Carlos Cortés

Cruz de olvido


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los cantos de guerra de 15 o 20 años atrás y ver a los muchachos llorar por última vez. Se me aguaron los ojos cuando recordé las palabras del general Torrijos: “Dudo mucho que entreguen por los votos lo que tanto les costó conseguir con las balas”.

      Por primera vez desde la campaña política vi a los comandantes de la Revolución con la vieja pañoleta rojo y negro alrededor del cuello. Respiré en el aire un hálito de infinita tristeza y me sentí inmensamente solo, más solo que nunca. Algunos en el estrado principal y en la multitud, alrededor de la ceremonia, me hicieron señas que se diluyeron en el lente desenfocado de mis ojos. Escuché el himno del Frente y una interminable cantinela de discursos y promesas que traté de retener, pero no conseguía alejarme del cadáver real de un hijo imaginario.

      En Managua nadie supo nada sino hasta mucho más tarde. Nadie asoció el nombre de un periodista de Barricada Internacional a las víctimas de aquella catástrofe lejana en la Suiza centroamericana. Sin duda, estábamos en el final del camino. Nadie se sorprendería de mi actitud. Para quienes me tomaban por un extranjero oportunista –como más o menos éramos los internacionalistas, compañeros de viaje, cooperantes, trotskistas y otros bichos raros de la izquierda mundial–, no era extraño que estuviera sobresaltado por mi inminente expulsión. Para quienes me veían por un compa era aún más fácil entenderme. Ellos, por lo menos, seguirían teniendo algo parecido a un país. Para mí, en cambio, era la desbandada, el fin de la pachanga. Yo tendría que mudarme de ideales, no solo de país. Por eso me sentía como el hombre más solo del mundo bajo la noche tropical.

      Asistía al entierro de una parte del mundo y al final de una rebelión que había acabado por devorar a sus hijos. Unos meses antes lloramos el derrumbe del muro. ¿Y ahora qué? Las ruinas.

      Hubiera querido despedirme formalmente de Ortega, pero sería imposible. Tampoco deseaba abrumarlo con mis cuitas de revolucionario desempleado. Durante mis años en Nicaragua nunca lo frecuenté y no lo lamento. Ya para entonces yo mismo había cultivado una aversión hacia los héroes y los líderes. Sin embargo, habíamos trabado una cierta relación en un viaje entre Nicaragua y Costa Rica. Un año después de los acuerdos de pacificación los presidentes debían de ratificar el proceso de desarme y yo lo acompañé en el trayecto. Fue una especie de viaje de regreso a mí mismo, pero no del todo. En aquella época aún pensábamos que era posible ganar las elecciones en las urnas o en las turbas. “El que no es turba estorba”, decíamos en broma refiriéndonos a los grupos de choque. Y finalmente, ¿cuándo habían importado unas elecciones en Latinoamérica? Pero la historia le dio la razón a quienes pensaban lo contrario, porque el poder es también una formalidad. Después, yo mismo me di vuelta. No tenía sentido continuar con aquella patraña.

      Aquella última noche en Managua no lo encontré tan mal actor. A pesar del fracaso seguía exhibiendo un look electoral sin convencimiento: blue yeans desteñidos y camisa de cuadros. Alguna vez me había hecho la ilusión de haber conocido al hombre verdadero, incluso en sus errores y caídas, y no solo al producto de la oportunidad. Pensé que era alguien que lo había arriesgado todo y que esa circunstancia, haberlo arriesgado todo y haberlo perdido, le daba una cierta estatura moral, pero me equivoqué. No hay que creerse los propios cuentos que uno repite.

      En aquellos días finales, disfrazado de administrador del poder, más que de hombre poderoso, afeitado con una pulcritud avariciosa, con el bigote recortado como solo lo hace un cajero de banco o un ingeniero en alza, o peor aún, como una mezcla de ambas cosas, supo hasta ganarse mi incredulidad. ¿Las cosas cambian?, me pregunté, o son solo las apariencias. El guerrillero disfrazado de oportunista de clase media.

      Con Tito fue diferente. Por él llegué a desarrollar una mezcla de asco y fascinación. Intimé con él un poco más, dentro y fuera del Ministerio del Interior, quizá porque él necesitaba de testigos que dieran fe. Era de un aplomo que espantaba, cinismo puro, sin una gota de duda o de remordimiento humano. En su semblante demoniaco de Lenin tropical, con su barbita tenebrosa copiada de su admirado Ho-Chi-Minh, no podía albergarse ni siquiera la sombra de una duda. Además, para peores, era un hombre bajo y de los bajitos líbrame Dios, como decía mi madre.

      Jamás lo vi dubitar o temblar. Y esas innegables cualidades políticas lo volvían terrible. A mi debilidad, a mis dudas pequeñoburguesas, como él mismo decía, a mis ilusiones de adolescente envejecido, él oponía la ira, el dolor y la revancha. ¿Cómo sino conciliar el eslogan casi cínico del Ministerio del Interior –guardianes de la alegría del pueblo– con la verdadera tiranía despiadada que él ejercía sobre todos nosotros? ¿Cómo pude olvidar que sólo éramos peones entre los dedos regordetes de aquel hombre que parecía mezclar un semblante inocente de síndrome de Down con un cuerpo de enano y un implacable dominio del poder?

      ¿Por qué, para qué recuerdo todo esto? Quizá porque es el meollo de mi historia. Lo único que nos queda después de vivir: la lucidez, el horror, el asombro.

      No fue tanto su muerte lo que precipitó las cosas, fue tan solo que con ella, con el peso de su muerte, que se me hizo insoportable la conciencia de saber que todo se había venido abajo.

      Caminaba. Caminé silenciosamente por las inmensas cunetas de las autopistas de Managua donde mi sombra se alargaba hasta proyectar los espectros de otras épocas. En aquellas catacumbas nos reuníamos con los internacionalistas a fumar marihuana y a divisar las estrellas fugaces de la medianoche. El concreto estaba lleno de inscripciones, grafitis y murales de colores. Caminaba. Entré en el café en busca de una cerveza mexicana, las únicas disponibles. En las diplotiendas uno encontraba de todo, pero no en la calle. En el Voltaire, un antiguo cementerio de automóviles enterrado en un sótano, detrás de la única fábrica de hielo de Managua, vi media docena de mesas mal iluminadas y un bar a lo largo de la pared. Las mesas eran asientos destartalados de algún remoto Buick, Plymouth o DeSoto. Contra las paredes estaban apilados partes automotores y en el suelo de arena era posible descifrar el juego de tuercas, arandelas, pistones o cualquier pieza mecánica. Nadie se tomó nunca la molestia de barrer hasta el 25, el día que perdimos.

      El Voltaire, también, había perdido el sentido de su vida. Los internacionalistas en alpargatas o sandalias abandonaban Managua y solo quedaban algunos cooperantes distraídos, en Los Antojitos o vagando entre el remordimiento y la culpa, ahorrando los dólares indispensables para el tiquete de Aeroflot, que era el más barato para escapar del paraíso.

      Entré, saludé a Lacayito, que me sonrió entre el botellerío verde y los espejos. El orinal exhibía los primeros cambios: los grafitis y lemas revolucionarios en todos los idiomas yacían bajo una gruesa capa de pintura blanca. Oriné mi propia nostalgia. Saudade. En el Voltaire conocí a Laura, la Comandante. Era el lugar inevitable para dejarse llevar por el aire infernal que soplaba en los años ochenta. Los 40 grados de Managua. Un aire demasiado caliente para que lo absorbieran los tímidos pulmones centroamericanos. La fiebre había que sudarla de alguna manera, con más vida o con un poco de muerte.

      ¿Qué más podía hacer en Managua salvo despedirme? Pero tampoco quise despedirme. Fin de fiesta, fin de revolución. Pero de cualquier forma era imposible salir de Managua. Yo sabía que el resto de mi vida seguiría preso de aquella memoria en ruinas, de esta ciudad en pedazos. Sabía que durante el resto de mis noches seguiría poblando y despoblando estas calles que no conducen a ninguna parte. Seguiría despertándome en la madrugada sin luz en ningún lugar, sin saber si ya me había muerto o si era una de esas transmisiones de prueba de la radio Sandino: Despabilate, amor, este es un mensaje para los cachorros que velan nuestro sueño desde la frontera. Esos mensajes que me mataban de miedo, aunque no entendiera por qué. Para Chela desde los confines de la zona de guerra: El Negro todavía te quiere, que la esperés.

      La primera vez que me entrevisté con el Comandante Supremo esperé 48 horas una llamada suya en el hotel Camino Real. A las tres de la mañana del segundo día recibí la orden que me conminaba a presentarme 15 minutos más tarde al lobby para iniciar “la expedición, compañero". Logré verlo solo al día siguiente, y de lejos, en medio de una jauría de reporteros y fotógrafos internacionales. Tuve paciencia entonces y de regreso a Managua lo acompañé en su jeep personal. Así penetré en los sótanos de la Revolución. Así conocí a Tito. El ogro. El enano. La bestia, como le decían sus íntimos.

      Tito.