embargo, no vio nada más que los comunes tejemanejes de la ciudad.
¿Habría sido un sueño ridículo? ¿Un deseo?
Royalsport era un lugar con puentes y callejones, esquinas oscuras y aromas extraños. Con la marea baja, cuando el río entre las islas que lo formaban estaba lo suficientemente bajo, la gente caminaba por los lechos del río, aunque los guardias intentaban manejarlo y asegurarse de que ninguno de ellos fuese a distritos en los que no eran bienvenidos.
Los canales entre las islas formaban una serie de círculos concéntricos, con las partes más adineradas hacia el centro, protegidas por las capas del río. Hacia afuera había distritos de entretenimiento y de la nobleza, luego los mercantiles y las áreas más pobres, por las que quienes caminaban tenían que ser cuidadosos y vigilar su bolsa de dinero.
Las Casas sobresalían en el horizonte, sus edificios habían sido entregados a instituciones tan antiguas como el reino; más antiguas, ya que eran reliquias de los días en los que se decía que gobernaban los reyes de los dragones, mucho antes de que las guerras los expulsaran. La Casa de las Armas se erigía arrojando humo a pesar de ser tan temprano, mientras que la Casa del Conocimiento se levantaba como dos agujas enroscadas, la Casa de los Mercaderes estaba bañada en oro hasta brillar y la Casa de los Suspiros se levantaba en el corazón del distrito de entretenimiento. Devin avanzó zigzagueando por las calles y evitando las pocas siluetas que se habían levantado tan temprano como él, mientras corría hacia la Casa de las Armas.
Cuando llegó, la Casa de las Armas estaba casi tan quieta como el resto de la ciudad. Había un vigilante en la puerta, pero conocía a Devin de vista y estaba acostumbrado a que él entrara a horas extrañas. Devin pasó saludándolo con la cabeza y luego se dirigió hacia adentro. Tomó la espada con la que había estado trabajando recientemente, sólida y fiable, adecuada para la mano de un verdadero soldado. Terminó de envolver la empuñadura y la llevó para arriba.
Este espacio no tenía el hedor de la forja, ni la mugre. Era un lugar con madera limpia y aserrín para atrapar sangre suelta, en donde había soportes con armas y armaduras y un espacio de doce caras en el medio, rodeado de algunos bancos para que los que esperaban por su clase se sentaran. Allí había postes y fardos para cortar, todos dispuestos para que los estudiantes de la nobleza pudieran practicar.
Devin se acercó a un estafermo para maestros de armas, un poste más alto que él sobre una base con pértigas de metal que hacían las veces de armas y podían girar en respuesta a los golpes de los espadachines. La destreza consistía en atacar y luego moverse o rebatir, atravesarlo sin que el arma quedara atrapada y golpearlo sin ser golpeado. Devin adoptó una postura defensiva y luego atacó.
Sus primeros golpes fueron constantes, metiéndose en la actividad y probando la espada. Bloqueó los primeros giros de respuesta de los postes y luego esquivó los siguientes, acostumbrándose lentamente a la espada. Empezó a aumentar el ritmo y a ajustar el juego de piernas, moviéndose de una posición a otra con sus golpes: del buey al espectro, luego al largo y volver a empezar.
En algún momento en medio del ajetreo dejó de pensar en los movimientos individuales; los golpes, los bloqueos y las estocadas empezaron a fluir en un todo en donde el acero sonaba contra el acero y su hoja se movía rápidamente para cortar y apuñalar. Practicó hasta transpirar, cuando el poste se movía a una velocidad que podía magullarlo o herirlo si incluso calculaba mal una sola vez.
Finalmente, retrocedió e hizo el saludo que había visto que hacían los espadachines a sus oponentes, antes de revisar el daño de su espada. No tenía cortes ni rajaduras. Eso era algo bueno.
–Tienes una buena técnica —dijo una voz, y Devin se volteó.
Frente a él vio a un hombre de unos treinta años, con pantalones cortos y una camisa ajustada al cuerpo para evitar que la tela se enredara en la trayectoria de una espada. Tenía el cabello largo y oscuro, atado con trenzas difíciles de deshacer en una pelea y rasgos aguileños que culminaban en unos ojos grises penetrantes. Caminaba con una leve cojera, como si fuera de una herida vieja.
–Pero deberías quitarle el peso a los talones cuando te volteas; hace que sea más difícil estabilizarte hasta que completas el movimiento.
–Tú…Tú eres Wendros, el maestro espadachín —dijo Devin.
En la Casa había muchos maestros espadachines, pero los nobles pagaban más por aprender con Wendros, algunos incluso después de años de espera.
–¿Lo soy? —Se tomó un momento para observar su reflejo en una armadura de placas—. Pues, sí lo soy. Hum, entonces si fuera tú, yo prestaría atención a lo que dije. Dicen que yo sé todo lo que hay que saber acerca de la espada, como si eso fuera mucho.
–Ahora, escucha otro consejo —agregó el maestro espadachín Wendros—. Abandónalo.
–¿Qué? —Dijo Devin con asombro.
–Abandona tu intento de convertirte en un espadachín —le dijo—. Los soldados solo tienen que saber cómo parase en línea. Ser un guerrero implica más —Se acercó—. Mucho más.
Devin no sabía qué decir. Sabía que se refería a algo más importante, algo que superaba su sabiduría; pero no tenía idea de qué podía ser.
Devin quería decir algo, pero no le salían las palabras.
Y de repente, Wendros se volteó y marchó hacia la salida del sol.
Devin se encontró pensando en el sueño que había tenido. No podía evitar sentir que estaban relacionados.
No podía evitar sentir como si hoy fuese el día que cambiaría todo.
CAPÍTULO TRES
La princesa Lenore apenas daba crédito a la belleza del castillo, mientras los criados lo transformaban durante los preparativos para la boda. Había pasado de ser una cosa de piedra gris a estar revestido con seda azul y tapices elegantes, cadenas de promesas tejidas y abalorios colgantes. Alrededor de ella, una decena de doncellas se mantenían ocupadas con elementos de vestidos y decoraciones, yendo de un lado para otro como un enjambre de abejas obreras.
Lo hacían por ella, y Lenore estaba realmente agradecida por ello, aún sabiendo que, como princesa, debía esperarlo. A Lenore siempre le había parecido increíble que los demás estuviesen preparados para hacer mucho por ella, simplemente por quién era ella. Valoraba la belleza casi más que a cualquier otra cosa, y allí estaban ellos, arreglando el castillo con seda y encaje para que luciera magnífico…
–Estás perfecta —dijo su madre.
La reina Aethe estaba dando instrucciones en el centro de todo, luciendo resplandeciente en terciopelo oscuro y alhajas brillantes mientras lo hacía.
–¿Lo crees?—preguntó Lenore.
Su madre la llevó a pararse en frente del enorme espejo que las criadas habían colocado. En él, Lenore pudo ver las similitudes entres ellas, desde el cabello casi negro a la complexión alta y delgada. Excepto Greave, todos sus hermanos se parecían a su padre, pero Lenore era definitivamente la hija de su madre.
Gracias al esfuerzo de las criadas, brillaba entre sedas y diamantes, su cabello estaba trenzado con hilo azul y su vestido bordado en plata. Su madre hizo cambios mínimos y luego la besó en la mejilla.
–Estás perfecta, exactamente como debe estar una princesa.
Viniendo de su madre, ese era el mayor halago que podía recibir. Siempre le había dicho a Lenore que como la hermana mayor, su deber era ser la princesa que el reino necesitaba y verse y actuar como tal en todo momento. Lenore hacía lo mejor que podía, con la esperanza de que fuese suficiente. Nunca parecía serlo, pero aún así Lenore intentaba estar a la altura de todo lo que debía ser.
Por supuesto, eso también permitía que sus hermanas menores fueran… otras cosas. Lenore deseaba que Nerra y Erin también estuviesen allí. Oh, Erin se estaría quejando de que le confeccionaran un vestido y Nerra probablemente tendría que detenerse a medio camino por sentirse indispuesta, pero Lenore quería verlas allí más que a nadie.
Bueno,