cuando pido refuerzos para un enfermo que parece estable. Como ahora, para este metamorfo lobo ingresado esta mañana en muy mal estado y cuyo corazón va a dejar de latir en unos instantes. Activo el interfono sin perder tiempo.
–CARRO DE PARADAS, HABITACIÓN CUATRO.
El médico de guardia llega corriendo seguido de mi amiga Ashley, la otra enfermera a cargo de la planta.
–¿Antecedentes de interés, enfermera Slat?
–Metamorfo lobo, sexo masculino, veinte años, múltiples lesiones abdominales, varias costillas rotas, doble fractura en el brazo izquierdo.
–¿Razón de la alerta?
–Caída inminente del ritmo cardíaco.
El médico no cuestiona mi diagnóstico. Suelo trabajar con su equipo, de modo que está acostumbrado a que dé alertas con unos valiosos minutos de antelación y, aunque al principio las ponía en tela de juicio, ahora ya no. Los médicos confían plenamente en mí. Prepara inmediatamente el desfibrilador y todo el mundo espera en silencio para intervenir en el momento preciso. Tampoco vamos a electrocutar a un hombre cuyo corazón late a un ritmo regular. Estoy segura de mi pronóstico, pero hay algo que me desconcierta. No es el primer metamorfo que trato —aunque es bastante raro encontrar uno ingresado en este hospital— y sé que su metabolismo es diferente al de los humanos. En circunstancias normales, sanan rápido. Mucho más rápido que nosotros. Sin embargo, este hombre permanece en el mismo estado en el que ingresó. No parece que ninguna de sus heridas haya empezado a cicatrizar y no ha recuperado el conocimiento en ningún momento. Se me escapa algo. Una anomalía aparentemente importante que no logro identificar. Me preocupa la presencia de una marca de aguja en el cuello. Llevaré a cabo una investigación exhaustiva dentro de un rato. Puede que las muestras de sangre me den más información sobre él. Ahora mismo no tengo tiempo para seguir haciéndome preguntas sobre la anomalía. El monitor cardíaco comienza a ralentizarse.
–Ha entrado en parada. Apartaos.
El médico procede a administrar al paciente la primera descarga eléctrica, pero no obtiene resultados.
–Más potencia.
Aplicamos una nueva descarga seguida de una ventilación pulmonar manual efectuada por mí, mientras Ashley se ocupa del dispositivo de reanimación.
–Otra vez.
A la tercera descarga, el paciente se estabiliza. La señal cardíaca vuelve a trazar picos regulares. Otro discreto contacto físico con su mano me indica que está fuera de peligro. Al menos de momento. Solo el tiempo dirá si se ha salvado definitivamente. Lo vigilaré de cerca hasta que dé señales de despertar y después me mantendré al margen, como prometí a mis padres.
–Una vez más, excelente trabajo, señorita Slat. Algún día tendrá que explicarme cómo hace para prever que la salud de los pacientes va a empeorar sin tener ningún indicio. Gracias a usted obramos milagros. Le ha salvado la vida a este cánido. Nos sería muy útil tener más enfermeras como usted.
Sonrojándome le sonrío y me encojo de hombros sin saber qué responder. No sé cómo funciona mi don y durante mucho tiempo lo consideré más bien una maldición, pues no lo controlo en absoluto. Siempre lo he tenido, al menos desde que tengo uso de razón, pero mis padres no me permitían hablar de él con nadie. Fueron muy claros al respecto. Prohibido hablar de eso y de mi defecto físico. Según ellos, todo el mundo me rechazaría al instante. Mi familia tenía un precepto: a la gente no le gustan las personas diferentes, fúndete con la masa. He seguido su consejo y hasta ahora no me ha ido mal.
En ese momento, aparecen dos hombres en la habitación. Muy imponentes, anchos de hombros y musculados, apenas caben por el marco de la puerta y causan gran impresión. Sus rostros son inescrutables y sus ojos brillan con destellos de oro fundido. Metamorfos, sin lugar a dudas. Nunca había visto uno en excelente forma física y el aura de maldad que desprenden me incomoda. Doy un paso atrás para volver a una esquina sombría de la habitación. Una reacción probablemente inútil, porque lo único que hacen es escudriñar al hombre que está tendido en la cama, sin mostrar ningún interés por las personas de alrededor.
–Tsssss, ¿por qué lo habrán reanimado? Ahora tendremos que volver a empezar. Esta vez no nos iremos hasta habernos asegurado de haber completado la misión con éxito.
¿Volver a empezar qué ? ¿Qué misión? Puede que su expresión facial sea neutra, pero sus intenciones no parecen buenas.
Inmediatamente, Ashley se posiciona entre ellos y el lobo. Apenas les llega a los hombros, pero no se la debe juzgar por su frágil complexión. Cuando es necesario, mi amiga puede ser feroz.
–Disculpen, señores, las visitas no están permitidas en esta área. ¿Son ustedes familiares?
Sin siquiera dirigirle una mirada, el más fornido de los dos, moreno, con el pelo largo y una cicatriz en la mejilla, le asesta un violento golpe en la cabeza. Veo a mi amiga caer al suelo inerte con la sien ensangrentada y profiero un grito con el que, por desgracia, atraigo todas las miradas. En ese momento, se me aproximan con paso ágil y amenazante. Son auténticos depredadores y yo me he convertido en su presa. Ahora entiendo por qué mis padres me inculcaron mantener las distancias con los animorfos. Mi superior trata valientemente de interponerse, a pesar de la evidente diferencia de tamaño. Parece un pobre hobbit frente a dos orcos. Hay un claro desequilibrio de poder. Desgraciadamente para él, el segundo hombre lo coge por el cuello y lo tira contra la pared al otro extremo de la habitación sin ninguna dificultad, como si no pesara más que una pluma, lo que lo deja inconsciente. Vuelvo a encontrarme sola y, con toda certeza, no tengo nada que hacer contra estos dos bestias con intenciones dudosas. Con mi metro sesenta y mis míseros cincuenta kilos, no poseo la fuerza necesaria para frenar a dos hombres aparentemente tan inflados a esteroides que se les marcan las venas de los bíceps. Debo ganar tiempo hasta que llegue el personal de seguridad. Mi grito ha tenido que dar la voz de alerta y los refuerzos no deberían tardar. Tengo que conseguir que hablen. Puedo hacerlo. Cuando me estreso hablo sin parar, soy una auténtica cotorra. El único problema es que ya he sobrepasado la línea del estrés. Ahora lo que siento es más bien pavor, que en lugar de soltarme la lengua, me anuda la garganta.
–¿Qué es lo que quieren? Seguro que puedo ayudarles.
–Solo queremos resolver un asunto del clan. Nada que te incumba, preciosa. Quédate quieta y solo te llevarás un pequeño chichón en la cabeza. No es que seas de interés para nosotros, pero no deberías volver a intentar salvar a este traidor.
El agresor de Ashley mira a su cómplice y señala con un movimiento de cabeza al paciente, inconsciente e indefenso sobre su cama de hospital, dándole una orden en silencio. Me dispongo a intervenir, pero el señor cicatriz me cierra el paso interponiéndose en mi camino sin quitarme los ojos de encima, de modo que no puedo ver al paciente. Me veo obligada a inclinar la cabeza hacia un lado para observar lo que ocurre a continuación. El hombre que identifico como el subordinado se dirige al metamorfo lobo y, sin dudar ni un segundo, como si todo esto fuera normal, le hunde la mano en el tórax oprimiendo lo que debe ser su corazón hasta que el electrocardiograma traza una línea recta. El pitido que advierte de que se ha producido un fallo me resulta ensordecedor y ahogo un grito ante el horror de la situación. Ahí estoy yo, presenciando impotente una verdadera ejecución. Una vez satisfecho con el trabajo de su secuaz, el señor músculos vuelve a clavar su mirada en mí e inspira profundamente para olerme, pues el olfato es un sentido fundamental para ellos. Sé que para los metamorfos es un acto reflejo, pero no por ello me incomoda menos. Siento como si me hubieran tocado sin pedir permiso. De repente, con la mirada desorbitada, se pone a gruñir contrayendo los labios y revelando unos colmillos largos y afilados. Mala señal. Supongo que el aroma de mi jabón no le gusta. Más que hablar, balbuceo.
–Lo siento, mi perfume es un poco fuerte.
–No deberías existir, fatel. Solucionaré este problema de inmediato. Mis ancestros no hicieron todo lo que hicieron para nada. La lucha no ha terminado.
¿Pero de qué habla? Está como un cencerro. Los fateles, efectivamente, desaparecieron. Lo estudié en clase de historia cuando era niña, pero nunca nos explicaron en qué circunstancias ocurrió