Maria Acosta

La Moneda De Washington


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–preguntó Ricardo más nervioso que al principio.

      – ¡Tienes unas ideas! ¿Después de tantos años? Tranquilízate, hombre. Venga, olvídalo. Quédate hasta la hora de cerrar, yo tengo que irme. Adiós –dijo mientras salía de la tienda y dejaba al pobre Ricardo con sus manías, sentado detrás del mostrador. Ya hablaría con él por la tarde. De todas formas, si le quedaba tiempo después de visitar al nuevo cliente intentaría pasar por el sitio para comprobar si Ricardo tenía razón o no.

      Ricardo no se había equivocado. Klauss-Hassan, el espía turco que tanto trabajo les había dado en la aventura de Las Sombras, estaba viviendo en Coruña desde hacía poco más de dos años. Aunque con unas cuantas arrugas de más su apariencia era la misma que hacía quince años: alto, con el cabello negro y la piel morena clara. Después de conseguir huir de la vigilancia de los chavales y de los ingleses y llegar hasta la casa de su amigo y cómplice Francesco dalla Vitta, se quedó allí unos días recuperándose y volvió a las montañas de Turquía con su familia. Allí siguió entrenando a los jóvenes turcos en la lucha cuerpo a cuerpo y al poco tiempo se casó con una muchacha de la zona, con la que había tenido cinco hijos y dos hijas. Con cuarenta y cinco años conservaba toda su fuerza, puede que se hubiera vuelto un poco más astuto y el matrimonio lo había hecho un poco más prudente pero seguía teniendo una inmensa influencia dentro de su organización. Ahora estaba en la ciudad organizando una nueva misión, con tranquilidad, con mucha más prudencia que cuando era más joven. Había llegado con toda su familia y gracias al dinero de la organización había montado una tienda de artesanía turca en una calle del centro de la ciudad, un poco distante del follón de las más comerciales. Su hijo mayor, Omar, de catorce años, le ayudaba con la tienda después del colegio, parecía mayor debido a su altura y su constitución fuerte, heredada de su padre. Ni siquiera su mujer sabía cuál era su auténtico trabajo, sus hijos pensaban que era un simple comerciante, trabajador y amante de su familia.

      Se había adaptado muy bien a su nueva vida en un país tan alejado del suyo y ahora estaba viviendo una etapa muy apacible. Puede que demasiado apacible y sabía que esto no iba a durar mucho. Desde su tienda, mientras estaba atendiendo a un cliente, le pareció ver, en una furgoneta que había parado enfrente de la puerta, esperando a que alguien pasara el paso de peatones que había un poco más adelante para continuar, a uno de los muchachos que tanto trabajo le habían dado la otra vez. Desde luego ya no era un chaval, calculaba que debía andar por los treinta y pocos, pero sí que era uno de ellos, en eso no tenía ninguna duda. Vio como él se quedaba mirando la tienda pero no estaba seguro de si lo había visto o no, ni tampoco si lo había reconocido. Esperaba que no. No podía tener tan mala suerte, encontrarse otra vez con esos parvos2 cuando justo ahora iba a llevar a cabo, a lo mejor, la última misión de su vida y deseaba comenzar de nuevo junto con su familia una nueva vida sin más sobresaltos, peleas ni problemas.

      Después de que hubo marchado el cliente llegó nueva mercancía a la tienda y en ese momento Klauss-Hassan estaba ordenándola en el almacén que había al fondo del local. Ya llevaba más de dos horas con este trabajo y no pudo darse cuenta de que alguien había entrado en la tienda a echar una ojeada y que esa persona era Teresa García Olavide, una de las chavalas que había conocido años atrás, que había hecho caso a su hermano sobre las sospechas acerca de la estancia del espía turco en Coruña. Pero Teresa no lo vio a él sino a su hijo, que tanto se le parecía, y enseguida, pensando que su hermano se había confundido, salió sin más del local.

      Estaba a punto de acabar de colocar la mercancía en los estantes cuando Klauss-Hassan se dio cuenta de que se le estaba haciendo tarde. Tenía que irse enseguida al aeropuerto de Coruña para ir a recoger a su mejor amigo François Corouges-Maland. Hacía muchos años que no lo veía y que sólo se había relacionado con él por carta, pero ahora lo necesitaba otra vez, sólo esperaba que la edad lo hubiese tranquilizado un poco. Dejó a su hijo, que ese día no tenía colegio a causa de unas obras urgentes que estaban haciendo y que durarían una semana, a cargo de la tienda, cogió el viejo Land Rover que tenía aparcado en un garaje cerca del paso de cebra, y se fue a todo meter al aeropuerto. A ver si esta vez no metía la pata como en la historia de Las Sombras.

      Mientras iba en busca de su viejo amigo, Klauss-Hassan se puso a recordar todo lo que le había contado su compañero sobre su vida todos estos años. Se fue de Venecia, había sido desenmascarado y tuvo que marcharse de la ciudad como alma que lleva el diablo. Había vuelto a Canadá, a Toronto, y durante un tiempo estuvo intentando introducirse en cualquiera de las logias masónicas del país, incluso en la Freemasonry, la más antigua de Canadá, a la que sólo se puede acceder por la invitación de dos de sus miembros. Intentaba, de esta manera, conseguir cierta influencia política y, a lo mejor, utilizar a sus miembros para todavía crecer más económicamente gracias a las relaciones que conseguiría, pero no lo consiguió; nadie se fiaba de él. Viendo que por ahí no iba a obtener nada, había vuelto a Venecia a vivir en su palacio, intentando llevar una vida tranquila hasta que de nuevo lo había llaqmó su viejo amigo para que le echase una mano. Klauss-Hassan, cuando sus superiores en la organización le propusieron que volviese a utilizalo, al principio se negó, no quería volver a trabajar con François, pero ellos insistieron y no pudo hacer otra cosa que acatar las órdenes que le habían dado. Pero no pensaba que fuese una buena idea. Esperaba, por el bien de todos, que estuviese equivocado y que François Corouges-Maland, o Francesco dalla Vitta como le gustaba que le llamasen, no metiese la pata esta vez.

      Aún tuvo que esperar casi veinte minutos en el aeropuerto a que aterrizase el avión que traía a su amigo, pero cuando por fin llegó casi no lo reconocía. Estaba muy cambiado: había engordado mucho, el cabello se le había puesto muy blanco y vestía un traje de color azul marino con corbata a rayas. Parecía un abogado de un importante bufete o un ejecutivo de una multinacional. Lo único que no había cambiado desde que lo había conocido eran sus ojos oscuros y su manera rebuscada de hablar. Se dieron un fuerte abrazo y luego, después de una conversación intrascendente sobre el viaje y el tiempo que estaba haciendo en la ciudad, fueron a recoger el equipaje en la cinta transportadora.

      Estaban tan concentrados en sus cosas que no se dieron cuenta de la presencia de un hombre alto, de más de un metro ochenta, impecablemente vestido con un traje de seda y corbata también de seda, puede que con una barriga un poco prominente y una incipiente calvicie en su frente, de cabello oscuro y ondulado y con la piel morena propia de quien va de vez en cuando al solárium. Había llegado en el mismo avión que Francesco, entre él y los dos amigos había media docena de pasajeros, y ninguno de ellos se había percatado de su presencia. Estaba aquí por negocios y su nombre era Luís Barros Sánchez, era uno de los socios de un importante bufete de Madrid, Baker & McKenzie, y hacía quince años había vivido, junto con sus amigos Teresa García Olavide, su hermano Ricardo, Sofía Castro Souto y Carla Monte-Ollivellachio, una peligrosa y emocionante aventura. Después de eso había terminado Derecho y Empresariales y luego fue a Estados Unidos a hacer un máster. Cuando volvió consiguió un trabajo en la empresa en que, recientemente, lo habían ascendido y se casó con la hija de uno de sus socios. Padre de dos hijos vive en un impresionante y amplio ático en el barrio de Salamanca, en Madrid. En este momento, cuando está recogiendo la elegante maleta de piel roja, está pensando cómo conseguir que el abogado que tanto trabajo les dio en el caso de la compra del edificio del antiguo Cine Avenida de la ciudad de Coruña pase a trabajar para ellos.

      Había perdido todo contacto con sus amigos salvo con Sofía, de la que sabía que se había ido a vivir a un pueblo cerca de Coruña. Se puso en la cola de espera de los taxis, no tenía prisa, hasta el día siguiente no tenía la cita con el abogado, comería en el Hotel Atlántico, que era donde iba a permanecer mientras estuviese en la ciudad, y luego subiría a su habitación a descansar. No aguantaba los viajes en avión, lo dejaban agotado. Sólo quedaban dos personas delante de él cuando vio pasar un Land Rover tan despacio que pudo ver perfectamente a los dos ocupantes del vehículo. Creyó reconocerlos. Sobre todo al conductor pero no los conseguía ubicar. Daba igual. Ya se acordaría. En ese momento un taxi paró delante de él, cogió la maleta, se la dio al taxista, que la metió en el maletero, y se fue hacia Coruña. Dio la dirección del hotel y arrancaron enseguida. Luís se puso a pensar en los dos hombres del Land Rover. ¿Por qué le resultaban tan familiares?

      Mientras