Maria Acosta

La Moneda De Washington


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–respondió su amigo mientras revolvía en los cajones del armario hasta que encontró una de color azul oscuro y la cambió por la suya –Ya estoy listo, nos podemos ir.

      –¿No pensarás ir con esas zapatillas deportivas? –preguntó Jorge mirando para el inmaculado calzado de Luís.

      –Da lo mismo, no te preocupes. Vamos a dar esa vuelta por el monte.

      Los dos amigos salieron de la habitación en dirección a donde se encontraban Sofía y Carla que, en ese momento, estaban conversanco animadamente en italiano.

      –¿Sabes italiano? –preguntó Luís, asombrado, a Sofía.

      –Me lo enseñó Carla, durante todos estos años en que nos estuvimos viendo, tuve tiempo de aprender bastante. ¿Entonces, nos vamos?

      –Vamos –respondió Luís.

      La fraga que rodeaba el pueblo estaba llena de corredoiras y senderos de todo tipo y Luís, tanto tiempo acostumbrado al paisaje de encinas, romero, jaras y tomillo de la sierra de Madrid, pensó que aquello no era un monte sino una selva. Allí se mezclaban los castaños con los helechos, los robles, los fresnos, los abedules, pinos y laureles, con las zarzamoras y los toxos11 . Estaba empezando a arrepentirse por no haberse cambiado de calzado, pero ya no tenía remedio. Carla y Sofía iban delante, seguían hablando en italiano; Luís, aunque no conocía muy bien esta lengua, notaba algo raro en la forma de hablar de las dos amigas, a lo mejor Carla le había enseñado algún dialecto. Él y Jorge iban casi cuatro metros detrás de ellas ya que Luís no podía ira tan deprisa como deseaba por culpa del terreno irregular por donde estaban caminando, su amigo estaba hablándole de su vida en la universidad.

      –¿No te casaste? –preguntó Luís al tiempo que intentaba no pisar una bosta de vaca que había en medio de la corredoira.

      –No. ¿Quién me hubiera aguantado?

      –No digas tonterías. Hablando de otra cosa. ¿Qué sabes del comisario Soler?

      –Desde entonces no lo hemos vuelto a ver, puede que siga en Madrid. ¿No lo viste por ahí?

      –Es muy grande –respondió Luís mientras ponía un pie en una piedra para no pisar el barro que había en esa parte de la senda debido a una pequeña fuente que surgía desde una roca, al lado del camino. –A veces encuentra gente que hace años que no veías pero es muy difícil; además, él trabaja por el centro y yo estoy en la parte norte de la ciudad, y casi no salgo de ahí. Pero no te preocupes que intentaré investigar su paredero y te lo diré. ¿Sofía, dónde nos llevas? ¿Queda mucho?

      –Estos tipos de ciudad no tienen ningún aguante. ¿Verdad? –dijo Sofía dirigiéndose a Carla.

      –Tienes toda la razón. –respondió su amiga que caminaba tan ligero como ella y no le importaba ir en pantalón corto y estropear sus piernas con las zarzas y los tojos.

      –No tardaremos mucho más, estamos a punto de llegar. Ya verás. Es un lugar precioso.

      –Si tú lo dices... –respondió Luís que estaba arrepintiéndose de haber venido a visitarla, no porque le molestase su compañía sino porque ya había perdido la costumbre de andar haciendo el tonto por los caminos rurales y se estaba empezando a cansar y no deseaba reconocerlo delante de sus amigos.

      –¿Tampoco sabéis nada de María del Mar y de Steven? –preguntó Luís mientras evitaba, de milagro, pisar una babosa negra y muy gorda que estaba cruzando en ese moemnto delante de él.

      –Se casaron –respondió Jorge.

      –Se veía venir. ¿Dónde están viviendo?

      –Fueron a vivir a Inglaterra, de hecho cerca de donde sigue estando el jefe de Steven, Williams, en el condado de Sussex. Viven en el campo, en una casa con huerto. Tienen un hijo de doce años, que se llama igual que su padre. María del Mar está trabajando en casa, en la huerta, atiende al marido y a su hijo y escribe.

      –¿Y qué escribe?

      –Novelas de espías. Cuando se acabó la aventura de las sombras se casaron y luego, pasado el tiempo, María del Mar sintió que echaba de menos la emoción de la aventura y las persecuciones y se puso a escribir. No lo hace nada mal y ha publicado alguna novela. En la última carta que recibió de ella Carla, le decía que, a lo mejor, escribiría lo que nos pasó hace años. ¿Te importa que lo haga?

      –¿A mí? no. Pero ya tiene ganas de recordar todo aquel follón. ¿Y Steven?

      –Pues sigue en el servicio secreto, pero no tan activo. De vez en cuando le encargan alguna misión para que la lleve él directamente. Por lo general está enseñando a los nuevos agentes cómo deben comportarse y actuar y tiene un equipo propio a sus órdenes.

      –¿Qué pasó con Teresa y con Ricardo?

      –Pudes verlos en Coruña. Teresa tiene una tienda de antigüedades en la Ciudad Vieja, cerca de la Plaza de las Bárbaras. La encontré por casualidad una de las veces que fui a Coruña mientras paseaba por la zona. Sé que hace años no habla con Carla ni con Sofía pero no sé la razón. Ninguna de ellas dice nada. Pero debió de ocurrir algo muy gordo entre ellas porque si no, no se entiende.

      –Puede que mañana vaya a hacerle una visita. Tengo muchas ganas de verlos y saber cómo les fue.

      –¡Ya llegamos! –gritó Sofía dándose la vuelta desde el final del camino.

      Jorge y Luís apuraron el paso, el primero ya sabía lo que Sofía intentaba mostrar a Luís pero no dijo nada. La cuesta era muy empinada y a Luís, poco a costumbrado a estos menesteres de pasear por el campo gallego, le costó un poco llegar hasta el final pero cuando lo hizo se quedó de piedra: justo enfrente de él había un arroyo y en la misma orilla en que se encontraban un molino; se veían un montón de piedras a su lado y dentro algunas herramientas y más madera.

      –¿Es hermoso, verdad? Pues imagina cuando acabemos con la restauración y podamos ponerlo de nuevo en funcionamiento –dijo Sofía.

      –Sí que es hermoso.

      –Pensamos dedicar parte de las leiras a cultivar maíz y traerlo aquí para hacer harina; queda mucho hasta que acabemos de ponerlo a punto, pero todos estamos muy ilusionados.

      Sofía le enseñó a Luís el interior del molino y luego estuvieron un rato dando vueltas por las corredoiras próximas y también cruzaron el arroyo por un pequeño puente de piedra, casi un kilómetro río arriba, y que también habían restaurado los habitantes de O Moucho. Después de mostrar a Luís la margen del río opuesta a la del camino por donde habían venido y las cuevas cercanas, donde en la Guerra Civil se habían escondido muchos huidos, decidieron que ya era hora de volver a casa para preparar la comida.

      Luís, poco acostumbrado a estas caminatas, estaba cansado pero también hambriento, así que, cuando por fin la comida estuvo dispuesta en la enorme mesa de la cocina, Luís comió como si tuviese quince años.

      –El pollo estaba increíble. Creo que jamás he probado un pollo asado como este. ¿Cómo lo has hecho? –preguntó Luís mientras tomaba un sorbo de su vaso de vino. –Y el vino también.

      –No tiene nada que ver con cómo lo cociné, estos pollos los críamos aquí; en la casa que hay detrás de la guardería hay un espacio a propósito para que los animales estén libres y comen millo12 y otras cosas hechas por nosotros mismos. Los que no nos comemos los vendemos en la feria semanal que hay en Arteixo. También estamos abastecidos de huevos y verduras. Y ya estamos pensando en comprar unas cuantas vacas lecheras para no tener que comprar la leche. Hace diez años tuvimos un par de ellas pero enfermaron y tuvimos que sacrificarlas. Y una buena vaca lechera uesta un dineral. Intentamos ser autosuficientes y no depender de las tiendas que hay en otras poblaciones próximas. A veces no te queda más remedio, pero si podemos hacerlo nosotros mismos, mejor.

      –¿Y hoy no hay postre? –preguntó Carla apartando su plato hacia el centro de la mesa.

      –Pues claro que hay. Lo hizo Jorge ayer por la noche.