Carlos Cortés

Cruz de olvido


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algunos libros negros y sin palabras, emulando la simple acción de rezar, de alzar una plegaria o de orar en voz alta.

      Vi que aguardaban en los límites del abatimiento, antes de hundirse del todo. Y yo seguía fuera de aquella comunidad de sufrimiento. ¿Era imposible explicarse lo sucedido? Los ataúdes estaban herméticamente sellados o tal vez no completamente, y yo podría meter la mano y comprobar que de verdad contenían cadáveres y que además estaban sin cabeza. No me estaba volviendo loco, pero yo me conocía perfectamente, y sabía de mi terror a sofocarme vivo en cualquier lugar cerrado.

      Sentía una fuerte sensación de vómito en la boca del estómago y la tensión solo me permitía bostezar en un amago de expresión humana.

      En realidad he olvidado los días posteriores a la noticia de la muerte de Jaime. No es que se me olvidaran, es que los olvidé: creo que los viví intensamente y eso fue suficiente. Tal vez recupere aquellos recuerdos alguna otra vez, en los próximos años, pero no me son necesarios para seguir viviendo. Con saber que Jaime está muerto, de alguna forma, es suficiente para mí y no necesito nada más. No necesito ninguna otra certidumbre, porque de cualquier modo no hay ninguna otra y esa, tan grande, abarca las otras. La muerte. El olvido. El rencor. La culpa de vivir.

      Seguía deambulando entre los habitantes de aquel taciturno funeral y el hombre de la escafandra se dio cuenta de que dentro de él alguien lloraba: no podía oírme, por supuesto, y sin embargo oía unos pequeños quejidos que me taladraban la sien.

      En eso entró el Presidente de la República, el Procónsul, aunque en ese único instante fue exclusivamente el Presidente de la República y se detuvo a mi lado sin reconocerme. Viéndome, quizá, muy afectado, me dio un abrazo que yo sentí realmente afectuoso y me palmeó la espalda una o dos veces. Pensé que me había reconocido, que había notado mi dolor y su charco húmedo por el piso, mis espantosos ojos rojos, mi rostro espantado en busca de otro rostro, pero no.

      Me vio muy afectado y decidió darme las condolencias, según me confesó después, días después, pensando en que sería uno de los deudos de aquel funeral que le había sido impuesto por el protocolo y sus deberes políticos. Por su responsabilidad en toda aquella misa macabra.

      Siguió repartiendo abrazos y besos, como hacen los políticos, y a pesar del vientre abultado que en vano ocultaba bajo la camiseta, la camisa, el chaleco y el saco, se arrodilló, en un primer momento, luego, como pudo, se sentó dificultosamente con su inmenso culo desproporcionado y empezó a llorar sus lágrimas de cocodrilo, como un niño desconsolado.

      Estaba rodeado de ministros y algunos quisieron apartarlo del lugar, pero él se resistió, aulló, pataleó, se recompuso, se revolvió y siguió llorando como un niño sin ángel de la guarda. Estaba borracho. Y todos nos dábamos cuenta.

      Una de las madres de las víctimas, que permanecía rezando en una esquina, intentó apretarlo contra ella y ponerlo de pie y por fin, exhausta, lo abrazó y lo siguió abrazando por largo rato. El, volviendo a la vida, volviendo atrás, regresando, le devolvió el gesto y se percató de quién era. No es que la reconociera, solamente la vio. Hasta ese instante solo había percibido la multitud, en masa, pero luego comenzó a diferenciar rostros, expresiones, seres, dolores, y cesó de llorar automáticamente.

      Le ofrecieron una silla donde apenas pudo acomodarse y compartió un rato con los supervivientes y se marchó.

      Los periodistas captaron toda la película, a pesar de la poca luz, gracias a los reflectores que hasta entonces vi, y comprobé cómo el cortejo del Presidente y su maquinaria de funcionarios, cronistas y cortesanos se fue apartando poco a poco, como una parranda que va recorriendo punto por punto el trazado zigzagueante de una ciudad hipotética hasta que se marcha y sale con su fanfarria, desapareciendo por fin de la metrópolis exhausta. Así fue saliendo, casi quedándose, casi deslizándose por el suelo, el Procónsul y yo lo seguí.

      Seguía repartiendo besos y abrazos y en un momento yo mismo le extendí la mano como una señal de aviso. El me la extendió también, la estrechó y me miró a los ojos. Yo noté como cambiaban los suyos. Unos ojos negros diciéndome, preguntándome, escrutándome en un “¿sos?, ¿sos vos?, ¡no?, ¡no podés ser vos!” Diciéndose: “¡No! No tan pronto, el emisario de mi muerte”. Yo le dije entonces:

      —¡Soy yo! –pero en realidad no se lo dije. No pronuncié palabra. Pero lo grité como pude, con la boca cerrada. El, entonces, como si hubiera entendido mi precipitación, la inconveniencia de mi decisión, me dio la espalda. Pero en ese instante me di cuenta de como algunos de sus asistentes corrieron hacia mí y me empujaron en el interior de unos jeeps que formaban una densa cadena de seguridad alrededor del vehículo oficial. Alguien, en la caravana, dio la señal y todos se fueron envueltos en una nube de luces, bocinazos, sirenas, madrazos, gritos, órdenes militares y polvo.

      “Era la política que movía el mundo”, pensé con ironía. La impresionante falange de la Casa Presidencial se movilizaba como un torbellino y el vehículo en el que yo iba fue moviéndose y destacándose del montón de automóviles hasta colocarse detrás de la pretenciosa limusina oficial. Al parar la comitiva en una señal de alto, contemplé como la puerta de mi vehículo se abrió y en cuestión de segundos estaba junto al Procónsul.

      Igual como la última vez que lo había visto, hacía diez o quince años, tenía un vaso de ron en la mano y me pareció que solo reanudamos aquella impresionante borrachera. Durante este tiempo, a pesar de su virulencia anticomunista, que hizo fama en la universidad –los rojos, los rojos, yo lo conozco y ellos me conocen a mí, era una de sus frases famosas–, había transcurrido por una carrera política hasta alcanzar la cúspide de la Internacional Socialista (IS).

      Tito, el enano, había hecho todo lo imposible, al menos eso creía yo, para que el sandinismo entrara a la IS y el Procónsul hizo todo lo posible para evitarlo. Yo, yo no era más que un peón, el tinterillo, el recadero, el currinche, el petimetre, pero era uno de los pocos que conocían la verdad, al menos eso pensaba mi elástica virginidad de hombre ingenuo. Yo creía que sabía el cómo y el por qué y que conocía el fin de todo, el happy end que terminó con el triunfo de Doña Viole y la desintegración del Estado sandinista. Y estaba dispuesto a hacérselo saber, si es que había sido él mismo, tal y como yo pensaba, quien me había enviado un maldito mensaje con el Panameño. O tal vez no había sido él sino Edgar, su propio ministro. Ya habría tiempo para aclarar las cosas. Lo único urgente era saber, por fin, si lo de Jaime era una trampa, un resbalón o una caída y quién se había caído dentro.

      “Bueno, al chancho con lo que lo crían”. Aquella era, desde el colegio, su frase preferida. Eso fue lo primero que me impresionó cuando lo vi de cerca y vi la tensión de los músculos en su rostro, endurecido por la grasa y la congestión alcohólica .

      —Pero, aquí, quien necesita una liposucción no soy yo sino toda la sociedad –replicó al sorprender mi mirada, sin darme un respiro. Me abrazó, ignorando aparentemente lo de Jaime, excusándose en el hecho supuesto de que estábamos en dos lados opuestos de la realidad y que yo, simple periodista, era un enviado de Barricada Internacional para cubrir los detalles de una masacre en la que él, según él mismo, no había tenido nada que ver.

      Me abrazó, sin embargo, y su mal aliento me susurró que detestaba los entierros, el negro, el luto, las lágrimas, el sentimentalismo barato de la gente que sufre, que no se contiene, que no aguanta lo que le toca en la vida.

      —¡Qué porquería! –dijo riéndose, despejando la evidente tensión como quien se espanta una mosca de la cara. Oí dos risas juntas. Su gran panza también se reía.

      —¡No aguanto el olor a pobre!, a la puta –añadió, casi entre labios, para sí, mientras me palmeaba efusivamente y yo pude comprobar, como habían dicho, que había dejado de ser un procónsul (alcoholipithecus hominoidea) para convertirse en un inmenso orangután albino detrás del poder tribal. En un mono desnudo político en toda la dimensión de la palabra.

      Me abrazó con entusiasmo y sentí la gelatinosa densidad de su olor que también me abrazaba. El Procónsul había convertido el uso de la guayabera en un arte. Había olvidado el saco y la corbata y en su lugar utilizaba unas guayaberas