ver por la ventana.
A ella se le ponen los ojos como platos al contemplar las torres de refrigeración tipo Three Mile Island.
—Ay, Dios mío —dice mirándome con gesto sobresaltado e incrédulo—. ¿Tú crees?
Me encojo de hombros. No voy a comprometerme en un sentido o en otro; solo quiero atribuirme el mérito en caso de que esté en lo cierto. Necesito una testigo. Ella será mi altavoz cuando mi foto salga en el periódico. Les dirá, sin aliento, a los periodistas que ella estaba sentada al lado de la chica que predijo el incidente. Dirá que no sabe cómo lo hice, pero que «sencillamente lo sabía». Puedo ver en su mirada que está haciendo inventario de todas las maneras horribles de matarte que tiene la radiación, la misma letanía de horrores que acaba de pasarme a mí por la cabeza. Todos sabemos que, sea cual sea la dosis de radiación a la que accidentalmente nos veamos expuestos, el gobierno mentirá al respecto para intentar minimizar las demandas judiciales. Viviremos, a lo mejor durante décadas, sabiendo que llevamos una bomba de relojería en nuestro ADN.
El piloto habla por megafonía y hace una declaración:
—Damas y caballeros, disculpen por el rodeo, pero el aeropuerto nos ha informado de que había una bandada de pájaros en las inmediaciones, así que vamos a efectuar un segundo vuelo de aproximación en cuanto despejen la zona y aterrizar con ustedes sanos y salvos en diez minutos. A veces ocurren imprevistos, y es mejor prevenir que curar. Gracias por su paciencia y por volar con American Airlines.
Mi compañera de asiento pone los ojos en blanco y exhala:
—¡Uf!, menudo alivio.
Yo sonrío cortésmente, pero estoy irritada. Creo que podríamos haber sobrevivido a un impacto indirecto de radiación procedente de esas torres, y mis poderes paranormales estaban a punto de quedar confirmados. Un ligero brillo antinatural bajo determinadas condiciones lumínicas me parece un pequeño precio a pagar por la evidencia de la existencia de lo divino.
Años más tarde, después de que acabara de salir mi segundo álbum, estuve haciendo de DJ una temporada en Delilah’s, un popular bar punk de Chicago. Durante mi sesión, se presentó el hermano de Peter con el infame mazo de carne y me pidió que se lo firmase como regalo de cumpleaños sorpresa para Peter. No recuerdo si se lo firmé. Casi sería mejor historia si me hubiera negado. En cualquier caso, me sentí ofendida. Su hermano no entendía que aquel maldito objeto no solo había estado a punto de costarme un ojo y que me había desfigurado permanentemente, sino que nos había costado a Peter y a mí una amistad de siete años. Estaba segura de que a Peter tampoco le gustaría que se lo recordaran.
Hay cosas que cicatrizan y otras que no. No siento rencor alguno hacia Peter. Nunca lo sentí, aparte de que me fastidiara algún que otro ángulo malo en las fotografías. Pero si no fuera por mi nariz, estoy segura de que encontraría algún otro rasgo de mi aspecto con el que obsesionarme. Solo éramos dos bolas de billar que al chocar acabaron en lados opuestos de la mesa; así lo veo yo. Hace unos años recibí una carta de uno de nuestros amigos mutuos quejándose de que, ahora que era una estrella del rock, había abandonado a mis amigos de toda la vida. Se esforzó mucho por hacerme sentir culpable, pero no tuve que deliberar en absoluto antes de echar esa carta a un cajón y olvidarme de ella. Sigo fiel a mis amistades de toda la vida. Lo que pasa es que la mayoría son mujeres. Lo que él tendría que haber dicho es que quería ser un actor famoso, y que resultaba difícil presenciar mi éxito y no poder compartirlo.
Dudo que Peter hubiera estado de acuerdo con el tono de esa carta. Peter y yo nos ayudamos el uno al otro durante un período incierto entre la licenciatura universitaria y el comienzo de nuestras trayectorias profesionales. Duró menos de un año, pero mientras la vivimos, aquella época pareció interminable: toda una vida de autoescrutinio y alienación, comprimida en ocho o nueve meses ociosos bajo el techo de nuestros padres. Él influyó en mi sensibilidad y mi sentido del humor, y espero que yo le ayudase a él de alguna manera.
Ojalá que las cosas hubieran salida de otra forma y hubiéramos seguido siendo amigos, pero no sucedió así. Y ese desenlace también está bien. Es mucho más memorable que algunas de mis otras relaciones pasadas. Él ocupa un lugar de honor en mi historia personal. Ha sido consagrado en el folclore de mi vida. Nada de esto resulta difícil de comprender desde el punto de vista pagano. Fuimos víctimas de tres malos augurios, que fueron lo suficientemente reales como para asustarme. Aguardo el próximo giro cósmico de los acontecimientos, y no me sorprendería que algún día, por azar, acabásemos en el mismo hogar de jubilados. Peter y yo volveríamos a empezar donde lo habíamos dejado, riéndonos de todos los demás ancianos que llevaran puestas sus estúpidas etiquetas con el nombre, y empezaríamos a conocernos junto a la mesa de jugar a las cartas.
Capítulo 6 Obra de amor
Hagas lo que hagas, ¡no te lo mires!
Mis amigas se ríen, pero también lo dicen en serio. Las dos han tenido bebés, así que saben lo que está pasando con mi vagina. Esta mañana me he hecho una ingle brasileña. Espero ponerme de parto cualquier día de estos, y pensé que a la plantilla del hospital le vendría bien tener un lienzo limpio y preparado con el que trabajar. Soy vergonzosamente ingenua en lo tocante a la cantidad de subproductos que expulsará mi cuerpo durante el proceso de dar a luz, pero tengo buen corazón.
—¿Por qué? ¿Le pasa algo?
Me revuelvo incómodamente en mi asiento, preocupada por la irritación de la piel, que todavía me pica por el tratamiento con cera caliente. No he intentado mirar ahí abajo desde que la barriga se me puso tan grande que ya no puedo verme los dedos de los pies.
—No lo hagas, y punto.
Caroline y Viv están muertas de la risa recordando sus propios encuentros involuntarios con sus regiones inferiores en el tercer trimestre.
Después de comer, me voy al club a nadar. El vestuario está vacío, así que extiendo una toalla sobre el banco y sitúo un espejo de bolso alrededor del gran globo de mi estómago para intentar echarme un vistazo. Tengo que retorcer los miembros para encontrar el ángulo apropiado, pero en cuanto logro vislumbrar mis labios vaginales en el reflejo, me quedo sin aliento y casi se me cae el espejo. Están enormes, rojos e hinchados, como el culo de un babuino o algo así. Esa no es mi vagina. Estoy alterada y enfadada. No porque no pueda con el espectáculo, sino porque se trata de otra alteración física más sobre la que no tengo control alguno. Mi cuerpo ya lleva nueve meses cambiando, de maneras que son a la vez emocionantes y alarmantes, y estoy harta de sorpresas. Solo quiero tener a mi bebé en brazos. Estoy lista para que termine esta fase de construcción.
Dicen que reformar una casa estresa mucho las relaciones. Los costes superan el presupuesto, y siempre se tarda más de lo esperado. Me identifico con esta metáfora. La fecha prevista ha ido y venido, y sigo caminando por el vecindario como un pato, como una bola de lotería humana, casi tan ancha como alta. Se ha hecho tan grande que aquí dentro ya no hay sitio para los dos. Si no se marcha pronto por voluntad propia, voy a emitir una orden de desahucio.
Me meto con cuidado en la piscina, aliviada de sentir que floto; en tierra firme, cargo con unos dieciocho kilos extra. Fue divertido estar embarazada hasta que dejó de serlo. No consigo encontrar una postura cómoda para dormir por las noches, de lo agotada que estoy. Todas las fiestas de Navidad a las que asistimos son cócteles sofisticados en los que todo el mundo va con tacones de aguja, charla y se ríe, mientras yo me siento en una esquina del bar. Soy mi propia mesa de canapés; me apoyo un plato en el bombo y mastico sin cesar mientras mi marido alterna. Durante el segundo trimestre fui una auténtica Wonder Woman; iba a yoga, iba y venía de Los Ángeles en avión, grabé mi álbum y me fui de excursión a Glacier Park. De algún modo, mi energía se vino abajo durante este último mes, y me he convertido en el personaje de Dan Akroyd en Entre pillos anda el juego: un Santa Claus amargado y borrachín que se desenreda trozos de salmón de la barba falsa en el autobús urbano mientras mira inexpresivamente a los pasajeros que hay a su alrededor. Vale, lo de borracha no, pero ya estoy harta.
—¿Cómo