Морган Райс

El Reino de los Dragones


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estaba sentado en una sala cuyas paredes formaban un círculo, como si estuviese en la cima lo alto de una torre. El lugar estaba lleno desde el suelo hasta el techo de artículos que debían haber sido recolectados en decenas de momentos y lugares. Cortinas de seda cubrían las paredes, y había objetos de latón sobre las repisas que Devin no podía adivinar su propósito.

      Había un hombre allí, sentado con las piernas cruzadas en un pequeño espacio abierto, en un círculo dibujado con tiza y rodeado de velas. Era calvo y de apariencia seria, y tenía los ojos fijos en Devin. Vestía togas exquisitas bordadas con sigilos y joyas con diseños místicos.

      –¿Me conoce? —Le  preguntó Devin mientras se acercaba.

      Siguió un largo silencio, tan largo que Devin comenzó a preguntarse si le había hecho la pregunta.

      –Las estrellas dijeron que si esperaba aquí, en sueños, tu vendrías —dijo finalmente la voz— El que será.

      Devin se dio cuenta entonces de quién era este hombre.

      –Usted es Maese Gris, el hechicero del rey.

      Tragó ante la idea. Se decía que este hombre tenía el poder de ver las cosas que ningún hombre cuerdo querría; que le había dicho al rey el momento en que su primera esposa moriría y todos se rieron hasta que tuvo un desvanecimiento y se rompió la cabeza en la piedra de uno de los puentes. Se decía que podía buscar dentro del alma de un hombre y sacar todo lo que había visto allí.

      El que será.

      ¿Qué podía significar eso?

      –Usted es Maese Gris.

      –Y tú eres el muchacho que nació en el día más imposible. He buscado y buscado, y tú no deberías existir. Pero existes.

      A Devin se le aceleró el corazón al pensar que el hechicero del rey sabía quién era él. ¿Por qué un hombre así tendría interés él?

      Y en ese momento, supo que esto era más que un sueño.

      Esto era un encuentro.

      –¿Qué quiere de mí? —Le preguntó Devin.

      –¿Querer? —La pregunta parecía haber tomado por sorpresa al hechicero, si es que algo podía hacerlo—. Simplemente quería verte con mis propios ojos. Verte en el día en que tu vida cambiará para siempre.

      Devin tenía muchas preguntas, pero en ese momento, Maese Gris extendió el brazo hacia una de las velas a su alrededor y la apagó con dos dedos largos mientras susurraba algo que apenas se escuchaba.

      Devin quería acercarse y comprender lo que estaba sucediendo, pero en cambio sintió una fuerza que no podía entender, que lo arrastraba hacia atrás, hacia afuera de la torre, hacia la oscuridad…

***

      —¡Devin! —Lo llamó su madre—. Despierta, o te perderás el desayuno.

      Devin maldijo y abrió los ojos de golpe. La luz del amanecer ya entraba por la ventana de la pequeña casa familiar. Eso quería decir que si no se apresuraba, no podría llegar temprano a la Casa de las Armas ni tendría tiempo más que para meterse derecho a trabajar.

      Estaba acostado en la cama, respirando con esfuerzo e intentando quitarse de encima el peso y realismo de sus sueños.

      Pero por más que intentó, no pudo. Colgaba de él como un manto pesado.

      –¡DEVIN!

      Devin sacudió la cabeza.

      Saltó de la cama y se apresuró a vestirse. Su ropa era simple, sencilla, con algunas partes remendadas. Algunas cosas las había heredado de su padre y no le quedaban bien, ya que a sus dieciséis años, Devin era aún más delgado que él, no más grande que el promedio para su edad, aunque un poco más alto. Se quitó de los ojos el cabello oscuro, con las manos que también habían sufrido pequeñas quemaduras y cortes en la Casa de las Armas. Él sabía que sería aún peor con el paso de los años. El viejo Gund apenas podía mover algunos dedos; el esfuerzo del trabajo le había quitado mucho.

      Devin se vistió y corrió hacia la cocina de la cabaña familiar. Se sentó allí y comió estofado en la mesa de la cocina con su madre y su padre. Lo untó con un pedazo de pan duro, sabiendo que aunque era algo simple, lo necesitaría para el día de trabajo duro que tenía por delante en la Casa de las Armas. Su madre era una mujer pequeña, como un pájaro, y parecía muy frágil a su lado, como si se fuese a quebrar por el peso de sus tareas diarias, aunque nunca lo había hecho.

      Su padre también era de menor estatura que él, pero era ancho, musculoso y duro como la teca. Cada mano era como un mazo, y tenía tatuajes en los antebrazos que aludían a otros lugares, desde el Reino del Sur a las tierras en el otro extremo del mar. Incluso tenía un mapa que mostraba ambos territorios y también la isla de Leveros y el continente Sarras, lejos, del otro lado del mar.

      –¿Por qué me miras los brazos, muchacho? —Le preguntó su padre con voz ronca.

      Él nunca había sido bueno para demostrar afecto. Incluso cuando Devin obtuvo su puesto en la Casa, incluso cuando había demostrado ser capaz de forjar armas de la misma forma que los mejores maestros, su padre no había hecho mucho más que asentir.

      Devin quería contarle acerca de su sueño desesperadamente. Pero sabía que era mejor no hacerlo. Su padre lo menospreciaría y estallaría en una celosa rabieta.

      –Es solo que hay un tatuaje que no había visto —le dijo Devin.

      Generalmente su padre vestía mangas largas y Devin nunca estaba allí el tiempo suficiente como para observarlo.

      –¿Por qué en este están Sarras y Leveros? ¿Estuviste allí cuando eras…?

      –¡Eso no es de tu incumbencia! —le gritó su padre.

      La pregunta parecía haber desatado su ira curiosamente ante el enfrentamiento. Rápidamente se bajó las mangas y ató los puños a la altura de las muñecas para que Devin no pudiese ver más.

      –¡Hay cosas por las que no debes preguntar!

      –Lo siento —dijo Devin.

      Había días en los que Devin apenas sabía qué decirle a su padre; días en los que apenas se sentía como su hijo.

      –Debo irme a trabajar.

      –¿Tan temprano? Vas a practicar con la espada otra vez, ¿no? —Le reclamó su padre—Aún intentas convertirte en un caballero.

      Parecía realmente enojado y Devin no podía deducir por qué.

      –¿Sería algo tan terrible? —le preguntó Devin con vacilación.

      –Acepta tu lugar, muchacho —desembuchó su padre—. No eres un caballero. Solo un plebeyo como el resto de nosotros.

      Devin reprimió una respuesta rabiosa. No tenía que ir a trabajar hasta dentro de una hora, pero sabía que al quedarse se arriesgaría a tener una discusión, como todas las que habían precedido.

      Se levantó sin siquiera molestarse en terminar su comida, y se marchó.

      La débil luz del sol lo iluminó. A su alrededor, la mayor parte de la ciudad aún dormía tranquilamente en las primeras horas de la mañana, incluso cuando aquellos que trabajaban durante la noche habían retornado a sus casas. Eso significaba que Devin tenía la mayoría de las calles para él mientras se dirigía hacia la Casa de las Armas, corriendo por los adoquines con esfuerzo. Cuanto más temprano llegara más tiempo tendría, y en todo caso, había escuchado como los maestros de la espada les decían a sus alumnos que este tipo de ejercicio era fundamental para tener resistencia durante un combate. Devin no sabía si alguno de ellos lo hacía, pero él sí. Necesitaría todas las herramientas que pudiese obtener si iba a convertirse en un caballero.

      Devin continuó su camino por la ciudad, corriendo más rápido y con mayor esfuerzo, aún intentando quitarse de encima los restos de su sueño. ¿Realmente había sido un encuentro?

      El que será.

      ¿Qué podía significar eso?

      El