Juan Moisés De La Serna

La Lista De Los Perfiles Psicológicos


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lo que no pude por menos que soltar un:

      –¿Quién anda ahí?

      Antes de pulsar el interruptor, pero no se encendían las lámparas, a pesar de pulsar repetidamente la llave de la luz.

      –No se apure doctor, todo está bien ―dijo una voz desde mi sillón.

      Había pasado tanto tiempo en aquella estancia que era capaz de reconocer cada recoveco, y sabía que desde donde me hablaba únicamente había un sillón bajo una lámpara que era el lugar donde me solía sentar a leer los periódicos antes de acostarme.

      –¿Quién es usted? ―pregunté echando un paso hacia atrás y dirigiéndome hacia la salida para abrir la puerta y por lo menos iluminar el cuarto.

      Estaba a punto de hacerlo, con la mano en el pomo, cuando de repente noté que alguien me la sujetaba impidiéndome bajar el tirador de la puerta.

      –¡Tranquilícese!, se lo ruego, si quisiera hacerle daño no estaríamos hablando aquí.

      De repente se hizo la luz tras de mí, el hombre que estaba hablando había encendido la lámpara y con ello había visto cómo otro enchaquetado y con guantes me sujetaba con dos manos la mía.

      Solté y me giré para protestar por aquel abuso de mi intimidad, pues, aunque no fuese así, consideraba aquel espacio como mi casa.

      –¡Tranquilo!, ya le he dicho que no queremos hacerle daño ―repuso el hombre sentado junto a la lámpara mientras encendía un puro.

      –¡Aquí no se puede fumar! ―protesté.

      –De verdad que me sorprende, un hombre como usted, con su talento, que haya terminado en un agujero como este ―indicó el hombre del puro mientras expulsaba una bocanada de humo.

      –No me van los halagos, no sé lo que quieren, pero se equivocan de hombre ―insistí tratando de zafarme de esa situación tan incómoda.

      –Seguro que a estas alturas ya se habrá hecho un esquema de mí.

      –¿Un esquema? ―pregunté con tono de sorpresa.

      –No se haga, doctor. Le conocemos bien, o prefiere que le recite todos los libros que tiene escritos con respecto a perfiles psicológicos ―comentó con tono desafiante.

      Unas palabras que me devolvió a mis tiempos de facultad, cuando aún era un estudiante y me pasaba horas y horas en la biblioteca.

      En una ocasión cursando la asignatura de Bases Psicológicas y Biológicas de la Personalidad descubrí con fascinación cómo se podía diseccionar a las personas hasta un punto indescriptible.

      Las formas de ser, sentimientos y pensamientos quedaban al desnudo frente a un buen analista que era capaz de descubrir los secretos de cualquier persona como si fuesen de cristal transparente.

      Algo que al principio empecé a leer por hobby, ya que no estaba dentro de las materias obligatorias, pero que al poco se hizo parte de mi especialidad, abordándolo desde distintas asignaturas, profundizando en lo que actualmente se conocen como Perfiles y que tan útiles son para los juicios a través del trabajo pericial, e incluso en el ámbito de los recursos humanos a la hora de seleccionar el mejor candidato.

      –Benjamín Franklin, Carl Gustav Jung, Albert Einstein… incluso se ha atrevido con Stephen Hawking, ¿es usted un osado o un visionario? ―preguntó el hombre del puro.

      Mientras me alejaba de la puerta dejé mi chaqueta sobre un perchero y buscando en una de las estanterías saqué un voluminoso libro sobre perfiles y le dije:

      –Si quiere aprender puedo prestarle alguno de mis libros.

      –No he venido para perder el tiempo ni para recibir clases suyas, únicamente quiero saber si está usted capacitado para ello.

      –¿Para qué? ―pregunté tratando de descubrir un poco más de aquella situación.

      –Lo siento, nos hemos equivocado ―afirmó el hombre mientras se levantaba.

      –Se refiere usted, a que quiere ver si soy capaz de decirle que a pesar de su acento fingido y de sus modales supuestamente refinados, no es más que el hijo de un comerciante que le enseñó el mundo de la palabra y del engatusamiento, empleando cierto grado de teatralidad a la vez que maneja el miedo y el desconcierto, dejando entrever que es usted quien domina la situación, cuando en realidad no sabe cómo voy a reaccionar.

      »Su supuesto guardaespaldas, no es más que su chófer, de ahí que tuviese que sujetar mi mano sobre el picaporte con sus dos manos y no con una como correspondería a alguien fornido y acostumbrado a ejercer violencia.

      »Usted, por ejemplo, lleva un traje demasiado elegante para unos zapatos tan desgastados por la suela, ni siquiera el puro que fuma es de importación, lo que me indica que viaja con frecuencia y que no le importa la calidad si no la utilidad de las cosas.

      –¿Qué más? ―dijo el hombre del puro sentándose en el sillón del que se acababa de levantar.

      –Está claro que me necesitan para algo que ustedes mismos no están cualificados, seguramente para que analice a alguna persona o que les diga si alguien es quien dice ser. Y venir a mí quiere decir, o que están muy desesperados o que no quieren que se sepa, ya que yo hace tiempo que no me dedico a esto, y por lo tanto nadie sospecharía de mí al respecto.

      –¡Muy bien! ―dijo el hombre mientras miraba con atención el puro―. Tengo un pequeño problema y necesito su ayuda.

      –No creo que sea pequeño, allanamiento, amenazas… cuando salga de aquí tendrá muchos más de los que se imagina.

      –¡Todavía no ha aprobado! ―contestó el hombre que permanecía sentado fumando el puro.

      –¿Aprobado? ―pregunté sorprendido.

      –Para eso estamos aquí ―dijo el hombre que estaba obstaculizando la puerta del cuarto.

      –¿Qué más sabe? ―insistió el hombre que fumaba.

      –¡A ver!, por lo que veo, usted debe de ser una persona importante, pero no alguien político o empresario, ya que su compañero de la puerta le respeta tanto que no ha querido intervenir hasta ahora, y lo ha hecho con un tono de respeto, y no como una puntualización a sus palabras. Casi le tiene veneración como la que se tiene a un guía espiritual o un maestro.

      –¿Maestro? ―preguntó el hombre que fumaba el puro incorporándose en el asiento.

      –Bueno, así se denominaría ahora, pero sería mejor dicho Maestre ―dije con tono burlón.

      –¿Qué le ha hecho llegar a esa conclusión? ―preguntó mientras se levantaba y dejaba el puro sobre la mesita donde se encontraba la lámpara.

      –¡Cuidado con la mesilla! ―dije mientras me fui a acercar a la mesilla, cuando sentí que me detenía alguien por detrás, notando que me sujetaban los hombros.

      –Responda a la pregunta ―dijo desde atrás el hombre que me estaba agarrando.

      –¡Está bien! ―contesté con tono de protesta mientras me zarandeaba para soltarme―. Le ha delatado la marca de su dedo anular, que ahora está desnudo, pero en el que todavía queda la huella de llevar habitualmente un anillo de considerable tamaño, tal y como el de un obispo o similar.

      »Pero usted no usa vestimenta amplia como ellos, ya que si no se sentiría incómodo llevando ese traje de buen tejido que tiene. Tampoco tiene señal en su cabeza de llevar un solideo cristiano o kipá judío, ni nada que se le parezca, por lo que la opción religiosa la he descartado.

      »Además, tiene en el ojal de su chaqueta una diminuta pero inequívoca cruz octogonal de Malta, con sus ocho puntas rojas, también conocida como cruz de San Juan, para quien no lo reconozca pudiera ser un adorno más, e incluso confundirlo con el escudo de algún club de fútbol, o de una orden religiosa como la de Santiago, pero sin duda es la Cruz de Malta.

      –¿Ha estado en Malta? ―preguntó el hombre mientras se miraba a aquel singular alfiler.

      –Sí, hace tiempo, pero me gusta conocer los lugares a donde voy, sobre