Liz Phair

Historias de terror


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Habéis sido testigos.

      —No puedo creer que dijeras eso en ese preciso instante.

      John está conmigo al cien por cien.

      Peter parece abatido: se siente culpable y está asustado.

      —No sabes cuánto lo siento —dice mientras me muestra el mango vacío que lleva en la mano—. La cabeza ha salido volando. Se ha salido del mango sin más. Lo siento, Liz. ¿Vamos al hospital?

      —No. —La adrenalina me está reanimando—. Mi padre es médico. Tengo que volver a casa.

      —¿No crees que a lo mejor deberías quedarte aquí?

      A John le preocupa que esté reaccionando demasiado rápidamente. Todavía estoy temblando. Voy a echarle un vistazo a mi cara en el espejo del cuarto de baño. El puente de la nariz se me ha hinchado hasta ponerse del doble de su tamaño normal. Tengo la piel de debajo del ojo izquierdo tensa y rosada, llena de líquido, y se puede apreciar claramente la marca donde la esquina del mazo ha impactado en mi rostro. No le ha dado al ángulo interno del ojo izquierdo por apenas unos centímetros. De no haber estado mirando a John, ahora estaría ciega. Ahora bien, si no hubiera invocado el anormal suceso, ¿se habría producido?

      —No tiene tan mala pinta —observa Peter metiéndose a presión en el tocador y mirando por encima de mi hombro. Los dos nos reímos.

      —De verdad que lo siento —me dice por tercera vez. Le está costando expresar sus emociones.

      —Lo sé. No ha sido culpa tuya.

      Yo lo creo casi más que él. Me pregunto si el significado del coche girando sobre sí mismo en la autopista no sería advertirme de que el peligro se aproximaba, de cabeza y a toda velocidad.

      El grueso del sangrado cesa al cabo de cinco minutos. Las membranas interiores se han hinchado hasta tal punto que ahora me gotea sangre por la garganta. Si lo miramos por el lado positivo, ahora que no estoy chorreando sangre, los chicos están dispuestos a dejarme marchar. Quiero marcharme de casa de Peter lo antes posible. Las últimas seis horas han sido muy angustiosas. Ya he estropeado la mayor parte de los paños de cocina de su madre, y Peter no tiene el menor reparo en entregarme el último para envolver un montón de hielo para el trayecto de vuelta. Mientras me despido con la mano, estoy convencida de que piensan que estoy loca. Apenas me vuelvo; literalmente, me largo corriendo. Es el final de una era. Lamento tener que decir que este incidente nos distanció a Peter y a mí. En lo que a mí respecta, está todo enredado con mi miedo a los augurios y a la religión organizada. No me gusta la idea de que algo invisible tenga poder sobre mí. Para él fue horrible destrozar la cara de una chica que le gustaba.

      Todo el mundo piensa que mi canción «Fuck and Run» va de sexo, y en cierto modo así es, pero también va de estos momentos en los que se renuncia a los vínculos y los sentimientos reales en favor de la supervivencia. Nos congregamos y salimos despedidos como bolas de billar al colisionar porque, por el motivo que sea, presentimos el aniquilamiento.

      Cuando llego a casa, mi padre me examina y concluye que no hay nada roto. Me da un poco de codeína y me manda a la cama. Mamá no está en la ciudad, porque de lo contrario estoy segura de que hubiese intervenido. Compruebo obsesivamente la hinchazón a lo largo de las cuarenta y ocho horas siguientes, cada vez más preocupada de que se me haya quedado torcida. Finalmente, al cabo de tres días, papá me mira desde el otro lado de la mesa de desayuno, le pega un bocado a un croissant y, sin disculparse ni mostrar remordimiento alguno, dice: «Quizás tengas razón. Puede que te la hayas roto».

      Lo estoy haciendo parecer un desalmado. Si acaso, es demasiado sensible. Pero no cuando se trata de diagnósticos médicos. Cualquier hijo de médico os lo dirá: a menos que lleves el puto brazo colgando del hombro de un hilo, siempre piensan que sus hijos están perfectamente. Odian llevarse el trabajo a casa con ellos. Los médicos ven tantos casos extremos en las clínicas que, comparados con estos, tus problemas parecen insignificantes. Es un trabajo que embota el corazón. Día sí, día también, a todo el mundo le pasa algo. No es solo que piensen que estás perfectamente, es que necesitan que lo estés. El hogar es el único refugio que tienen ante la enfermedad, las heridas y la fragilidad del género humano. Los médicos necesitan regresar a un hogar lleno de triunfadores y supervivientes.

      El martes me lleva en coche al centro a ver a un amigo suyo. Para mí, ir al médico significa tener una cita puntual con el director de algún departamento, algún amigo de un amigo o un colega de alguien de nuestro entorno. No he ido a ver a un médico de cabecera desde que iba al pediatra. Los médicos harán cualquier cosa con tal de permanecer fuera del hospital. Conocen mejor que nadie las limitaciones de su profesión. Nuestro amigo del alma, médico de cabecera, se levantó al día siguiente de una operación a corazón abierto y se fue a casa. Piensa en eso la próxima vez que estés intentando obsesivamente concertar una cita con tu médico porque estás resfriada.

      Estoy tumbada en la camilla, mirando fijamente a un cirujano plástico muy amable mientras me sujeta las mejillas y escruta cuidadosamente mi estructura ósea.

      —Mmm, esto está un poco raro —dice, recorriendo la marca con el dedo mientras calcula el ángulo de la fractura—. Has tenido mucha suerte. Si hubieras venido inmediatamente, esto te dolería menos. Pero creo que, si le aplico un poco de presión, puedo volver a ponértela en su sitio.

      Antes de que pueda protestar, él apoya su peso sobre sus pulgares a ambos lados del puente de mi nariz y empuja hacia abajo. Mi herida apenas cicatrizada chilla en protesta, y mi cráneo también está furioso con él. Me está apretando la cabeza contra la mesa, chafándome la cara contra la almohadilla de plástico de un modo muy desagradable. Me lloran los ojos. Rechino los dientes y tengo el rostro contraído en una mueca. Estamos en punto muerto: fuerza y resistencia.

      —Justo aquí.

      Reajusta la posición de sus manos, y escucho un crujido ensordecedor cuando el hueso apenas soldado vuelve a separarse y todo el conjunto vuelve a encajar más o menos en su sitio. Sigue estando torcida, pero como nuestro amigo médico de cabecera comentó en el transcurso de una velada —meses más tarde— me ha proporcionado un perfil más distinguido. Lo que sea. No pienso volver a menos que mi respiración obstruida me moleste de verdad.

      Tengo que llevar una férula muy bochornosa durante una semana. Dos largas tiras de cinta adhesiva, que discurren horizontalmente desde la férula hasta mi oreja izquierda, proporcionan la fuerza de torsión que evita que mi nariz se salga de su sitio. No es algo sutil. La gente me mira al pasar. Peor aún, tengo que ir a Florida a visitar a mi abuela. Es la madre de mi padre, y no se encuentra bien. Quitando a las enfermeras, está completamente sola allá abajo. Mi padre no puede abandonar el trabajo, y mi madre sigue fuera de la ciudad.

      Subo al avión, consolada por la idea de que todo el mundo dará por hecho que me he hecho una rinoplastia, cosa que me pega más, ya que resulta menos amenazador para mi ego. Un mazo de carne volador no queda igual de molón. Tengo que coger un vuelo de conexión en Georgia. Cuando estamos a punto de aterrizar, veo que estamos volando muy cerca de una central nuclear. Reacciono inmediatamente ante la icónica forma de bobina de las torres de refrigeración. Cualquiera que tenga edad suficiente para acordarse del accidente nuclear de Three Mile Island recordará esa silueta con espanto. La tengo estampada en la conciencia como símbolo de una muerte invisible, implacable y lenta. ¿No sería una putada, pienso, que una estuviera haciendo un vuelo de conexión justo en el momento en que estuviera fusionándose un reactor nuclear? ¿Tener la desgracia de encontrarse en las inmediaciones y verse irradiada de manera fatal, por la triste razón de que la compañía aérea tenía que hacer un alto en el camino?

      Justamente cuando se me ocurre esto, el avión remonta el vuelo a escasísima distancia de la pista, apenas a unos quince metros del suelo. El piloto acelera los motores y el aparato asciende bruscamente. Nos inclinamos abruptamente hacia la derecha, lejos de las torres, y todo el mundo se queda sin aliento. Ya está, pienso para mí. Tengo poderes paranormales, y vamos a morir todos por envenenamiento por radiación.

      Mi compañera de asiento se vuelve hacia mí.

      —¿Qué está pasando?