Maria Acosta

La Moneda De Washington


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de fotografía al que quería echar una ojeada y ya no estaba el hombre que conocía desde hacía años, también es verdad que hacía dos meses que no pasaba por allí; y resulta que mientras tanto el hombre se había jubilado y aquella extraña muchacha había ocupado su lugar: no era muy alta, puede que ni llegase al 1,60 de altura, llevaba el pelo teñido de azul y amarillo, muy corto y peinado hacia atrás. En la nariz llevaba un pequeño aro de plata, y en las orejas unos pendientes también de plata con una pluma pendiendo de cada uno de ellos. Sus ojos verdes estaban maquillados con kool negro y llevaba los labios pintados de rojo y perfilados de negro. La cara era pequeña, fina y delgada. El primer día que vio a Uxía llevaba puesta una minifalda de cuero negro, una camiseta de los Sex Pistols, medias negras y unas botas de cuero rojo de tacón bajo. Completaban su atavío unos mitones negros hasta los codos. No era, por supuesto, la clásica bibliotecaria. Detrás de esa imagen estrafalaria había una persona muy inteligente, simpática y trabajadora que estaba encantada con su trabajo entre libros, ayudando a la gente a encontrar lo que necesitaba, muy amable y con una paciencia infinita.

      Ariel envolvió la moneda en el trozo de papel y luego la metió en un compartimento con cierre que tenía su cartera. Ya había acabado la Semana Santa y no había tanto trabajo en la tienda por culpa de los revelados de estas pequeñas vacaciones antes del verano, pediría en la tienda una mañana libre, quizás la del miércoles, para poder acercarse a la biblioteca y hablar con la chavala, a ver qué le podía decir. Ariel guardó la cartera en el bolsillo interior de su cazadora, se levantó y salió de la plaza, se dirigió hacia la izquierda y cogió la primera calle que encontró al llegar a la plaza de Azcárraga, bordeó capitanía General y salió al Paseo del Parrote para ya enfilar Puerta Real y la Dársena. A continuación fue hasta la calle de la Barrera y en una de las tascas tomó un vino y una tapa, estaba a punto de marchar cuando, para su asombro, entró en ese mismo momento la muchacha de la biblioteca, Uxía, con una amiga. Ella lo reconoció y le saludó, Ariel respondió a su saludo y fue hacia ella.

      –Mira qué casualidad, justo esta tarde estaba pensando en ti –dijo él.

      – ¿Ah, sí? –respondió ella – ¿Cómo es eso?

      –Tengo que ir la próxima semana por tu trabajo para conseguir información.

      – ¿Algún libro de fotografía? –preguntó Uxía.

      –No. Sobre la Guerra de Independencia de Estados Unidos.

      –¡Fantástico! Tienes suerte de que sea uno de mis temas preferidos –mintió ella arrepintiéndose casi en el momento de decir semejante estupidez. –Puedo explicarte cualquier cosa sobre esa época.

      –Ya nos veremos el miércoles, hasta luego –dijo Ariel dándole un beso en las dos mejillas y saliendo de la tasca.

      – ¡Pero si tú no sabes nada de eso! –dijo en voz baja Andrea.

      –Ya me las arreglaré –respondió Uxía sentando en una silla alta en la barra de la tasca –¿A qué es muy guapo?

      –Si tú lo dices. Me gustaría verte el miércoles cuando vaya.

      –Tengo unas cuantas revistas de historia en casa y una memoria muy buena, en cuanto llegue esta noche a casa las busco. ¡Dous ribeiros1 , por favor! –dijo Uxía al camarero que, en ese momento, se había parado delante de ellas –y dos tapas de calamares en su tinta. Gracias.

      – ¿Y el concierto?

      –Eso no va a durar más de una hora. Tengo tiempo de sobra.

      – ¡Te metes en cada lío…! –dijo Andrea mientras bebía un sorbo de vino.

      –Pero vale la pena –respondió Uxía mientras comenzaba a degustar su tapa –tengo que conseguir salir con él.

      –Esta vez te ha dado muy fuerte.

      ¿Por qué le había dado dos besos? Iba pensando Ariel. Si casi no la conocía. De todas formas, a ella no pareció molestarle, y a él tampoco le importó dárselos. Sólo había hablado con ella una vez y de cosas sin importancia, y parecía que se conocían desde hacía años. A veces la vida tiene esas cosas. Quería llegar temprano a casa, tenía que hacer una foto a la moneda. Ya estaba en la Estrecha de San Andrés, subió por la cuesta de O viñedo, giró hacia la izquierda y salió a la calle del Orzán, comenzó a caminar hacia la Plaza de Pontevedra, pasó al lado de la tienda de instrumentos musicales y, un poco más allá, en un portal de madera muy viejo, se paró, sacó las llaves del bolsillo del pantalón, lo abrió y subió las escaleras hasta el segundo piso, ya le quedaba menos para acabar de pagarlo, dentro de siete años ya sería completamente suyo. Había tenido suerte en la vida: había encontrado un trabajo cuando era muy joven y había conseguido hacerse con esta ganga a los pocos años y ahora estaba acabando de pagar la maldita hipoteca. Vivía solo y además era muy ahorrador.

      Dejó la cazadora en un armario que había a la izquierda de la puerta de entrada, luego fue hasta el fondo del pasillo, donde estaba la cocina, calentó unos macarrones con carne y salsa de tomate que habían sobrado de la comida y abrió una cerveza sin alcohol; llevó todo a la sala de estar, cerca de la entrada del piso, puso la cena sobre una mesita de cristal enfrente del sofá, se sentó y encendió el televisor. Estaban con las noticias. Lo de siempre: guerras en Oriente Próximo, gente hambrienta en África, narcotráfico en Sudamérica, y peleas en los aviones y trenes en España. Cambió unas cuantas veces de canal pero en todos hablaban de lo mismo; se levantó, cogió el periódico que estaba encima de la mesa del comedor y le echó una ojeada a la programación mientras comía los macarrones. tonterías. Acabó de cenar, recogió los platos y el casco de la cerveza, dejó todo encima de la mesa de la cocina y volvió al salón a preparar la mesa para hacerle la foto a la moneda. Cambió de nuevo el objetivo a la cámara por otro que le permitiese una mayor definición de imagen; tiró una docena de fotos: la moneda entera, los trozos por separado, por la cara, por la cruz. En fin, todas las posibilidades que se le ocurrieron. Ya había acabado con el carrete. Miró el reloj. Las once. Tendría que dejar para mañana por la tarde el revelado, mañana tenía que levantarse muy temprano, (un reportaje de una boda) y había que preparar todo bien antes de marchar. Recogió la moneda, la guardó de nuevo en la cartera, puso los cerrojos y se fue a la cama a leer un poco antes de dormir.

      Al día siguiente, ya por la tarde, Ariel se encerró en el cuarto oscuro que tenía cerca de la cocina; en realidad, cuando compró la casa, era un aseo pero ya tenía un cuarto de baño cerca bastante apañado y no necesitaba otro, de todas formas, vivía solo, así que lo convirtió en cuarto oscuro para revelar sus fotos. Por lo que respecta a la fotografía Ariel era muy clásico: no le gustaban demasiado las cámaras digitales, prefería pelear con su vieja cámara réflex, con los negativos y el montón de productos que hacían falta para sacar adelante una fotografía, aunque cada día eran más difíciles de conseguir. Pero él era un fotógrafo profesional y no tenía demasiados problemas con eso. Estaba hecho polvo pero quería tener listas las fotografías de la moneda para el día siguiente cuando fuese a visitar a su amiga, la bibliotecaria. El reportaje de la boda fue, como siempre que había uno de estos encargos, una pesadez tremenda, por no hablar de las pequeñas peleas que había de vez en cuando entre los que deseaban salir en ellas, y luego pasó el resto del día en el laboratorio de la tienda revelando las dichosas fotos. Al jefe no le importó que se cogiese el martes libre, es decir mañana, pero no el miércoles porque ese día tenía un bautizo. Con estos trabajos ganaba un montón de dinero pero a Ariel no le hacían mucha gracia porque estaban muy limitados artísticamente. Prefería cuando tenían que preparar un calendario de la ciudad o cualquier otro reportaje por encargo del ayuntamiento. Él, por su cuenta, hacía catálogos para algunas galerías de arte de Coruña y debido a eso conocía a un montón de gente que siempre le conseguía más trabajo. Otra cosa que le gustaba era utilizar el ordenador para retocar las fotos: se podían arreglar muchos errores con ellos y, aunque a veces tenías que pelear bastante con los programas de retoque fotográfico, reconocía que eran un gran invento y que se podían conseguir auténticas maravillas, por ejemplo, limpiando las fotos antiguas.

      Estuvo trabajando un buen rato en el laboratorio de su casa hasta que por fin consiguió revelar las fotos de la