Maria Acosta

La Moneda De Washington


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consumiciones mientras se gozaba del paisaje de las leiras bien cuidaddas y de un hermoso monte al fondo. El pueblo estaba rodeado por una fraga7 , llena de caminos rurales y corredoiras8 por donde se podía pasear o hacer rutas a caballo. O Moucho era el último pueblo del monte y tenía un montón de terreno comunitario por donde estaba prohibida la circulación de coches, incluso, en un alarde de cooperación, los guardabosques también iban en mula o a caballo para vigilar el monte. A Luís le pareció increíble que un lugar así pudiese existir a tan pocos kilómetros de Arteixo. Realmente era asombroso.

      –¿Te gusta? –preguntó Sofía.

      –Mucho. ¿La gente puede venir a visitaros?

      –Claro, siempre que se cumplan las normas básicas de funcionamiento, todos son bienvenidos. De hecho, estamos pensando construir un pequeño hotel, de acuerdo con el entorno, por supuesto, para la gente que desee pasar con nosotros una temporada o unos días. En mi cassa tengo en estos momentos un par de huéspedes. Vamos.

      Se pusieron de nuevo a caminar hacia el principio del pueblo, la casa de Sofía era la primera a la izquierda según se entraba en O Moucho. De piedra, como todas, tenía una planta baja y otro bajo techo. Se entraba en ella por una puerta de madera muy típica, de estas que están partidas por la mitad a lo ancho. A la derecha del pequeño vestíbulo estaba la cocina con todos los adelantos modernos y además una lareira9 , enfrente de ella estaba el salón, decorado de manera rústica con muebles de castaño y con un equipo de televisión moderno y no demasiado grande. A continuación del salón, justo al lado del arranque de la escalera, estaba la biblioteca y, más allá, el dormitorio de Sofía. Por la otra parte, atravesando el pasillo, estaba el taller de restauración de muebles que estaba comunicado con el almacén, donde Sofía amontonaba los muebles ya arreglados y los que esperaban su turno, por medio de una puerta corredera y, enfrente de ella, otra puerta que daba a la parte de atrás de la casa, donde había un jardín con flores y manzanos, nogales, almendros, limoneros y un par de robles bien grandes, debajo de los cuales había un par de mesas de piedra.

      De repente empezó a sonar una música muy bella que provenía del piso superior.

      –¿De dónde viene esa música? –preguntó Luís que no había visto en ninguna de las habitaciones nada que pudiese producirla.

      –En la parte de arriba, debajo del tejado, hay más habitaciones, y en este momento tengo dos personas invitadas. ¿Quieres verlas?

      –No sé. ¿No les molestaremos? –respondió él, no muy convencido de desear ver gente nueva, y más si no la concocía.

      –Yo pienso que no. Ven.

      Subieron por la escalera de madera, que tenía una barandilla del mismo material, hasta llegar al desván que estaba dividido en habitaciones de la misma manera que el piso bajo. Fueron directamente a la estancia que se encontraba en medio, en la parte derecha de la escalera, Sofía llamó a la puerta, la música bajó de volumen y Luís pudo escuchar unos pasos que se acercaban, cuando la puerta se abrió Luís dejó escapar un grito de alegría.

      –¡Carla! ¡Jorge! ¡No me lo puedo creer! –exclamó al mismo tiempo que se acercaba a sus viejos amigos y les daba un abrazo, emocionado. –¡Mira que eres argalleira10 ! ¡No decirme nada!

      –Deseaba ver cómo reaccionabas al verlos –respondió Sofía. –Además, yo quería decírtelo pero ellos, cuando llamaste el otro día, estaban delante cuando respondí a la llamada, me hicieron señas para que callase.

      –¿Qué hacéis aquí? ¿Cómo os ha ido en la vida? –preguntó Luís mientras entraba en la habitación y se sentaba entre Carla y Jorge, en un enorme sofá que había a la derecha de la puerta.

      –Una visita a Sofía. De vez en cuando nos juntamos aquí o en mi casa, en Venecia –respondió Carla que se había dejado crecer su cabello rubio y ahora llevaba dos trenzas.

      Luís se quedó por un momento mirando a su amiga: siempre le habían gustado sus ojos verdes con aquellas largas y espesas pestañas. En ese momento vestía un pantalón corto de color azul oscuro, que dejaba ver unas largas y fuertes piernas morenas, y unas sandalias.

      –¿Sigues en Venecia?

      –Claro. Aunque en una época estuve más de aquí para allá que en mi casa, debido a los estudios, pero sigo allí, ahondadno den la historia de mi familia y con mis estudios de alquimia, con la ayuda de mi pariente del siglo XVI Pierofrancesco, al que veo, como ya sabes, con la ayuda de las sombras.

      –¿No te apetecería volver a Venecia? –interrumpió Sofía.

      –¡Hombre, sí! Pero ahora no tengo demasiado tiempo.

      –Tienes todo el que quieras, podemos ir cuando nos apetezca –dijo Sofía –Si quieres ahora mismo.

      –¿Cómo?

      –Sofía dibujó una sombra aquí mismo. ¿Quires verla? –intervino Jorge. –Yo vengo de vez en cuando a través de ella.

      –¡Déjate de sombras, ya tuve bastante hace años! A propósito, hay algo que tengo que contaros y que me tiene preocupado desde que te llamé esta mañana.

      –¿Qué es?

      –Vi a Klauss-Hassan en Coruña.

      –¿Estás seguro? –preguntó Sofía mientras se movía inquieta en el sofá y echaba una mirada a Jorge que se había puesto blanco como el papel en cuanto escuchó el nombre del espía turco.

      Luís, a continuación, empezó a contar cómo había llegado a Coruña en avión y cómo había visto dos caras conocidas pasar en un Land Rover mientras estaba esperando un taxi que lo llevase a la ciudad y cómo, cuando iba a coger un autobús para ir a Betanzos, de repente se había dado cuenta de que la persona que había visto en el aeropuerto era el espía turco que tanto trabajo les había dado en el pasado.

      –El otro sería Francesco dalla Vitta –dijo Jorge.

      –No lo sé, podría ser. Estoy convencido de que quién conducía el coche era Klauss-Hassan.

      –Seguro que está organizando algo de nuevo –intervino Carla –¿Qué vamos a hacer?

      –Nada –respondió Sofía. –No nos incumbe. No estamos en peligro. No sabemos si hizo algo ilegal. No podemos hacer nada. ¡Venga! Olvidémosnos de ese par de mangantes y vamos a dar una vuelta por el monte antres de comer. Jorge, tú tienes ropa para dejarle a Luís, ¿verdad?

      -Sí, tengo. Ven conmigo.

      Los dos amigos se levantaron del sofá y salieron de la habitación para ir a la habitación de Jorge que estaba justo a la izquierda, según se salía por la puerta. Sofía tenía mucho gusto decorando y había arreglado una estancia cómoda en esa parte del desván. El cuarto, de la misma manera que el de Carla, en el que habían estado hasta ese momento, estaba alumbrada por medio de unas claraboyas en la parte opuesta a la puerta. Había un sofá que se convertía en cama, grande y mullido, una mesa con un ordenador y una silla, unas estanterías con libros y también un armario para la ropa. Las paredes estaban decoradas con fotografías de los alrededores del pueblo y el suelo de madera estaba cubierto por alfombras de vivos colores. Jorge abrió el armario y con un gesto invitó a Luís a escoger la ropa que le apeteciese.

      -Volviste a la Universidad, ¿no? –dijo Luís mientras revolvía entre los pantalones del armario.

      –Sí. Y sigo. Ahora he cogido unas pequeñas vacaciones y he decidido venir a visitar a Sofía. De vez en cuando aparezco por Coruña y recorro la ciudad recordando mi antigua vida. Tú estás en un bufete en Madrid.

      –Sí. En Baker & MacKenzie –respondió Luís mientras cogía unos pantalones vaqueros parecidos a los que llevaba puestos.

      –¿En serio? Allí trabajaba mi hermana. Puede que la conozcas. Uxía Lerma.

      –Claro que la conozco. ¡Mira que soy parvo! No la había relacionado contigo –respondió Luís mientras se cambiaba de pantalón –Es una muchacha