que no podría decir estereotomía sin que ello lo llevara a pensar en átomos y, por lo tanto, en las teorías de Epicuro; y dado que, cuando hablamos de este tema no hace mucho, mencioné la singularidad y la poca atención con que las vagas intuiciones de aquel noble griego habían sido confirmadas por la antigua cosmogonía nebular, pensé que no podría usted sustraerse a la tentación de alzar la mirada hacia la gran nebula de Orión, y desde luego esperaba que hiciera eso. Y miró usted hacia arriba, y entonces estuve seguro de haber seguido sus cavilaciones correctamente. Pero en esa amarga diatriba sobre Chantilly que apareció en el Musée de ayer, el satírico autor, al hacer unas ofensivas alusiones al cambio de nombre del zapatero para calzarse los coturnos, citaba un verso latino sobre el que hemos conversado a menudo. Me refiero al verso
Perdidit antiquum litera prima sonum.9
»Yo le había dicho a usted que esto se refería a Orión, antiguamente escrito Urión; y debido a cierta acrimonia suya mientras yo le presentaba esta explicación, sabía que no podría usted haberla olvidado. Estaba claro, por lo tanto, que no dejaría de relacionar esas dos ideas de Orión y Chantilly. Que en efecto las había relacionado lo vi en la naturaleza de la sonrisa que apenas esbozó. Pensó en la inmolación del pobre zapatero. Hasta entonces usted había ido caminando encorvado, pero en ese momento vi que se erguía en toda su estatura. Y supe, sin lugar a duda, que había pensado en la diminuta figura de Chantilly. En este punto interrumpí sus meditaciones para comentar que, como en verdad era un hombre muy menudo, el tal Chantilly, estaría mejor en el Théâtre des Variétés.
No mucho después de esto estábamos hojeando una edición vespertina de la Gazette des Tribunaux, cuando los siguientes párrafos atrajeron nuestra atención:
insólitos asesinatos. Esta madrugada, sobre las tres, los habitantes del Quartier St. Roch fueron despertados por unos terribles alaridos, provenientes, al parecer, de la cuarta planta de una casa de la rue Morgue, que se sabe ocupada solamente por una tal madame L’Espanaye y su hija, mademoiselle Camille L’Espanaye. Después de cierta demora, ocasionada por un infructuoso primer intento de acceder de la manera habitual, la puerta de acceso fue forzada con una palanca, y ocho o diez vecinos entraron acompañados por dos gendarmes. Para entonces los gritos habían cesado, pero, cuando el grupo subía a toda prisa el primer tramo de escaleras, se oyeron dos o más voces roncas que peleaban con tono airado y que parecían proceder de la parte superior de la casa. Al llegar al segundo rellano estos sonidos también habían cesado y todo quedó en perfecto silencio. Los vecinos se dispersaron y recorrieron con celeridad todas las habitaciones. Al llegar a un gran aposento de la cuarta planta (cuya puerta, cerrada con llave desde dentro, fue forzada) se hallaron frente a una visión que sobrecogió a todos los presentes con no menos horror que estupefacción.
El lugar estaba en terrible desorden, los muebles destrozados y tirados en todas direcciones. Había una única cama, cuyo colchón se había arrojado al suelo. En una silla había una navaja, manchada de sangre. En el hogar de la chimenea había dos o tres mechones, largos y espesos, de cabello humano gris, también manchados de sangre, y que parecían haber sido arrancados de raíz. En el suelo se encontraron cuatro napoleones,10 un pendiente de topacio, tres cucharas grandes de plata, tres más pequeñas de métal d’Alger11 y dos bolsas que contenían casi cuatro mil francos de oro. Los cajones de un bureau, que ocupaba una esquina, estaban abiertos y habían sido, al parecer, desvalijados, aunque todavía quedaban en ellos muchos artículos. Se encontró una pequeña caja fuerte de hierro bajo el colchón (no bajo la cama). Estaba abierta, con la llave aún en la cerradura. No había nada dentro salvo unas cuantas cartas antiguas y otros papeles de poca importancia.
De madame L’Espanaye no había rastro allí; pero, al encontrarse una cantidad inusual de hollín en el hogar de la chimenea, se inspeccionó la campana y, ¡es horrible relatarlo!, de allí se sacó, cabeza abajo, el cuerpo de la hija, que había sido encajado en el estrecho conducto hasta una considerable altura. El cadáver estaba aún caliente. Al examinarlo se observaron muchas excoriaciones, ocasionadas sin duda por la fuerza con la que el cuerpo había sido metido en aquel lugar y extraído después. Tenía muchos arañazos en la cara, y, en la garganta, oscuras contusiones y profundas marcas de uñas, como si la muchacha hubiera muerto estrangulada.
Tras un riguroso escrutinio de cada habitación de la casa, sin que se descubriera nada más, el grupo se dirigió a un pequeño patio enlosado de la parte trasera del edificio, donde yacía el cadáver de la anciana señora, con tal corte en la garganta que, al intentar levantar el cuerpo, la cabeza se desprendió. El cuerpo, al igual que la cabeza, estaba muy mutilado, tanto que apenas conservaba apariencia humana.
De este horrible misterio no se tiene todavía, según creemos, la menor pista.
El periódico del día siguiente traía estos datos adicionales:
la tragedia de la rue morgue. Varias personas han sido investigadas con respecto a este extraordinario y espantoso affaire [la palabra affaire aún no tiene, en Francia, el significado frívolo que tiene entre nosotros], pero nada se ha sabido que arroje algo de luz al misterio. Reproducimos a continuación toda la información relevante obtenida.
pauline dubourg, lavandera, declara que conoce a las fallecidas desde hace tres años, y que les ha lavado la ropa durante ese tiempo. La anciana y su hija parecían llevarse bien, muy afectuosas la una con la otra. Eran excelentes pagadoras. No puede opinar sobre su modo o medio de vida. Cree que madame L. se ganaba la vida leyendo la buenaventura. Se decía que tenía dinero ahorrado. Nunca vio a otras personas en la casa cuando iba a recoger la ropa o a llevarla. Está segura de que no empleaban a ningún sirviente. Parecía no haber muebles en ninguna parte de la casa excepto en el cuarto piso.
pierre moreau, estanquero, declara que lleva casi cuatro años vendiéndole a madame L’Espanaye pequeñas cantidades de tabaco y rapé. Es nacido en el vecindario y siempre ha residido en el mismo. La fallecida y su hija llevaban más de seis años viviendo en la casa en la que se encontraron los cuerpos. Anteriormente estuvo ocupada por un joyero que realquilaba las habitaciones superiores a otras personas. La casa era propiedad de madame L. y, como estaba descontenta con la forma en que su inquilino se aprovechaba del inmueble, se instaló allí ella misma y se negó a alquilar ninguna habitación. La anciana señora estaba muy débil. El testigo vio a la hija cinco o seis veces durante los seis años. Las dos llevaban una vida sumamente retirada; se decía que tenían dinero. El testigo había oído decir a los vecinos que madame L. leía la buenaventura; no lo creyó. Nunca vio a nadie cruzar la puerta excepto a la anciana y a su hija, un recadero un par de veces y un médico unas ocho o diez veces.
Muchas otras personas, vecinos, dieron testimonio en el mismo sentido. No se mencionó a nadie que frecuentara la casa. No se sabía si madame L. y su hija tenían algún pariente vivo. Las contraventanas de la parte delantera raramente se abrían. Las traseras siempre estaban cerradas, con excepción de las de la habitación grande, en el cuarto piso. La casa era de calidad, no muy antigua.
isidore muset, gendarme, declara que fue llamado a la casa sobre las tres de la madrugada y que encontró a unas veinte o treinta personas en la puerta, intentando acceder. La abrió, por fin, con una bayoneta, no con una palanca. No halló gran dificultad en abrirla, debido a que era una puerta doble, o de dos hojas, y no tenía el pestillo echado ni abajo ni arriba. Los gritos continuaron en el interior hasta que se forzó la puerta y luego cesaron repentinamente.
Parecían ser gritos de alguna persona (o personas) que estuviera sufriendo mucho; eran fuertes y prolongados, no cortos y rápidos. El testigo subió las escaleras delante de los demás. Al llegar al primer rellano oyó dos voces que discutían muy alto, una voz ronca, la otra mucho más aguda, una voz muy extraña. Pudo distinguir algunas palabras de la primera, que era de un francés. Estaba seguro de que no era una voz de mujer. Pudo distinguir las palabras «sacré» y «diable». La voz aguda era de un extranjero. No estaba seguro de si era una voz de hombre o de mujer. No pudo distinguir lo que decía, pero creía que el idioma era español. El estado de la habitación y de los cuerpos fue descrito por este testigo tal y como este medio lo referió ayer.
henri duval, un vecino, de profesión platero, declara que fue una de las personas del grupo que primero entró en la casa. Corrobora el testimonio de Muset en general. En