Carlos Cortés

Cruz de olvido


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Doña Viole y al final me propuso volver a Costa Rica. El gancho era absurdo: una gran fiesta de cumpleaños para todos nosotros, el reinado de belleza de mi generación, en el Club Unión, de modo que coincidiera con la coronación de su majestad Ricardo I como reina de la prensa. Bromeo, como Periodista del Año. Yo me había negado pretextando la alergia que me producía Babyface, pero la muerte de Jaime parecía arrojarme a sus brazos. Sabía que todos habíamos formado parte de aquella trama contrarrevolucionaria, pero siempre me había negado a ver a Ricardito en Managua. Sin embargo, sabía de sus múltiples viajes entre Washington, Managua y San José, aún sin conocer completamente sus intenciones. Sus verdaderas intenciones y si lo hacía por convicciones, por plata o por las dos cosas mezcladas, como yo mismo, ya no lo sabré nunca.

      Para esas alturas, después de las elecciones generales en Nicaragua, yo me sentía fuera, completamente fuera de la familia. Para mí era todavía un asunto de conciencia. O, cuando menos, de inconciencia. Hubiera deseado, entonces, haber iniciado una nueva vida en México, donde me ofrecían un puesto en un semanario económico que reclamaba el mercado latinoamericano. Yo no tengo nada que ver con las finanzas, ni con los números, ni con nada que se le parezca, pero estaba dispuesto a encargarme de los análisis políticos. Sin embargo, semanas antes de dejar Managua, Tito, el Supremo Comandante de la Revolución, el Ogro agrio, se me había cercado en una fiesta y me había dicho: “No te vamos a dejar mal colocado. Tengo muchos planes para vos”.

      La frase no me había hecho ninguna gracia. No me gustaban los héroes pero tampoco los traidores y mucho menos que me recordaran que no era parte del primer grupo y sí del segundo. Ladrones, traidores, sinvergüenzas, fariseos. ¿Era yo de los fariseos?

      Comprendí entonces que, incluso, el cargo que se me ofrecía en Expansión, mi futuro, lejos de un pasado que se negaba a perdonarme, como yo mismo, era parte del mismo juego. En ese instante no pensaba o no podía pensar que mi vuelta a Costa Rica fuera un ajuste completo de cuentas. Mi amigo Edgar Jiménez no iba a olvidar su promesa de hacer una gran fiesta de cumpleaños para los cuarentones. Para los cuarentones Cuatro Fantásticos, cuatro menos uno. Para los tres que quedábamos vivos y que habíamos sobrevivido a nosotros mismos. Una fiesta completamente inolvidable.

      En esos primeros días no podía pensar en otra cosa que en Jaime. Quise llamar a su madre, quise hacer muchas cosas, pero no podía pensar y todas las posibles situaciones se me aparecían en una perspectiva muy alejada, como si estuviera haciendo el mejor papel de mi vida en una película de indios y vaqueros, de héroes y traidores, de cuarta categoría. Porque de pronto descubrí que, a diferencia del Ulises de mi infancia que volvía a una Ítaca en medio de la selva tropical, yo ya no era invisible y que todas las miradas estaban sobre mí.

      III

       La noche de la morgue

      El Bellavista estaba solo a un par de cuadras del circuito judicial. Las bajé y me topé con una jauría de periodistas que esperaba a la salida de la morgue. Conocía muy bien sus movimientos casi instintivos. Muchas veces yo mismo participé de aquel estado de excitación e hice lo mismo como sucesero.

      Pero en Managua me comencé a distanciar de la acción y a descreer de aquella oportuna rapidez de movimientos: el fin perseguido se había convertido para mí en un despropósito. Me mezclé entre la manada de colegas (¿camaradas? ¿compañeros?) y pude distinguir sus precarias presas: un par de viejos habían venido desde Guanacaste por el cadáver de su hijo. Costosamente intentaron introducir una caja de pino por el ascensor del segundo piso, hasta que les permitieron ingresar directamente a través del estacionamiento del sótano y llegar a la Medicatura Forense. Una oficina contigua albergaba el depósito de cadáveres. Los periodistas se habían instalado cómodamente en la salida del estacionamiento. Yo me quedé como un curioso más entre el tropel de personas que esperaban el desenlace.

      La ciudad, esa mañana, amanecía contagiada por mi nerviosismo. Transcurrieron aún algunos minutos y me imaginé a mí mismo aguardando un cadáver. ¿Cómo serían mis reacciones? De pronto se me ocurrió pensar en un montón de cosas que jamás en mi vida, hasta entonces, me había permitido pensar: ¿cómo estaría vestido mi padre el día de su entierro? ¿Tendría abierta la tapa del cofre o no? ¿Las balas le habrían alterado la expresión de su semblante? Yo lo recordaba exclusivamente por la fotografía que mamá mantuvo durante toda su vida sobre la vieja radio General Electric de nuestra casa. ¿Tendría, el día de su sepultura, la misma corbata blanca y delgada, la camisa clara, y el traje oscuro que yo vislumbraba apenas en la foto blanco y negro de una boda prematura? ¿Prematura a pesar de los diez años de noviazgo? De seguro no tendría la misma cara risueña.

      Tenía tantos años de no ver a Jaime que no quería ni siquiera imaginármelo. No quería imaginar nada.

      Sobre el plano inclinado que conduce al canal de salida, desde el sótano, donde estaba el estacionamiento subterráneo de la Corte, todos percibimos un pequeño pickup de color azul. Detrás venía un hombre viejo con sombrero de paja sosteniendo delicadamente una caja. A su lado vi dos niñas y un par de mujeres. Adelante, en la cabina, un hombre conducía el vehículo y una mujer, vestida de negro, vieja, lloraba escrupulosamente. Lloraba a conciencia. Me imaginé que era la madre.

      Al salir fueron interceptados por una tormenta eléctrica de destellos fotográficos y por la horda de fotógrafos y reporteros que reclamó respuestas, declaraciones, reacciones. El viejo dijo algunas palabras inaudibles y se echó a llorar. Yo solo pude ver sus inmensas manos cuarteadas contra un rostro diminuto y el sombrero de paja.

      Los otros cadáveres ya no estaban en la Morgue Judicial, sino que los familiares los habían reclamado durante la noche. La Cruz Roja había organizado un funeral colectivo en su sede debido a que la mayoría de las víctimas carecía de los más mínimos recursos. ¿Qué hacía, entonces, mi hijo Jaime entre ellos? Así que tomé un taxi y volé hasta las inmediaciones del Paseo Colón.

      Ahí, detrás del casi ruinoso edificio del Ministerio de Salubridad, seguía estando el cajón cuadrado, de cemento y vidrio, de la Cruz Roja. Noté igual cantidad de periodistas, camarógrafos, fotógrafos y toda clase de curiosos, pero reinaba un ambiente de estupor general. Una veintena de ambulancias permanecía regada en las calles laterales y la vela de difuntos ocupaba el sótano de 250 metros cuadrados. Ingresé, entonces, en otro mundo.

      Tal vez podían ser las cinco de la tarde de un día gris, sofocado, aciago, en el lugar más húmedo del planeta, en el año más lluvioso de su historia, según me enteré después. Aquel año se recordaría por dos cosas: por la masacre de La Cruz y por el nivel pluvial, que fue el mayor del siglo. Sin embargo aquel día de difuntos no llovía.

      El lugar era tan grande que a pesar de la gente la masa humana no formaba un cuerpo compacto sino más bien lleno de grietas y parcelado por corros de gente que vacilaban entre atraerse unos a otros y repelerse, entre concentrarse o dispersarse. El gran salón estaba acordonado por cirios que le daban un tinte de tinieblas a quienes iban siguiendo una serpenteante fila hasta un altar improvisado donde aguardaban cinco de los cadáveres. Conforme me iba introduciendo en el salón me impresionaba más ese mundo remoto, que yo creía ver desde el batiscafo de mis dos ojos como quien baja al fondo de la noche, al fondo del mar o al fondo de su destino.

      Yo era yo, con mi traje de hierro, con la escafandra de mi culpa, yo era el testigo invisible para los hombres sin ojos de aquella larga catacumba que me llevaría hasta un viaje sin retorno. Busqué sin remedio a alguien con quien poder identificarme: una madre, un padre, un hermano, unos parientes, pero a pesar de que iba avanzando rápidamente por aquellos pasillos de gente vestida de colores oscuros, todos mostraban una máscara de dolor informe que no me permitía penetrar en el sentido final de aquella expresión. Era dolor o más que dolor era horror. Una mueca congelada de horror.

      Tal vez habían gritado toda la noche, pensé, y estarían ya hartos, con la garganta ronca y los ojos arrasados. No lo sabría nunca. Algunos grupos dispersos conversaban entre sí en silencio, quedamente, como si no quisieran molestar. Otros eran más ruidosos y hablaban en gestos exaltados que se presentaban detrás de la misma vitrina del absurdo. Yo buscaba, en medio de aquel infierno luctuoso, un mensaje. Un mensaje para mí.

      Me iba