Carlos Cortés

Cruz de olvido


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con fuego”.

      Los salvadoreños vivían en un barrio secreto en uno de los extremos de Managua: las famosas casas de protocolo. Un paraíso blindado, una villa turística para guerrilleros de todo el mundo. No fue sino hasta que la Comandante y yo tuvimos algo que pude reconocer el sitio, que estaba dominado por la obsesión de la seguridad. Era un mundo al revés en el que el día era la noche. Se dormía de día y nunca supe dónde lo hacía la Comandante. Solo nos vimos de noche, como vampiros. La única ocasión en que la vi de día ya estaba muerta.

      Durante estos años me cuidé de no recordarla. Es inútil rememorar. Como siempre me ocurre la amé con desesperación después de muerta. Juntos, si es que alguna vez lo estuvimos, era imposible.

      Cuando yo la conocí, la Comandante ya estaba desacostumbrada a la luz del sol. A las 4 o 5 de la madrugada desaparecía. A veces, en su casa o en la mía, siempre antes de las 5 de la mañana, un jeep verde la hacía desaparecer de mi vida. Durante la noche tal vez habíamos hecho el amor dos o tres veces, pero lo más probable es que Laura se la hubiera pasado llorando y yo calmándola bajo la ducha.

      Ella hacía hasta lo imposible por no dormir: dormir era soñar y soñar era volver atrás, en el terror. Pero a las 6 de la mañana simplemente se moría de cansancio y se abandonaba a su muerte, enterrada en un sótano sin hendijas ni filtraciones de luz, muerta, fuera del tiempo y del espacio.

      Cuando hubo alguna confianza, aunque poca, su chofer, algún miembro de la escolta o yo mismo nos ocupábamos. Le inyectábamos alguna cosa que la tranquilizaba.

      Empecé a alejarme cuando supe que lo que quería era morirse, pero ya estaba demasiado metido. Siempre me pasa lo mismo. Quería matarse o morirse, que no es igual, pero pienso que más bien morirse. Sin embargo, su sentido de la responsabilidad, no sé si con la vida, con la Revolución o con los compas que la habían salvado, no la dejaba decidirse.

      Por supuesto, siempre iba armada, lo que provocaba mi crispación. En alguna borrachera extrajo su automática de la cartuchera y se la puso entre las piernas. No vaciló un instante. Habíamos discutido y quería que yo supiera que era ella y solo ella quien controlaba el exacto y eficaz mecanismo de seguridad que la había salvado de morir acribillada por el ejército salvadoreño. Peor aún, no de morir, sino de vivir y entonces verse obligada a sobrevivir, a no morirse a pesar de las incontables violaciones y vejámenes de la soldadesca. De no morir y tener que esperar hasta que algún sargento hijueputa se apiadara de ella y la rematara con un tiro en la nuca justo antes de arrancarle los ojos y tirárselos a los perros, solo para demostrarle a los suyos que no lo movía la compasión sino la eficiencia. No morir y ser un cadáver abandonado en cualquier basurero municipal.

      Pero no, ella no hubiera muerto y lo sabía. Ella hubiera seguido viva, casi muerta, pero finalmente viva, requisito indispensable para convertirse en carne de rehén, ya fuera para el chantaje político, la extorsión privada o la simple crueldad humana.

      Por eso no sé si Laura llegó a amarme, pero sí amaba su pistola. Vivía de ella. La confianza de saber que podía matarse cuando quisiera, cuando ya no aguantara, le daba fuerzas para vivir. Yo, en cambio, no le servía de mucho. Una vez que llegó a Managua, Laura supo que no volvería nunca a combatir. Ya no podía. Pero su pistola la había salvado de algo peor que la muerte y por eso la atesoraba como una reliquia de otro mundo. Ella había vuelto del otro lado y para demostrarlo tenía su endemoniada pistola. Sus compas se lo dijeron: su lenta ejecución hubiera sido observada con deleite por el mismísimo Ministro de Defensa o se hubiera convertido en una rehén de lujo de la CIA. Ella lo sabía.

      Era una existencia frágil, dolorosa, pero llegué a conocer una dimensión de la vida que no hubiera logrado de otra forma. ¿Cuántas veces no estuve a punto de matarla yo mismo? Borrachos, jugábamos el mismo juego con el que ella me torturaba: se metía el gatillo en la boca y jalaba, a ver qué. A ver qué nos pasaba, por lo menos para quebrar la rutina de sobrevivir. Chuchú le regaló aquella hermosa pistola que había sido de Torrijos.

      Nunca la vi de día, solo de noche, como vampiros. Pero ya de muerta no quise verle la cara.

      Pensé, súbitamente, en el cadáver de Jaime. Desconocido, inexistente. Supongo que ya lo habrá reconocido su propia madre. ¿Para qué volver entonces? A menos que fuera una venganza contra mí. Había vendido la Revolución, pero no era para tanto. No para matar.

      Me tomé el último Flor de Caña en el Voltaire, sin un alma que me acompañara, y me alejé a toda velocidad de Managua. Pensé que nunca volvería. Ya no había nada que me atara. Tenía diez años de no visitar la isla de paciencia donde nací y ahora regresaba porque no tenía más remedio, precedido por la voluntad inexorable de mi destino.

      Después de 11 años, unos meses, quizá algunos días, quién sabe cuántas horas, una verdadera eternidad, dejaba la turbulenta Managua para volver a la tranquila Costa Rica.

      II

       La Suiza Centroamericana

      Desde niño siempre me ha maravillado ingresar a una ciudad en la madrugada. Las farolas despiden una emanación silenciosa que se esparce por la atmósfera. La luz lo contamina todo.

      El espectáculo de una ciudad sola, vacía y muerta, en el alba desierta, a la que solo unas bombillas fluorescentes e intermitentes dan alguna expresión de vida me gustó desde que iba en autobús a Panamá. En esos años la entrada a San José estaba a oscuras. La única autopista, desde el aeropuerto, tenía el ridículo nombre de Presidente Wilson. Después se le cambió el nombre a General Cañas. Cuando la entrada a la ciudad estaba a oscuras yo percibía apenas el contorno de una inmensa arboleda que daba acceso a La Sabana.

      Eran las cuatro de la mañana y había volado rueda seis o siete horas desde Managua. La ciudad, a esa hora, como me la había imaginado tantas veces, estaba en suspensión, en una parálisis, aunque las funciones vitales seguían activadas: los semáforos, el tendido eléctrico, los avisos comerciales.

      Mi madre vivía en una calle cercana a La Sabana. Bordee en el jeep el parque que solía tener un kilómetro de largo y al doblar en la esquina suroeste me sorprendió la enorme cruz aún encendida sobre los montes de Alajuelita, que domina la ciudad de San José como un inmenso ojo sin párpado de algún dios desconocido. Me imaginé entonces que un caudaloso río de sangre bajaba como si fuera lava desde La Cruz hasta la puerta de la vieja casa de mi madre y que, como si se tratara de una escalera, yo subía hasta allá. Como si se tratara de unas piedras en el lecho de un río de aguas calmas y cristalinas, yo recogía las cabezas de Jaime, mi hijo, y de los otros cuerpos que ya no reconocería jamás, y que sin embargo eran rostros conocidos, rostros de algunos de mis amigos de Nicaragua, perdidos en el tiempo y en el olvido. Me imaginé que aquella cruz era el cono de un inmenso volcán que dominaba una isla de tranquilidad en el Caribe y que explotaba en sangre. Me imaginé, me imaginé, y contuve mi imaginación.

      La ciudad comenzó a despertar y a dar signos de vida. El tráfico, completamente irregular a esa hora, comenzó poco a poco a multiplicarse. Aún no entendía lo que significaba para mí la “desaparición” de mi hijo –me negaba a llamarla muerte– y todo lo que tendría que atravesar para entenderlo a cabalidad. Seguí dando vueltas una o dos veces sin decidirme a seguir hasta Escazú y cruzar en la alameda que desemboca en la barriada donde vivió mi familia y yo mismo, donde aún sobrevivía mi madre y algunas tías.

      La masacre, por supuesto, no había logrado alterar la vida corriente y monótona de la ciudad. Nadie se ha enterado. Todo, todo sigue igual, como siempre, desde hace siglos, a pesar de los siglos. Pensé con cólera que nada podía hacer despertar a los costarrisibles de su limbo. No en balde, en cierta ocasión, Chuchú y Graham Greene tuvieron que suspender un vuelo hacia Managua, bajar unas horas a San José por el mal tiempo y visitar la ciudad. Llovía inclementemente y el tiempo no despejó nunca en el valle nublado. Chuchú dijo con sorna, aquella vez, que los costarrisibles decían que vivían en la Suiza centroamericana. Greene agregó con ira: “¿Ah sí? ¡Pues qué insulto para los suizos!”

      Detestábamos aquella aparente pasividad, el conformismo y la estrechez de espíritu, pero algo se movía en los ríos subterráneos