intentó pensar.
Conocía el bosque como el camino hacia su habitación. Tenía que haber un lugar mejor que al aire libre en donde dejar al huevo…
Sí, sabía el lugar justo.
Envolvió al huevo entre sus brazos y lo levantó, sintiendo la extraña sensación del calor contra su cuerpo. Era pesado, y por un momento Nerra se preocupó de que fuera a soltarlo, pero logró sujetarse las manos y empezar a caminar por el bosque.
Le llevó un tiempo encontrar el lugar que estaba buscando, siempre alerta a los álamos que señalizaban la pequeña área en donde estaba la antigua cueva, marcada con piedras cubiertas de musgo desde hace mucho tiempo. Se abría en la ladera de una pequeña colina en el medio del bosque, y Nerra vio por el suelo a su alrededor que nadie la había utilizado como lugar de descanso. Eso era una buena señal. No quería llevar su premio a un lugar donde estuviese en un peligro inminente.
El claro le había sugerido que los dragones no hacían nidos, pero ella hizo uno para el huevo de todos modos, juntó ramas grandes y pequeñas, maleza y pasto, luego los entrelazó lentamente en un óvalo irregular en donde logró colocar el huevo. Los empujó a la parte oscura de la cueva, segura de que nadie podría verlo desde afuera.
–Ahí —le dijo—. Estará a salvo ahora, al menos hasta que decida qué hacer contigo.
Encontró ramas de árboles y follaje y cubrió la entrada intencionalmente. Recogió piedras y las acomodó allí, todas tan enormes que apenas las podía mover. Esperó que fuera suficiente para mantener alejadas todas las cosas que pudiesen intentar entrar.
Estaba terminando cuando escuchó un ruido y se volteó sobresaltada. Allí, entre los árboles, estaba el niño que había visto antes. Estaba parado observándola, como si intentara entender lo que había visto.
–Espera —le gritó Nerra, pero solo el grito lo sobresaltó.
Se volteó y salió corriendo, y Nerra se quedó pensando en qué había visto y a quién le contaría.
Tenía la horrible sensación de que era demasiado tarde.
CAPÍTULO SIETE
La princesa Erin sabía que no debía estar allí, cabalgando en el bosque hacia el norte, hacia la Espuela. Tendría que estar en el castillo, probándose un vestido para el casamiento de su hermana mayor, pero se retorcía solo de pensarlo.
Le traía demasiados pensamientos acerca de qué le esperaba a ella, y por qué se había ido. Como mínimo prefería estar cabalgando con una túnica, jubón y pantalones cortos antes de estar parada allí, jugando a vestirse de gala mientras Rodry y sus amigos se burlaban de ella, Greave estaba deprimido y Vars… Erin se estremeció. No, era mejor estar allí afuera, haciendo algo útil, algo que demostrara que era más que una hija para casarse.
Cabalgó por el bosque, apreciando las plantas a los lados del camino mientras pasaba, aunque esa era la fascinación de Nerra más que de ella. Cabalgó entre gruesos robles y abedules de plata, observando sus sombras e intentando no pensar en todos los espacios que dejaban esas sombras para que alguien se escondiera.
Probablemente su padre estaría furioso con ella por salir sin escolta. Las princesas necesitaban protección, le diría él. No salían solas a lugares como este, en donde los árboles parecían rodearlas y el camino era poco más que una sugerencia. Estaría furioso con ella por más que eso, por supuesto. Probablemente pensaba que no había escuchado la conversación con su madre, la que la había irse prácticamente corriendo hacia el establo.
—Tenemos que encontrar un esposo para Erin —había dicho su madre.
—¿Un esposo? Es más probable que quiera más lecciones con la espada —había contestado su padre.
—Y ese es el punto. Una mujer no debería hacer esas cosas, ponerse en peligro de esa manera. Tenemos que encontrarle un esposo.
—Después de la boda —había dicho su padre—. Asistirán muchos nobles al banquete y la cacería. Quizás encontremos a un hombre joven que pueda ser un esposo apropiado para ella.
—Quizás debamos ofrecer una dote por ella.
—Entonces lo haremos. Oro, un ducado, lo que sea más apropiado para mi hija.
La traición había sido instantánea y absoluta. Erin había dado zancadas hasta su habitación para juntar sus cosas: una vara, su ropa y un paquete lleno de provisiones. Entonces, se había jurado a sí misma que no volvería.
–Además —le dijo a su caballo—, tengo la edad suficiente para hacer lo que quiero.
Si bien era la menor de sus hermanos, tenía dieciséis. Puede que no fuera todo lo que su madre quería, era demasiado masculina con el cabello oscuro a la altura de los hombros para que no la estorbara y nunca había estado inclinada a coser, hacer reverencias o tocar el arpa. Aún así, era más que capaz de cuidar de sí misma.
Al menos, eso pensaba.
Tendría que serlo, si quería se parte de los Caballeros de la Espuela. Solo el nombre de la orden hacía que le palpitara el corazón. Eran los mejores guerreros del reino, cada uno de ellos era un héroe. Servían a su padre, pero también salían a enmendar injusticias y luchar contra los enemigos más difíciles. Erin daría cualquier cosa por unirse a ellos.
Por eso cabalgaba hacia el norte, a la Espuela. Por eso también había tomado ese camino por partes del bosque que se consideraban peligrosas hacía mucho tiempo.
Continuó cabalgando, asimilando el lugar. En otro momento hubiese sido hermoso, pero en otro momento no hubiese estado aquí. En cambio, miró a su alrededor rápidamente, demasiado consciente de las sombras a ambos lados del camino y la forma en que las ramas la rozaban al pasar. Era un lugar en el que se podía imaginar que alguien desapareciera para no volver.
De todos modos, era el camino que tenía que tomar si quería alcanzar a los Caballeros de la Espuela. Especialmente si los quería impresionar cuando llegara. Al lado de eso, su miedo no importaba.
–¿Por qué no te detienes ahí? —gritó una voz más allá del sendero.
Ahí. Erin sintió un breve escalofrío ante esas palabras, y agitación en su estómago. Detuvo su caballo y luego se bajó hábilmente de la montura. Casi como una ocurrencia tardía, tomó su vara corta con las manos enguantadas sujetándola ligeramente.
–Ahora, ¿qué crees que vas a hacer con ese palo? —dijo el hombre más allá del sendero.
El hombre dio un paso adelante, llevaba ropa de tejido áspero y sostenía un hacha. Dos hombres más salieron de los árboles detrás de Erin, uno con un cuchillo largo, el otro con una espada de combate que sugería que alguna vez había peleado en nombre de un noble.
–Pasé por un pueblo —dijo Erin— y me hablaron de los bandidos en el bosque.
No parecía resultarles extraño que hubiese llegado allí de todos modos. Erin podía sentir el miedo en su interior. ¿Debía haber venido aquí? Había tenido muchos combates de entrenamiento pero esto… esto era diferente.
–Parece que somos famosos, muchachos —gritó el líder con una risotada.
Famosos era una forma de decirlo. Había hablado con una joven en el pueblo que viajaba con su esposo. Ella le había dicho que aún cuando le daban todo lo que tenían a esos hombres, ellos querían más, y lo conseguían. Se lo había contado a Erin en detalle, y Erin había querido tener el trato que tenía Lenore con la gente, o la compasión de Nerra. Erin no tenía ninguno de los dos, todo lo que tenía era esto.
–Dicen que ustedes matan a aquellos que dan pelea —dijo Erin .
–En ese caso —dijo el líder—, sabrás que no debes pelear.
–Casi no vale la pena —dijo uno de los otros—. No se parece para nada a una muchacha.
–¿Te estás quejando? —Lanzó el líder—. ¿Por las cosas que le has hecho a muchachos