hubiera estado familiarizado con el idioma español. El holandés mantiene que era la voz de un francés, pero vemos que, al no entender el francés, el testigo fue interrogado mediante un intérprete. El inglés cree que la voz es de un alemán, y no entiende el alemán. El español «está seguro» de que era la voz de un inglés, pero «juzga por la entonación» solamente, ya que no tiene conocimientos de inglés. El italiano cree que la voz es de un ruso, pero nunca ha conversado con un natural de Rusia. Un segundo francés difiere, además, con el primero y está seguro de que la voz era de un italiano; pero al no conocer ese idioma, está, como el español, «convencido por la entonación». Vaya, qué extrañamente inusual debe haber sido esa voz, en verdad, para haber suscitado un testimonio como éste y en cuya entonación, incluso, ciudadanos de cinco grandes países de Europa no pudieron reconocer nada familiar. Dirá usted que podría haber sido la voz de un asiático o un africano. Ni asiáticos ni africanos abundan en París, pero sin negar esa deducción, ahora quiero llamar su atención sobre tres cuestiones. Un testigo define la voz como «más que aguda, estridente». Otros dos la describen como «rápida y desigual». Ninguna palabra, ningún sonido que pareciera una palabra, fue mencionada por ningún testigo como reconocible.
»No sé –continuó Dupin– qué impresión habré causado, por ahora, en su entendimiento; pero no me cabe duda de que estas legítimas deducciones de los testimonios, en relación con la voz ronca y la aguda, son en sí mismas suficientes para generar una sospecha que orientará todo progreso en la investigación del misterio. He dicho «legítimas deducciones», pero eso no expresa con exactitud lo que quiero decir. Intento dar a entender que las deducciones son las únicas acertadas y que una única sospecha surge inevitablemente de ellas como único resultado. No diré todavía, sin embargo, cuál es la sospecha. Simplemente deseo que tenga usted en cuenta que, para mí, era forzoso darles una forma definitiva, un determinado rumbo, a las indagaciones que hice en la habitación.
»Trasladémonos ahora, con la imaginación, a ese cuarto. ¿Qué es lo primero que tenemos que buscar allí? La forma de escapar utilizada por los asesinos. No está de más suponer que ninguno de nosotros cree en sucesos sobrenaturales. Madame y mademoiselle L’Espanaye no fueron masacradas por espíritus. Los autores del hecho eran seres materiales y escaparon de forma material. ¿Cómo, entonces? Por fortuna no hay sino una manera de razonar sobre el asunto, y esa manera tendrá por fuerza que llevarnos a una conclusión definitiva. Examinemos, una por una, las posibles formas de escapar. Está claro que los asesinos estaban en la habitación en la que fue encontrada mademoiselle L’Espanaye, o al menos en la habitación contigua, cuando los vecinos subieron las escaleras. Por lo tanto, sólo pueden haber buscado salidas desde estas dos estancias. La policía ha dejado al descubierto los suelos, los techos y la mampostería de las paredes, en todas partes. Ninguna salida secreta puede haber escapado a su vigilancia. Pero, desconfiando de sus ojos, yo hice un examen con los míos. No había, efectivamente, salidas secretas. Las dos puertas que llevan de las habitaciones al pasillo estaban bien cerradas, con la llave por dentro. Volvamos a las chimeneas. Éstas, aunque tienen la anchura habitual hasta unos dos o tres metros por encima del hogar, no admitirían, por toda su longitud, el cuerpo de un gato grande. Demostrada la absoluta imposibilidad de salir por estas vías, sólo nos quedan las ventanas. Por las de la habitación delantera no podría haber escapado nadie sin ser visto por la multitud que había en la calle. Los asesinos tienen que haber salido, por lo tanto, por las de la habitación trasera. Ahora bien, llegados a esta conclusión de forma tan inequívoca, no podemos, como razonadores, rechazarla a causa de aparentes imposibilidades. Sólo nos queda demostrar que estas aparentes «imposibilidades» no son tales en realidad.
»Hay dos ventanas en la habitación. Una de ellas no está bloqueada por ningún mueble y es por completo visible. La parte inferior de la otra queda oculta a la vista por el cabecero de una pesada cama que está arrimada a ella. La primera ventana se encontró cerrada desde dentro. Resistió todos los esfuerzos de quienes intentaron abrirla. A la derecha del marco habían taladrado un agujero grande, y ahí se encontró un clavo muy grueso metido casi hasta la cabeza. Al examinar la otra ventana se descubrió un clavo similar encajado de la misma manera, y un vigoroso intento de levantar el bastidor de esta ventana también fracasó. La policía quedó totalmente convencida de que la salida no se había producido por esas vías. Y, por lo tanto, se consideró innecesario sacar los clavos y abrir las ventanas.
»Mi examen personal fue algo más detallado por la razón que acabo de señalar: porque hay que demostrar que las aparentes imposibilidades, en realidad, no lo son.
»Seguí razonando, a posteriori, lo siguiente. Los asesinos sí que escaparon por una de estas ventanas. En ese caso, no pudieron haber vuelto a asegurar los bastidores desde el interior, tal y como se encontraron, consideración que puso fin, por su obviedad, al escrutinio de la policía en esta habitación. Sin embargo, los bastidores estaban asegurados. Por lo tanto, tenían que poder cerrarse solos. Esta conclusión era inevitable. Me acerqué a la ventana, saqué el clavo con alguna dificultad e intenté levantar el bastidor. Resistió todos mis esfuerzos, como había imaginado. Tenía que haber, comprendí entonces, un resorte oculto; y la corroboración de mi idea me convenció de que mis suposiciones, al menos, no iban desencaminadas, por muy misteriosas que siguieran siendo las circunstancias relativas a los clavos. Una cuidadosa búsqueda pronto sacó a la luz el resorte oculto. Lo presioné y, satisfecho con el descubrimiento, me abstuve de abrir la ventana.
»Entonces volví a colocar el clavo y lo miré con atención. Una persona que saliera por la ventana podría haberla cerrado de nuevo, y el resorte la habría bloqueado, pero no habría podido volver a poner el clavo. La conclusión era simple, y de nuevo restringía el ámbito de mis investigaciones. Los asesinos tenían que haber escapado por la otra ventana. Suponiendo, entonces, que los resortes de cada bastidor fueran iguales, como era probable, tenía que haber alguna diferencia en los clavos, o al menos en la forma en que estaban fijados. Subiéndome al armazón de la cama, observé minuciosamente, por encima del cabecero, el marco de la segunda ventana. Pasando la mano por detrás de la madera, enseguida descubrí y presioné el resorte, que era, como había supuesto, idéntico al otro. Entonces observé el clavo. Era tan grueso como el anterior y, en apariencia, estaba fijado de la misma manera, metido casi hasta la cabeza.
»Dirá usted que me quedé perplejo, pero, si piensa eso, es que no ha entendido la naturaleza de estas deducciones. Por usar una expresión deportiva, yo no había «cometido falta» ni una vez. No había perdido el rastro ni por un instante. No había fallos en ningún eslabón de la cadena. Había rastreado el misterio hasta su conclusión definitiva, y la conclusión era «el clavo». Éste era, en todos los sentidos, igual que el de la otra ventana; pero este hecho era, en verdad, una absoluta nadería, por muy concluyente que pueda parecer, en comparación con la circunstancia de que aquí, en este punto, concluía la pista. Tiene que haber algún problema, me dije, con el clavo. Lo toqué, y la cabeza, junto con unos seis milímetros de la caña, me cayó en la mano. El resto de la caña seguía en el agujero. La fractura era antigua, porque había óxido incrustado en los bordes, y se había producido, en apariencia, por el golpe del martillo que había insertado parcialmente, en la parte de arriba del bastidor inferior, la cabeza del clavo. Entonces volví a colocar con cuidado el trozo del clavo en la muesca de la que lo había sacado, y éste adquirió la apariencia de un clavo normal: la fisura era invisible. Presionando el resorte subí con cuidado el bastidor unos centímetros; la cabeza del clavo subió al mismo tiempo, firme en su hueco. Cerré la ventana y la apariencia de un clavo completo volvió a ser perfecta.
»El enigma, hasta aquí, estaba resuelto. El asesino había escapado por la ventana que quedaba por encima de la cama. Al cerrarse por sí misma tras la escapada, o quizá cerrada a propósito, la ventana había quedado bloqueada por el resorte; y el bloqueo de ese resorte fue malinterpretado por la policía, que creyó que el bloqueo lo producía el clavo y, por lo tanto, consideró que no era necesario seguir indagando.
»La siguiente cuestión es cómo bajaron. Respecto a este punto he dado con la respuesta durante nuestro paseo alrededor del edificio. A un metro y medio de distancia del marco de la ventana en cuestión hay un pararrayos. Desde este pararrayos habría sido imposible a cualquiera alcanzar la ventana, no digamos entrar por ella. He observado, no obstante, que las contraventanas de la cuarta