Carlos Cortés

Cruz de olvido


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mi incapacidad para la acción práctica y la certeza de saber que yo no la amaba a ella sino a un sueño. El sueño de la revolución. Y después descubrí, quizá muy tarde, que tampoco amaba la revolución, ni siquiera La Revolución inscrita en bronce y escrita por la Historia, o la Gran Revolución Proletaria Universal ni esa mierda. Estaba realmente enamorado de una escenografía en la que yo pudiera deslizarme. Siempre he amado los decorados. Los melodramas. Las operetas. Siempre pensé que mi narcisismo era bastante civilizado, pero la gente tiene razones muy diversas para vivir lo que vive. Yo quería darle un sentido a la vida que vivía y fue ese. Yo en realidad me había enamorado de la estructura, del armazón, del sistema que se degenera y regenera constantemente, que se canibaliza solo para vomitarse y volver a crearse. Detestaba la realidad a pedazos, parcelada. Nunca aguanté una redacción cuadriculada por pequeñas oficinas de vinil y plywood, pero tampoco soportaba una sala de redacción como una inmensa fábrica de información sin etiquetar. Para mí la vida tenía que ser parte de un movimiento universal, con la limitante de que uno, generalmente, no tiene la capacidad de percibir ese dinamismo. Pero, en la Revolución, si uno tiene una tarima suficientemente alta y unos binóculos muy buenos o la distancia y la claridad de miras necesarias, es posible ver el inmenso movimiento de masas –humanas, sociales, políticas, económicas– desplegándose hacia una función específica: regenerarse en el poder. Pero todo esto no era sino mi enorme incapacidad para sentirme dentro de la maquinaria, de distanciarme, de disociarme del resto, por eso durante aquellos años tuve mi mayor logro patriótico: logré olvidarme de mí mismo. No es contradictorio lo que digo. Lo que a uno le gusta del paisaje es poder verlo, es estar ahí, en frente o en medio, incluido o no, pero lo que a uno lo domina es esa ilusión de ser un ojo que se articula para dar un específico ángulo de visión de la realidad en ese segundo: eso es un paisaje. Me fascinaba ver ese huracán que se movía, esa corriente del golfo universal, ese glacial revolucionario que quizá podía moverse dos centímetros por año, o aún menos, pero que indudablemente se movía con una dirección fija, precisa, porque lo importante no es la velocidad sino la dirección del viento. Y el viento nunca, nunca se devuelve. Y si se devuelve ya es otro viento, otro tiempo, otra totalidad envolvente e inconmovible, ajena a las posibilidades de un solo hombre.

      Me gustaba olvidarme de mí y dejar de ser solo un hombre miserable y pusilánime, cobarde y mentiroso, como yo soy. Mezclarme. Mezclarme, perderme y encontrarme en la muchedumbre: era uno más y a la vez yo sabía que era el uno excluyente: el uno que sumado a la masa daba por resultado uno. Siempre uno. Porque, en realidad, nunca logré dejar de ser uno. Y ahora volvía a sentirme arrastrado por ese movimiento, por esa inconmensurable marea de acontecimientos que no tienen objeto ni resultado, principio ni final, o que al menos uno no puede distinguir. ¿Un millón de dólares? Algo se aproximaba. Se movía rápidamente.

      Algo se movía peligrosamente hacia mí como si a los pies del gigante uno de los enanos fuera de pronto señalado por ese dedo acusador y descomunal. Así me sentía yo. Algo se movía y se movía rápidamente hacia mí. Ahora tenía casi 40 años. No estaba a la mitad de la vida sino bastante más allá. ¿Cuánto es la mitad de la vida? Uno solo puede saberlo hasta que se muere. Cumpliría 40 años en abril y finalmente mi generación había llegado al poder o al menos ese simulacro de “generación” que son los compas: los trepadores, los arribistas, los advenedizos. Como yo, aunque yo he fracasado en mi propósito. Los adoro. Los detesto. Algunos son mis mejores amigos.

      Todos habíamos salido del mismo colegio, La Salle, un tradicional centro de poder en Costa Rica, pero no me gustaba demasiado compararme con los demás. Siempre había renegado de mi generación, de nuestra propia degeneración, como nos llamábamos con sorna, y había tratado de hacer el camino al revés. Todos habían triunfado y yo había redondeado perfectamente mi propio fracaso al volver de Nicaragua con las manos vacías. En realidad ese millón de dólares no era mío, no me correspondía, porque yo no había hecho suficientes méritos. Ellos sí, en cambio. No tenía por qué sentirme responsable de todo y de nada, pero siempre he cojeado del lado de la culpa. La culpa es mi talón de Aquiles. Sin ella y sin moral hubiera llegado mucho más lejos.

      ¿Cómo olvidarme de los Cuatro Fantásticos? El presidente de nuestra clase, el presidente del colegio, el que fue el diputado más guapo –miento–, el ministro más popular –falso–, era ahora el Presidente más joven de la República –eso tampoco es verdad–. Había llegado el momento de hablar de Morales Santos, del Procónsul, de mi hermano, el Procónsul, que es el apodo, de todos los que tuvo –El Mono, Simio, Primate, Gorila, Gorilón, Orangután, Chita, Tarzán, Tapis, Luchi, Lucho, Luchón, Bronca, Moralón, Mulón y otros que ya no recuerdo–, que le sienta con mayor propiedad. En el colegio le empezamos a decir Procónsul no porque pensáramos que fuera comparable con un magistrado de la antigua Roma sino simple y llanamente por no llamarlo Mono, que más que apodo era una descripción que provocaba las bestiales iras por las que se ganó los otros sobrenombres.

      Ahora, a pesar de todas nuestras precauciones, acaeció que el Procónsul llegó a ser cónsul de nuestra república, dictador de nuestra dictadura. Tenía el poder absoluto y total, durante cuatro años, que no es ni muy absoluto ni muy total ni tan cuatro años en Costa Rica.

      Aunque éramos de los mesmos, de los Cuatro Fantásticos –¿recuerdan las fábulas de la televisión, Llamas A Mí, Elástico, Invisible y Hombre de Piedra?– nunca soporté al Procónsul. Nos tolerábamos suavemente. Nunca pudo evitar que su Ministro del Interior fuera mi mejor amigo, a pesar del apodo terrible que se ganó en los años ochenta: Siete Puñales. Conste que no se lo puse yo sino otros, o quizá Tito, el pequeño gigante de la revolución. Pero no me gusta llamarlo Siete Puñales sino con su verdadero nombre: Edgar, Edgar Jiménez, el flamante Edgar Jiménez.

      Era curioso, casi cabalístico, que todos cumpliéramos 40 este mismo año. Todos más dos que no eran parte de los cuatro y que tampoco habían salido de La Salle. Eran parte de otra comunidad: el barrio, y por azares del destino habían ido arrimándose y dejándose atrapar en esas telarañas de casualidades que forman las historias.

      Jorge Echeverría, “El Pelón”, no había salido de La Salle, sino del liceo San José, lo que establecía una diferencia radical, no entre dos colegios, sino entre dos clases sociales. Era Fiscal General de la Nación, así con mayúsculas, y, según creo, era un hombre honesto. El último que faltaba y que tampoco era parte del grupo, ni de nuestra clase social, pero que durante toda nuestra adolescencia se mantuvo a una prudente distancia, siendo intermitentemente amigo de nosotros, era Ricardo Blanco –¿era amigo de alguien, Ricardo Blanco?, ahora me lo pregunto–. Blanco, a quien sus amigos y enemigos llamaban Babyface, era el periodista más importante del país. Ricardito era el equivalente del Procónsul en su campo y el reverso de la medalla de mi fracaso. Había fundado y dirigido durante cinco años una revista de actualidad. Fue analista político, asesor electoral, Ministro de Información, editorialista en los más importantes periódicos y, fotogénico al fin, estrella de televisión. Su brillante destino parecía estar predestinado desde su nacimiento –no tan noble, sin embargo, pero bien administrado–: estrella de TV –léase tivi–, que son las únicas estrellas que existen ahora.

      Aunque retrataba muy mal –según sus enemigos–, aunque no fuera suficientemente guapo –según sus amigas–, Ricardito, mejor conocido como Babyface –¿sería irónico?–, era el presentador de la edición “estelar” de las ocho de la noche, en el noticiero “número uno” que él también dirigía, en la cadena de televisión más popular, lo que lo convertía en el hombre “número uno” y en el personaje “más popular”.

      Le gustaba estar en el “centro inquietante de la acción”, como él mismo decía. Pero yo nunca he amado demasiado a los “número uno”, quizá porque yo jamás lo he sido. ¿Por qué cuento todo esto si aún no he contado cómo y por qué traicioné la Revolución?

      Hace unos meses, cuando todo ya había acabado y yo estaba indeciso entre quedarme o no, Jiménez volvió a llamarme desde el Ministerio del Interior. Sus llamadas habían comenzado tres años antes, cuando era solo el tesorero del promisorio movimiento político del Procónsul y, según él mismo me dijo, administraba secretamente una cuenta del National Endowment for Democracy (NED) destinada a los paladines de la libertad. Desde entonces nos vimos un