tres hombres dentro, a esta hora del día. Cuando entró Perro Grande, los hombres ya estaban en pie, entrando en el gabinete donde se guardaban los rifles. Los rifles estaban destinados a los osos polares, no a las invasiones.
–¿Qué demonios está pasando? —dijo Perro Grande.
Aaron, un hombre corpulento con gafas, arrojó un rifle pesado a Perro Grande. Tenía insertado un cargador por debajo y una mira telescópica en la parte superior.
Perro Grande comprobó la recámara.
Aaron negó con la cabeza. —Ni idea. Intentamos identificarlos por radio, pero no hubo respuesta. Pensamos en esperar hasta que llegaran aquí. Luego llegaron y comenzaron a disparar.
Hizo un gesto hacia las pantallas del circuito cerrado de seguridad.
En una pantalla, un grupo de hombres subía por los muelles. Iban vestidos de negro, abrigados para el frío, con los rostros cubiertos a excepción de los ojos y equipados con pistolas y cinturones de munición. Mientras Perro Grande observaba, uno de ellos se acercó a un hombre que se retorcía en el muelle, sacó una pistola y le disparó en la cabeza.
–Oh, no —dijo Perro Grande.
Le dolió. Le dolió hasta lo más profundo y lo hizo enfadar. Este era su equipo y estaban asesinando a sus hombres. Durante sus décadas en la industria petrolera del Ártico, nunca había sucedido algo así. ¿Hubo peleas? Por supuesto. Peleas a puñetazos, a cuchillo, con tacos de billar y tubos de hierro. Incluso hubo tiroteos. Sí, de vez en cuando, alguien sacaba un arma.
¿Pero esto?
De ninguna manera.
Y no lo iba a consentir.
Los hombres en la sala de control miraron a Perro Grande.
Lo primero que hizo Perro Grande cuando dejó la reserva, a la edad de diecisiete años, fue alistarse en el Cuerpo de Marines. Identificaron de inmediato su puntería y lo convirtieron en un francotirador.
–Hijos de puta —dijo.
No le importaba quiénes eran o lo que pensaban que estaban haciendo, no lo iba a consentir. Volvió a salir a cubierta, con el rifle acunado en sus gruesas manos.
Debajo de él, el grupo de hombres corría por el complejo ahora, corriendo hacia las cabañas Quonset que servían de alojamiento, el salón recreativo, la cantina. Las alarmas resonaban y los hombres comenzaban a emerger de todas partes, corriendo. Había confusión y miedo.
Disparar era fácil para Perro Grande. Cada hombre tenía sus habilidades, cosas que le resultaban fáciles. Disparar era la suya. Miró a través de la mira telescópica y puso a uno de los invasores vestidos de negro en el centro del círculo. El hombre estaba ALLÍ MISMO, tan cerca que Perro Grande podía alcanzarlo y tocarlo. Perro Grande apretó el gatillo. El rifle se sacudió en sus manos y empujó contra su hombro.
¡BANG!
El sonido hizo eco muy lejos, a través del hielo y el agua.
Fue un disparo justo en el blanco, a la altura del pecho. El hombre levantó los brazos y dejó caer su arma. Fue impulsado hacia atrás, perdió pie y cayó al suelo helado.
No fue un buen gesto. Le indicó a Perro Grande que el hombre llevaba un chaleco antibalas. La bala no le había perforado, solo lo tiró hacia atrás. Le dolería un rato y mañana iba a tener un dolor del demonio, pero no estaba muerto.
Aún no, por lo menos.
Perro Grande expulsó el casquillo gastado y volvió a montar el arma. Volvió a mirar y encontró a su hombre arrastrándose por el suelo.
Puso el círculo alrededor de la cabeza del hombre.
BANG.
El eco se alejó a través de la vasta inmensidad vacía. La sangre fluía donde antes estaba la cabeza del hombre. Automáticamente, sin pensarlo, Perro Grande expulsó el cartucho y cargó de nuevo.
Siguiente.
Otro bastardo de chaqueta negra arrodillado al lado del muerto. Parecía estar comprobando los signos vitales. ¿Comprobándolos para qué? La mitad de la cabeza del hombre ya no estaba.
Perro Grande sonrió y puso la cabeza del chico nuevo en el círculo, el punto muerto. El chico era un idiota.
BANG.
Pero ya no lo sería más.
La cabeza del segundo hombre explotó igual que la del primero, una pulverización de rojo en el aire, como el géiser blanco desde el orificio nasal de una ballena jorobada justo debajo de la superficie. Los dos hombres muertos se desplomaron juntos, montículos negros sobre fondo blanco.
Perro Grande bajó el arma para obtener una vista más amplia del campo. La escena era un caos, los hombres corrían por todos lados, disparando, cayendo muertos.
Demasiado tarde, vio a dos hombres de negro, ambos apoyados sobre una rodilla, apuntándole son sus armas. Desde esta distancia, no podía decir lo que los hombres llevaban. Eran ametralladoras pequeñas, compactas, tal vez Uzis o MP5.
Pasó menos de un segundo.
Perro Grande se estaba apartando de la barandilla de hierro justo cuando impactó el primer chorro de balas. Lo atravesaron y sintió cómo hacía un baile espasmódico y nervioso. Entonces llegó el dolor, como si fuera a destiempo.
Sus pies se deslizaron hacia atrás, por debajo de él y cayó sobre la barandilla. Pensó que podría vomitar por el costado.
Pero su altura y el impulso llevaron todo su cuerpo hacia adelante. Hubo un momento incómodo, cuando parecía que estaba encaramado en la barandilla, con todo el peso sobre su estómago. Entonces, se cayó. Intentó agarrarse locamente a los listones de hierro que tenía detrás, pero fue inútil.
Pasaron uno o dos segundos. Entonces, impactó.
El tiempo se detuvo y él fue a la deriva. Cuando volvió a abrir los ojos, parecía que estaba mirando un cielo oscuro. El último día sombrío había pasado y las estrellas frías salían a millones, jugando al escondite detrás de nubes que se deslizaban. Parpadeó y volvió a la luz del día.
Sabía lo que había pasado: había caído a la cubierta de hierro, dos pisos por debajo del nivel de la caseta de perro. Había golpeado fuerte, todo su cuerpo debía estar roto. Su cráneo debía estar roto.
Además, cuando llegó el recuerdo, fue como si las balas lo perforaran nuevamente. Su cuerpo se sacudió convulsivamente. Le habían disparado con ametralladoras.
No sabía cuánto tiempo había pasado. Podrían haber sido minutos o podrían haber pasado horas. Intentó moverse, pero le dolía hacer cualquier cosa. Eso era buena señal: aún podía sentir dolor. Había mucho líquido oscuro a su alrededor en la cubierta: su sangre. Jadeó mientras respiraba, como un elevador hidráulico que se descompone, el líquido burbujeando de su boca.
En algún lugar, no muy lejos, todavía se escuchaban disparos. Los hombres gritaban. Los hombres chillaban de dolor o de terror.
Las sombras se movieron a través de él.
Dos hombres se quedaron allí, mirando hacia abajo. Ambos llevaban pesadas chaquetas negras con parches blancos. La imagen en los parches parecía ser un águila u otro ave de rapiña. Vestían pantalones de camuflaje verde, como un ejército de tierra, en algún lugar donde el mundo no estuviera cubierto de blanco. Y llevaban pesadas botas negras.
Las caras de los hombres estaban cubiertas con pasamontañas negros. Solo se veían sus ojos. Sus ojos eran duros, sin simpatía.
¿Qué pensaban estos muchachos que estaban haciendo?
–¿Quién…? —dijo Perro Grande.
Le resultaba difícil hablar, se estaba muriendo, lo sabía. Pero él no era alguien que tiraría la toalla. Nunca lo había hecho antes y no lo iba a hacer ahora.
–¿Quiénes sois? —logró decir.
Uno