colonia, mezclado con el cálido aroma de su piel, me produce una sensación vertiginosa y me excita locamente. Deslizo unos cuantos dedos bajo los botones de su camisa Oxford para experimentar la novedad del vello de su pecho. Me impresiona la fuerza de sus músculos. Me tiene firmemente agarrada de la parte interior del muslo y desliza la mano más arriba, subiéndola disimuladamente bajo la falda hasta presionar con el dedo índice el surco de mi coño. Empieza a frotarlo arriba y abajo mientras me da un beso con lengua. Nadie me había acariciado así antes jamás. Se me arquea la espalda involuntariamente y aprieto mis pechos contra su cuerpo.

      De repente, el coche da un viraje que hace entrechocar nuestros dientes. A alguien se le cae el cigarrillo sobre la tapicería, y todos nos levantamos de nuestros asientos para que los chicos puedan apagarlo a manotazos. De la colilla encendida saltan chispas mientras la persiguen por el suelo del coche.

      —¡Pero qué hostias! —maldice el chófer mientras para el coche a un lado de la calle—. ¿Queréis tener cuidado? ¿Ha dejado un quemazo?

      Todo el mundo se tranquiliza mientras el coche vuelve a coger velocidad.

      —Hermano…

      El hermano de mi chico le entrega a este una cerveza sacada de la mini nevera del asiento delantero. Se ponen a quejarse de su programa de entrenamiento de fútbol americano veraniego. Yo me vuelvo hacia la chica a la que nadie conoce. Es muy guapa, tiene una larga melena rubia y unos pómulos que parecen de cristal tallado. No recuerdo cómo nos conoció. Solo sé que necesitaba que la llevaran a casa, así que la estamos llevando nosotros. Parece joven. Puede que sea una estudiante de primer año.

      —Entonces, ¿estás mentalizada para este verano? —le pregunto mientras me retuerzo el pendiente y me siento como una sofisticada hermana mayor.

      —No —responde ella con nerviosismo.

      Me ha sonado tan raro que me cuesta unos segundos procesarlo. Por aquí todo el mundo dice «¿Estás mentalizada para?» para todo, y la respuesta apropiada es siempre «Totalmente». No hace falta que lo digas en serio; sencillamente es una forma de iniciar una conversación. Pero literalmente es la frase más común pronunciada en la Orilla Norte. Me arrepiento un poco de haber empezado a hablar con ella.

      Me doy cuenta de que quiere que le pregunte más cosas, pero no digo nada. Finalmente, inquiere tímidamente:

      —¿Y tú?

      Me encojo de hombros.

      —Totalmente. Estoy trabajando en Ravinia con un par de amigas. Va a ser increíble. No sé, supongo que seguramente estaremos de marcha el resto del tiempo. Luego me iré por ahí en agosto.

      —Ay, ¡qué guay! ¿Y adónde vas a ir? —me pregunta levantándose sobre las rodillas y manifestando unos modales de chica correcta, de manera que vuelvo a sentirme cómoda hablando con ella. La cháchara entre desconocidos tiene su propio ritmo, y hay que respetarlo si se quiere que siga fluyendo el chi.

      —Vamos a una casa en Lakeside, Michigan, que está justo al otro lado del lago. Mis primos vienen todos los años, y es divertidísimo. Está como pegada a la orilla. Es tan hermoso. Apenas puedo esperar.

      Aquí ella tiene un par de opciones. Puede decir «Dios mío, ¡qué guay!» o «¡Pero qué envidia me das!» o incluso «Nosotros vamos a Wisconsin». Pero no dice nada normal. Se limita a mirar melancólicamente hacia un lado, a suspirar y a decir «Ojalá», sin llegar a terminar la frase.

      Esto es agotador. Quiero que mi novio me rescate, pero está inclinado hacia delante hablando con los que ocupan los asientos delanteros. Lo único que puedo hacer es acariciarle la espalda y estirar el cuello por ahí para ver si hay alguna otra conversación a la que pueda sumarme.

      —Lamento