Juan Moisés De La Serna

La Lista De Los Perfiles Psicológicos


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con la mano en el interruptor, vi sobre una de las sillas del despacho aquella llamativa caja que había dejado desilusionada mi última visita.

      “A veces es más importante la ilusión que ponemos a las cosas que lo que realmente podemos esperar de ellas”, pensé teniendo en cuenta las circunstancias de aquella señora que había perdido hasta el sueño fantaseando sobre lo que podía contener esa caja.

      “Si tan sólo le hubiese echado un vistazo antes, se habría ahorrado muchas vueltas en la cama”, reflexioné por lo que había supuesto para esa mujer, “pero entiendo que a veces la ilusión es lo único que nos queda, y perder esta es quizás lo más difícil”.

      Me quedé mirándola y me dije, “¿y ahora qué?”, pensativo dudaba si deshacerme de aquello o dejarlo ahí para ver si al día siguiente volvía la mujer por ello. Curioso recorrí la habitación, me acerqué a aquella caja y volví a abrir aquel llamativo paquete tan bien envuelto.

      Estuve tratando de comprobar si había algún objeto más entre el papel de regalo que envolvía a aquellos tres objetos y no encontré nada. Luego revisé si alguna de las dos tarjetas, la entrada y la nota, tenían algo más escrito a parte de lo obvio y comprobé con sorpresa que la hora de la entrada al balé era para hoy mismo, apenas dentro de una hora.

      “¡Bueno!, al menos sé dónde encontrar al dueño de esta caja!, será mejor que se la devuelva, aunque no me ha quedado claro la intención de este al abandonar la caja a su suerte. Pues entonces me voy al balé”, me dije decidido mientras recogía la caja, la cerraba lo mejor posible y salía del despacho apagando las luces tras de mí.

      “¿Yo en el balé?, hace años que no acudo a un evento artístico como este… muchos años”, me dije intentando recordar la última vez. Quizás me había volcado demasiado en mis pacientes, a los que atendía ya casi como si de una cita se tratase, y cuando se retrasaban sin haber avisado, hasta me ponía nervioso.

      Hace tiempo que ni siquiera tenía vacaciones, ya que, en más de una ocasión, cuando regresé de un viaje de placer me encontré a algún paciente que había empeorado, simplemente porque no había recibido su sesión semanal conmigo.

      Por eso, y por mi firme convicción de que la salud es lo primero, fui poco a poco abandonando mis viajes de ocio que tanto me gustaban. No tanto a tomar el sol tumbado en alguna playa de arenas blancas, pues era de piel clara y enseguida me quemaba bajo los rayos del sol; si no para realizar visitas culturales a nuevos lugares, adentrándome en sus museos.

      Algo que a otros podría parecer aburrido, era para mí enriquecedor, ver cómo pensaban y actuaban en otras latitudes, con ritos y formas de expresarse tan característicos y singulares. Pero bueno, todo eso quedó atrás y de ello apenas quedará algún álbum de fotos y poco más.

      –¡Taxi! ―grité nada más salir del edificio después de despedirme del portero, con el que había entablado una buena relación, aunque no me había querido meter en sus asuntos personales, a pesar de que en alguna ocasión me había tratado de abordar para consultarme al respecto.

      A veces me costaba mantener la distancia con los demás, sobre todo cuando sabían de mi profesión y querían consultarme algún caso propio o de algún familiar.

      La verdad es que no les culpo, pero sí que en ocasiones se volvía algo incómodo el tener que negarme a atenderles en mitad de un pasillo o por la calle, sin darse cuenta ellos de que existe todo un protocolo establecido, para que la persona tenga en consulta, su tiempo, su espacio y su tranquilidad.

      A nadie se le ocurriría pedir a un cirujano que le abriese en mitad de la calle, pues es lo mismo que se me pide, que “opere su alma” en cualquier sitio.

      –¡Taxi! ―volví a gritar, mientras levantaba la mano.

      –¿A dónde quiere ir? ―preguntó el conductor cuando entré en su vehículo.

      –Al balé, a ver esta obra ―dije mientras le enseñaba la entrada que había dejado fuera de la caja, la cual llevaba conmigo.

      –¿Una buena noche? ―interrogó el taxista con una sonrisa burlona.

      –¿El qué? ―indiqué extrañado por su gesto.

      –Esta noche va a pescar, eso seguro ―respondió mientras me guiñaba un ojo.

      –¿Se refiere a la caja? ―pregunté observando que no perdía ojo de aquel suvenir― bueno no es mía, y se lo tengo que dar a alguien, aunque no sé a quién.

      –¡Claro!, ¡claro! ―dijo el taxista mientras rebuscaba en su camisa ―mire, esta es mi mujer, llevamos ya diez años casados y fue en un sitio como el suyo. Bueno, fue en una ópera, aunque a mí no me van esas cosas, a ella le gusta todo eso de arreglarse e ir a sitios elegantes.

      »Estuve ahorrando casi tres meses para poder tener una velada inolvidable, al final salió perfecto. Lo único que la había dicho a ella es que se vistiese elegante y que pidiese la tarde libre en su trabajo. Y allí le hice la gran pregunta, y desde entonces seguimos juntos ―comentaba el taxista mientras miraba con cariño la foto ya casi desdibujada de su mujer.

      –Bueno yo sí que voy a hacer preguntas, pero no va a ser esa ―traté de aclarar, aunque sin éxito.

      –Ya hemos llegado ―dijo el taxista con una amplia sonrisa―. ¡Buena suerte!

      –Sí, gracias ―acerté a responder sin querer darle más detalles de aquella extraña tarde en el que había acudido a consulta una mujer de improviso con esta caja que ahora portaba hacia una obra de balé que desconocía.

      No es que fuese muy aficionado a este arte, pero en ocasiones, sobre todo cuando acudía a congresos, se organizaban actos culturales alrededor, dignos de contemplarse por el gran esfuerzo que ponían los organizadores de este.

      Me encontraba frente a la puerta de un teatro, algo que me llamó la atención, pues no es el lugar habitual para poder presentar un balé. A la hora de acceder al local presenté la entrada y el portero me dijo:

      –¡Buenas noches!, le esperábamos con cierto nerviosismo.

      –¿A mí? ―pregunté asombrado por aquel saludo tan inusual.

      –Por favor, espere que avisaré al resto.

      Y dicho eso abrió una puerta interna y voceó:

      –¡Ya está aquí!, preparados todos.

      –¿A qué todos se refiere? ―volví a preguntar sin saber bien a qué venía aquel revuelo.

      –¡Pase!, ¡pase! ―dijo una señorita abriendo una puerta lateral que obstaculizaba el paso al lado de la ventanilla de acceso.

      –Gracias, pero no entiendo a qué viene tanta atención ―dije entre sorprendido y abrumado.

      –¡Sígame! ―dijo aquella mujer mientras nos adentrábamos por un estrecho pasillo que desembocó en una pequeña sala.

      –Por favor, venga aquí ―dijo otra persona desde una butaca.

      –¿Por dónde bajo? ―pregunté mirando que me encontraba en medio de un pequeño escenario, mientras aquella mujer se retiraba.

      –A su derecha al final hay tres escalones, no son muy grandes ―repuso la persona que se levantaba de la butaca.

      Una vez encontré el sitio le dije a aquel que me había recibido con la palma de la mano abierta,

      –¿Cuál es mi sitio?

      –¡Cualquiera! ―afirmó con una gran sonrisa.

      –¿Cómo dice? ―pregunté sorprendido de aquello.

      –Sí, el que más le plazca ahora debo retirarme ―dijo mientras subía al escenario por donde yo había bajado, y desaparecía por el mismo sitio que lo había hecho la mujer que me había conducido hasta allí.

      –¡Señores y señoras!, buenas noches, antes de nada, agradecerles su presencia, espero que esta obra sea de su interés. Y sin más dilación empezamos ―dijo el taquillero que ahora llevaba una chaquetilla verde y unas mallas del mismo color.

      Miré