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CAPÍTULO SEIS
Nerra caminó por el bosque sola, deslizándose entre los árboles, disfrutando de sentir el calor del sol en su rostro. Se imaginó que, para entonces, todos en el castillo ya se habrían dado cuenta de que se había escabullido, pero también sospechó que no les importaría tanto. Solo complicaría las preparaciones para la boda si estuviese allí. Ella encajaba aquí entre lo salvaje. Entrelazó flores en su cabello oscuro dejando que formaran parte de sus trenzas. Se quitó las botas, las ató y las colgó sobre su hombro para poder sentir la tierra bajo sus pies. Su complexión delgada zigzagueaba entre los árboles casi como una voluta con su vestido de colores otoñales. Por supuesto, era de manga larga. Su madre le había machacado esa necesidad hacía mucho tiempo. Su familia podía saber acerca de su enfermedad, pero nadie más podía saberlo.
Amaba la naturaleza. Le encantaba ver a las plantas e identificar sus nombres, campánula y heracleum, roble y olmo, lavanda y champiñón. Además de sus nombres también sabía las propiedades de cada una, las cosas para las que podrían ayudar y el daño que podían hacer. Una parte de ella deseaba poder pasar el resto de su vida aquí afuera, libre y en paz. Quizás podría convencer a su padre a dejarla construir una casa en el bosque y aprovechar sus conocimientos, sanar a los enfermos y heridos.
Ese pensamiento la hizo sonreír tristemente, porque aunque sabía que era un lindo sueño, su padre nunca lo consentiría, y en cualquier caso…Nerra refrenó su pensamiento por un momento, pero no podía hacerlo para siempre. En cualquier caso, no viviría tantos años como para construir ningún tipo de vida. La enfermedad mataba o la transformaba demasiado rápido para ello.
Nerra tiró de una hebra de corteza de sauce que sería buena para los dolores, colocando las tiras en la bolsa de su cinturón.
Probablemente las necesite pronto, supuso. Hoy no sentía dolor, pero si no eran para ella, quizás entonces para el hijo de la viuda Merril en la ciudad. Había escuchado que tenía fiebre, y Nerra sabía lidiar con enfermos como cualquier persona.
Quiero tener un día sin tener que pensar en eso, pensó Nerra para sí.
Como si pensar en ello lo hubiese atraído, Nerra sintió que se desvanecía y tuvo que sostenerse de uno de los árboles. Se aferró a él mientras esperaba que se le pasara el mareo, y sintió que respiraba con dificultad. También sentía que le pulsaba el brazo derecho, le picaba y punzaba, como si algo estuviese luchando para liberarse debajo de su piel.
Nerra se sentó, y allí, en la privacidad el bosque, hizo lo que nunca haría en el castillo: se arremangó, con la esperanza de que el aire fresco del bosque le hiciera bien en donde nunca había funcionado nada más.
La tracería de marcas en el brazo ya le era conocida a esta altura, negra y parecida a venas, sobresaliendo en la palidez casi translúcida de su piel. ¿Las marcas habían crecido desde la última vez que las había visto? Era difícil de saber, porque Nerra evitaba mirarla si podía, y no se atrevía a mostrarlas a nadie más. Ni siquiera sus hermanos y hermanas sabían toda la verdad, solo sabían de los desmayos, no del resto. Eso le correspondía a ella, a sus padres, a Maese Gris y al médico solitario a quien su padre se lo había confiado.
Nerra sabía por qué. Aquellos con marcas de escamas eran desterrados o algo aún peor, por miedo a que la enfermedad se extendiera, y por miedo a lo que pudiese significar. La leyenda decía que aquellos con la enfermedad de las escamas se transformaban, eventualmente, en cosas que eran de todo menos humanas, y mortales para aquellos que aún vivían.
–Y por eso debo estar sola —dijo en voz alta, volviendo a bajarse la manga porque no podía soportar ver lo que había ahí.
Casi lo mismo le molestaba pensar en estar sola. Por más que le gustara el bosque, la falta de compañía la hacía sufrir. Incluso cuando era niña no había podido tener amigos, ni la colección de doncellas y jóvenes nobles que había tenido Lenore, porque alguien podría haberla visto. Ni siquiera había tenido la promesa de tener enamorados, y aún menos probable para una muchacha que claramente estaba enferma era tener pretendientes. Una parte de Nerra deseaba haber tenido todo eso, imaginándose una vida en la que hubiese sido normal, sana, segura. Sus padres podrían haber encontrado un joven noble que se casara con ella, como habían hecho con Lenore. Podrían haber tenido un hogar y una familia. Nerra podría haber tenido amigos, y habría podido ayudar a la gente. En cambio…solamente tenía esto.
Ahora entristecí hasta al bosque, pensó Nerra con otra pálida sonrisa.
Se levantó y siguió caminando, decidida a permitirse al menos disfrutar del hermoso día. Mañana habría una cacería, pero eso significaba demasiada gente para poder disfrutar del exterior. Se esperaba que ella recordara cómo conversar con aquellos que veían la destreza de matar a criaturas del bosque como una virtud, y el ruido de los cuernos de caza sería ensordecedor.
Entonces, Nerra escuchó algo más; no era un cuerno de caza, sino el sonido de alguien en las cercanías. Pensó haber visto a alguien entre los árboles por un segundo, un muchacho joven, quizás, aunque era difícil decirlo con seguridad. Se empezó a preocupar. ¿Cuánto habría visto?
Quizás no era nada. Nerra sabía que tenía que haber gente en otros lugares del bosque. Quizás fuesen carboneros o guardabosques, quizás cazadores furtivos. Quien fuera que fuese, si seguía caminando, Nerra se volvería a topar con ellos. No le gustaba esa idea, no le gustaba el riesgo de que vieran más de lo que deberían, así que se dirigió en una nueva dirección, casi al azar. Sabía su camino en el bosque, por lo que no le preocupaba perderse. Simplemente siguió caminando, encontrándose ahora con acebos y abedules, celidonias y rosas silvestres.
Y algo más.
Nerra se detuvo al ver un claro que parecía como si algo enorme hubiese estado allí, las ramas rotas y el suelo pisoteado. ¿Habría sido un jabalí o quizás una manada? ¿Habría un oso en los alrededores, lo suficientemente grande como para justificar la cacería después de todo? Aunque Nerra no veía huellas de oso entre los árboles, o nada que sugiriera que algo hubiese pasado a pie.
Aunque podía ver un huevo en el medio del claro, volteado sobre un lado sobre el pasto.
Se paralizó, dudando.
No puede ser.
Había historias, por supuesto, y las galerías del castillo tenían unas versiones aterrorizantes, desprovistas de vida.
Pero esto…no podía ser realmente…
Se acercó, y ahora podía empezar a asimilar el verdadero tamaño del huevo. Era enorme, tan grande que Nerra apenas podría rodearlo con los brazos si intentara abrazarlo. Tan grande que no podía ser de un pájaro.
Era de un color azul vivo y profundo, casi negro, con venas doradas que lo atravesaban como rayos de un relámpago en el cielo nocturno. Cuando Nerra estiró el brazo, con vacilación, para tocarlo, sintió que la superficie estaba extrañamente cálida, no del modo en que debería estarlo un huevo. Eso, además del resto, confirmaba lo que había encontrado.
Un huevo de dragón.
Eso era imposible. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que alguien vio un dragón? Incluso las historias hablaban de enormes bestias aladas que volaban los cielos, no de huevos. Los dragones nunca eran algo inútil y pequeño. Eran enormes, atemorizante, e imposibles. Pero Nerra no sabía qué más podía ser esto.
Y ahora, la decisión es mía.
Sabía que no podía marcharse ahora que había visto el huevo allí, abandonado, sin señales de un nido de la forma en que los pájaros ponían sus huevos. Si hacía eso, lo más probable era que algo viniera y se comiera el huevo, destruyendo a la criatura en su interior. Eso, o la gente lo vendería, de eso no tenía dudas. O la aplastarían por el miedo. La gente, a veces, podía ser cruel.
Tampoco se lo podía llevar a casa. Quién se podría imaginar, pasando por las puertas del castillo con un huevo de dragón entre las manos. Su padre ordenaría que se lo quitaran inmediatamente, posiblemente para que Maese Gris lo estudiara. En el mejor de los casos, la criatura terminaría encerrada y maltratada