Блейк Пирс

Casi Perdida


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de que se había solicitado un aplazamiento y que el juicio se reanudaría en dos semanas. En una búsqueda más minuciosa, descubrió que esto había sido a causa de la defensa, que necesitaba más tiempo para contactar a nuevos testigos.

      El miedo le produjo malestar.

      Volvió a leer el extraño mensaje, “Ten cuidado”, y se preguntó si debía responderle y preguntar qué quería decir, pero en algún momento durante la noche el remitente debía haberla bloqueado porque no podía responderle.

      Con desesperación, intentó llamar a ese número.

      Se cortó inmediatamente. Claramente, también había bloqueado sus llamadas.

      Cassie suspiró con frustración. Cortar la comunicación parecía más acoso que una verdadera amenaza. Iba a optar por pensar que se trataba de un número equivocado, que el remitente se había dado cuenta demasiado tarde y como resultado la había bloqueado.

      Ligeramente reconfortada, se levantó de la cama y fue a despertar a los niños.

      Dylan ya se había levantado, y Cassie supuso que debía haberse ido a andar en bicicleta. Con la esperanza de que no lo tomara como una intrusión, entró, puso en orden el cobertor y las almohadas y recogió la ropa que había descartado.

      Los estantes estaban atiborrados con una enorme variedad de libros, incluyendo varios de ciclismo. Dos peces dorados nadaban en una pecera arriba de la biblioteca, y en una mesa grande cerca de la ventana había una conejera. Un conejo gris desayunaba lechuga y Cassie lo observó alegremente por un momento.

      Dejó la habitación y tocó la puerta del dormitorio de Madison.

      –Dame diez minutos —respondió la niña, soñolienta, entonces Cassie se dirigió a la cocina a preparar el desayuno.

      Allí vio que Ryan había dejado un fajo de billetes debajo del salero, con una nota escrita a mano: “Me fui a trabajar. ¡Sal con los niños y diviértanse! Vuelvo esta noche”.

      Cassie colocó una rebanada de pan en la bonita tostadora con diseño floral y llenó la caldera. Mientras estaba ocupada preparando café entró Madison, envuelta en una bata color rosa y bostezando.

      –Buen día —la saludó Cassie.

      –Buen día. Me alegra que estés aquí. Todos se levantan tan temprano en esta casa —se quejó.

      –¿Quieres café? ¿Té? ¿Jugo?

      –Té, por favor.

      –¿Tostadas?

      Madison sacudió la cabeza.

      –No tengo hambre aún, gracias.

      –¿Qué te gustaría hacer hoy? Tu padre me dijo que fuéramos a algún lado —dijo Cassie mientras le servía té a Madison como ella se lo había pedido: con un chorrito de leche y sin azúcar.

      –Vayamos al pueblo —dijo Madison—. Es divertido los fines de semana. Hay mucho para hacer.

      –Buena idea, ¿Sabes cuándo vuelve Dylan?

      –Habitualmente sale por una hora.

      Madison envolvió el tazón con las manos y sopló el líquido humeante.

      Cassie estaba impresionada por lo independientes que parecían ser los niños. Claramente, no estaban acostumbrados a que los sobreprotegieran. Supuso que el pueblo era lo suficientemente pequeño y seguro para que ellos lo consideraran como una extensión de su hogar.

      Dylan volvió poco tiempo después, y a las nueve ya estaban vestidos y prontos para salir. Cassie asumió que irían en auto, pero Dylan le aconsejó lo contrario.

      –Es difícil encontrar estacionamiento los fines de semana. Habitualmente vamos caminando, son solo dos kilómetros y medio, y volvemos en autobús. Circula cada dos horas así que solo hay que calcular bien el horario.

      La caminata al pueblo no podía haber sido más pintoresca. Cassie estaba encantada con las vistas intercaladas al mar y las casas pintorescas a lo largo del camino. Podía escuchar las campanas de una iglesia a la distancia. El aire era puro y fresco, e inhalar el aroma del mar era puro placer.

      Madison iba saltando adelante, señalando las casas de la gente que conocía, que parecía ser casi todo el mundo.

      Algunas personas que pasaban en auto los saludaban con la mano, y una mujer detuvo su Range Rover y se ofreció a llevarlos.

      –No, gracias, señora O’Donoghue, nos gusta caminar —respondió Madison—. ¡Aunque quizás la necesitemos a la vuelta!

      –¡Estaré atenta para encontrarlos! —prometió la mujer con una sonrisa antes de alejarse.

      Madison le explicó que la mujer y su esposo vivían más en el interior y que tenían una pequeña granja orgánica.

      –Hay una tienda que vende sus productos en el pueblo, y a veces también tienen dulce de chocolate casero —dijo Madison.

      –Definitivamente la visitaremos —prometió Cassie.

      –Sus hijos son afortunados. Van a un internado en Cornwall. Ojalá pudiera hacerlo —dijo Madison.

      Cassie frunció el ceño, preguntándose por qué Madison querría pasar lejos de una vida tan perfecta. A menos, quizás, que el divorcio la hubiese hecho sentir insegura y quisiera estar rodeada de una comunidad más grande.

      –¿Estás contenta con tu escuela actual? —le preguntó, por si acaso.

      –Ah sí, es genial, excepto porque tengo que estudiar —dijo Madison.

      Cassie sintió alivio de que no hubiera un problema oculto, como acoso escolar.

      Las tiendas eran tan singulares como había esperado. Había algunas que vendían aparejos de pesca, ropa abrigada y artículos deportivos. Cassie recordó haber tenido las manos frías cuando tomaban unas copas de vino con Ryan la noche anterior y se probó un lindo par de guantes, pero ante el estado de sus finanzas y la falta de dinero disponible, decidió que sería mejor esperar y comprar un par más barato.

      El aroma a pan horneado los atrajo a una pastelería en la vereda de enfrente. Después de discutirlo con los niños, compró un pan de masa madre y un pastel de pacanas para llevarse a casa.

      La única desilusión de la mañana fue la tienda de dulces.

      Cuando Madison marchó con expectativa hasta la puerta, se detuvo alicaída.

      La tienda estaba cerrada, con una nota escrita a mano y pegada en el vidrio que decía: “Estimados Clientes: este fin de semana no estaremos en el pueblo, ¡tenemos un cumpleaños familiar! Volveremos el martes para servirles sus exquisiteces favoritas”.

      Madison suspiró tristemente.

      –Habitualmente, la hija es la que se encarga de la tienda cuando ellos no están. Supongo que fueron todos a la estúpida fiesta.

      –Supongo que sí. No importa. Podemos volver la semana que viene.

      –Falta mucho para eso.

      Con la cabeza gacha, Madison se volteó y Cassie se mordió el labio ansiosamente. Estaba desesperada por que esta salida fuese un éxito. Se había estado imaginando cómo se iluminaría el rostro de Ryan mientras hablaban de su alegre día, y cómo quizás la mirara a ella con gratitud, o incluso la halagara.

      –Vendremos la semana que viene —repitió, a sabiendas de que era un pequeño consuelo para una niña de nueve años que creía que comería bastones de menta en su futuro inmediato—. Y quizás encontremos dulces en las otras tiendas —agregó.

      –Vamos, Maddie —dijo Dylan con impaciencia, y la tomó de la mano, alejándola de la tienda.

      Más adelante, Cassie vio la tienda de la que Madison había hablado, que pertenecía a la señora que les había ofrecido llevarlos al pueblo.

      –Una última parada aquí y luego decidimos en dónde almorzar —dijo ella.

      Pensando en las próximas cenas saludables y en los refrigerios, Cassie eligió algunas bolsas con