salió de la estación de autobuses, llamó a Sofía. Estaba libre unos días y tenía ganas de verla. Sofía quedó en pasar a recogerlo enseguida, si no tenía nada más que hacer. A Luís le pareció bien y se puso a caminar hacia el lugar del encuentro: en el cruce de la Avenida Finisterre con la Glorieta de Ronda de Outeiro, justo donde comenzaba el polígono de La Grela-Bens. Cuando Luís llegó, Sofía ya le estaba esperando de pié junto a un viejo Land Rover.
–¡Madre mía! Mira que has cambiado, casi no te reconozco -dijo Luís mientras le daba un abrazo a su vieja amiga.
Sofía se rió. La verdad es que tenía razón: hacía unos años que se había teñido el cabello de rojo y que había decidido llevarlo muy corto; además, se había fortalecido con el trabajo al aire libre y tenía un montón de pecas en la cara debido al sol.
–Pues tú no has cambiado nada, a no ser por esa panza -respondió ella mientras abría la puerta del coche. –¿Cómo es que estás por aquí? Creía que estabas casado, con hijos y un buen trabajo.
–Y así es –respondió Luís sentándose en el asiento del copiloto y poniéndose el cinturón de seguridad –La empresa me ha mandado a hacer una gestión para el bufete. Tengo un par de días libres, ya te lo dije cuando te llamé, y pensé que era un buen momento para visitar a una antigua compañera de piso.
–Y pensaste bien –respondió Sofía arrancando el coche y dirigiéndose hacia Arteixo.
Mientras Sofía maniobraba con el coche en la locura de circulación de la carretera que les llevaría hasta donde vivía la restauradora de muebles no dijeron nada. Unos minutos después Sofía, después de adelantar a un camión con cerdos, volvió a hablar.
–Te vas a llevar una buena sorpresa cuando llegues al pueblo.
–Todavía no me lo puedo creer, lo conseguiste. Cuando, hace unos años, me lo contaste en una carta, pensé esta Sofía es la pera: un pueblo sin coches.
–Pues sí, conseguí encontrar un montón de gente que pensaba como yo y compramos el pueblo entre todos. Las verdad es que era una empresa muy arriesgada, sobre todo porque la mayor parte no nos conocíamos. Pero el anuncio del periódico atrajo a mucha gente y después de una buena criba logramos juntarnos unas quince personas de las más dispares profesiones. Hay escritores, pintores, albañiles, un par de arquitectos, un carpintero, informáticos. Muy variado todo. Luego fueron llegando más con las mismas ideas. No es una comunidad idílica, tenemos nuestras diferencias, pero en lo esencial estamos todos de acuerdo: ni coches ni motos. Los únicos vehículos aceptados son los tractores y algunas máquinas para trabajar la tierra, pero esas están siempre en las leiras5 , en el pueblo, lo que podríamos llamar el casco urbano, no hay ninguno. Incluso hay un agricultor que trabaja la tierra como hace más de un siglo: con un arado romano tirado por bueyes.
–Pero tú has venido a buscarme en coche.
–Sí, pero ya verás, no entrará en el pueblo. No pienso contarte nada más, ya lo verás cuando lleguemos.
El viaje hasta el pueblo fue muy corto. El nombre del pueblo era O Moucho y hacía ya muchos años que la gente se había largado de allí. Sofía pensó comprarlo para instituir aquella comunidad tan especial. Tardaron bastante en localizar a todos los propietarios de las casas y casi no tuvieron problemas para convencerlos para que se las vendiesen, las viviendas estaban a punto de caerse de viejas y que unos cuantos locos de la ciudad decidiesen volver a habitarlas.... si pagaban bien por ellas, a los propietarios les daba igual. Allí tenían todos los servicios: tienda de comestibles, una guardería, teléfono e internet, calles limpias, un par de bares, un lugar comunitario y hasta un club de cine.
La carretera que llevaba hasta O Moucho era comarcal y acababan de arreglarla y no tuvieron ningún problema para acceder al pueblo. Los que más llamó la atención de Luís fueron un par de construcciones grandes de piedra, sin ventanas, y con unas puertas de madera muy grandes, que había a la entrada y preguntó a Sofía por ellas.
–Eso es lo que nos ayuda a que no haya coches en la población –dijo mientras se acercaba a la vivienda de la izquierda, donde, una tabla encima de la puerta, ponía: Deja aquí tu vehículo.
Cuando apenas se encontraban a cuatro metros de la puerta Sofía cogió un chisme que tenía cerca de la palanca de marchas y pulsó un botón rojo, la puerta se abrió y Sofía metió el Land Rover en aquella construcción. Al mismo tiempo que el coche entraba por la enorme puerta el local se iluminó y Luís pudo ver que aquello era en realidad un garaje donde, en ese momento, se encontraban puestos en perfecto orden una buena cantidad de vehículos de todas las marcas y colores.
–¡Arre demo6 ! –exclamó Luís –así que, en realidad, sí tenéis coches.
–Sí que tenemos. Ten en cuenta que hay cosas que tenemos que comprar fuera del pueblo y hay que llegar hasta Arteixo o Coruña para conseguirlas y hasta aquí no llegan los autobuses. Pero ningún coche pasa este límite. La cerradura, construida por uno de los habitantes es muy segura y todos tenemos un chisme como este para poder acceder al garaje –explicó Sofía mientras terminaba de aparcar, apagaba el motor y sacaba el cinturón de seguridad –Ahora te voy a mostrar la otra construcción.
Luís estaba perplejo. Bajaron del coche, salieron del garaje y Sofía cerró la puerta pulsando el botón verde del chisme que había cogido con anterioridad. Enseguida cruzaron el camino y fueron hasta la construcción que se encontraba enfrente. Casi del mismo tamaño pero un poco más alta, tenía, de la misma manera que la otra, una tabla encima de su puerta que ponía: Coge aquí tu vehículo. Sofía no utilizó ningún chisme electrónico para abrirla sino que levantó un palo que había atravesado en la puerta que, esta vez, eran un poco más ancha que la puerta del garaje.
En este lugar no había luz eléctrica, unas ventanas estrechas casi en el límite del techo dejaban pasar la luz del exterior y unos faroles colgados de una cuerda en la misma entrada, para que quien lo desease los cogiese, eran toda la iluminación que había. Sofía esperó un poco a que Luís se acostumbrase a aquella penumbra y cuando su amigo lo hizo descubrió, como suponía, su cara de asombro.
–¡Es una cuadra!
–Exacto. Aquí tenemos caballos, mulas, asnos y vehículos de ruedas por tracción animal. Sólo de esta manera se puede entrar en el pueblo, o caminando. Está prohibido cualquier otro vehículo. Ven aquí –dijo Sofía mientras cogía uno de los faroles y lo encendía pulsando un botón que había en su base y se ponía a caminar hacia la derecha de la puerta de entrada de las cuadras. –Aquí tenemos alforjas. Cuando vienes de la ciudad de la compra, coges una de ellas, se la pones a uno de los asnos encima y cargas la alforja con lo que sea; si las cosas son muy grandes, coges uno de esos carros y un caballo o una mula. ¿Qué te parece?
–¡Esa increíble! ¿Nunca tuvisteis problemas?
–Jamás. Mi casa no queda lejos. ¿Quieres que cojamos algun animal o prefieres ir andando?
–Creo que caminando –respondió Luís –hace tanto que no monto a caballo que no sé si me acordaría de cómo se hace.
–Vamos.
Sofía apagó el farol, lo dejó colgando junto con los otros, cerró la puerta con el madero y entraron en el pueblo. Tuvieron que caminar todavía unos treinta metros antes de ver la primera vivienda. Todas eran casas de piedra, con las ventanas nuevas y cada una de ellas tenía un pequeño espacio verde detrás: algunos lo utilizaban como huerto, otros preferían comprar todo eso en la tienda que había al final de la calle, casi enfrente de la guardería, y en ese espacio tenían muebles de jardín o juguetes para los niños. El pueblo consistía en unas veinte casas distribuidas de manera irregular a ambos lados de la carretera, y alguna más apartada hacia las leiras, que estaban en la parte derecha del pueblo, en cuanto se entraba en él. En la parte derecha, al final de la carretera, estaba la guardería, y siguiendo el camino, un poco apartada, a la izquierda, una ermita del siglo XIII, restaurada recientemente por sus habitantes. Justo a su lado, una construcción nueva, hecha de granito, albergaba el local comunitario, que era también donde estaba el club de cine.
Los