Джек Марс

Amenaza Principal


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nos gusta esto. Pero yo creo que tendremos que aplazar esa discusión para otro momento. Ahora, tenemos una operación terrorista en marcha, con un número desconocido de civiles estadounidenses ya muertos y aún más vidas estadounidenses en peligro. El tiempo es esencial. Y, en la medida de lo posible, creo que debemos mantener este incidente, así como la naturaleza de esa instalación, fuera del alcance del público, por ahora. Más tarde, después de que hayamos rescatado a nuestra gente y disipado el humo, habrá mucho tiempo para debatir.

      Dixon odiaba que Stark tuviera razón. Odiaba estos…

      … compromisos.

      –¿Qué sugiere? —dijo.

      Stark asintió con la cabeza. En la pantalla, la imagen cambió y mostró un gráfico de lo que parecía ser un grupo de buzos de dibujos animados, nadando hacia una isla.

      –Sugerimos encarecidamente que un grupo encubierto de operadores especiales altamente entrenados, Navy SEAL, se infiltre en las instalaciones, descubra la naturaleza de los terroristas y sus efectivos, decapite su liderazgo y, si es posible, recupere la plataforma con la menor pérdida de vida civil como las circunstancias lo permitan.

      –¿Cuántos y cuándo? —preguntó Dixon.

      Stark asintió nuevamente. —Dieciséis, quizá veinte. Esta noche, dentro de las próximas horas, antes del primer amanecer.

      –¿Los hombres están listos? —dijo Dixon.

      –Sí, señor.

      Dixon sacudió la cabeza. Ser Presidente era una pendiente resbaladiza. Eso era algo que, a pesar de todos sus años de experiencia, nunca había entendido. Todos sus discursos ardientes, golpeando el atril, sus demandas de un mundo más justo y limpio… ¿para qué? Todo se había vendido río abajo incluso antes de empezar.

      El Refugio Nacional de Vida Silvestre del Ártico estaba fuera de los límites de la perforación, en la superficie. Así que se estacionaron en el mar y perforaron desde debajo, por supuesto que lo hicieron. Eran como termitas, siempre mordiendo, royendo y convirtiendo la construcción más resistente en un castillo de naipes.

      Y luego los hombres que estaban haciendo la perforación fueron atacados y retenidos como rehenes. Y como Presidente, ¿qué se suponía que tenías que decir: —Déjalos comer del pastel?

      De ninguna manera. Eran estadounidenses y, en un nivel difícil de entender, eran inocentes. Solo hago mi trabajo, señora.

      Dixon miró a Thomas Hayes. De todos los hombres en esta habitación, Hayes sería el más cercano a sus propios pensamientos sobre esto. Hayes probablemente se sentiría encajonado, traicionado, frustrado y atónito, al igual que Clement Dixon.

      –¿Thomas? —dijo Dixon. —¿Qué opinas?

      Hayes ni siquiera dudó. —Yo entiendo que es una discusión para otro momento, pero me alarma escuchar que estamos perforando en un entorno natural que debe ser apreciado y protegido. Estoy alarmado, pero no sorprendido y eso es lo peor.

      Se detuvo. —Después de que estos hombres sean rescatados y, como usted dice, se disipe el humo, creo que debemos volver a revisar la moratoria de la perforación y dejar claro que no perforar significa no perforar, ya sea desde la superficie o desde el mar.

      –Además, si va a haber una intervención militar, creo que hay que asegurarse de que haya supervisión civil de toda la operación, de principio a fin. Sin ánimo de ofender, General, pero en el Pentágono tienen tendencia a matar mosquitos a cañonazos. Creo que ya hemos oído hablar de demasiadas celebraciones de bodas en Oriente Medio siendo aniquiladas por ataques aéreos.

      El general Stark parecía que estaba a punto de decir algo en respuesta, pero se contuvo.

      –¿Puede hacerlo, General Stark? —preguntó Dixon. —No importa cuántos activos militares estén involucrados, ¿puede garantizarme la supervisión y participación civil durante toda la operación?

      El general asintió. —Sí, señor. Conozco la agencia civil idónea para el trabajo.

      –Entonces, hágalo —dijo Dixon— y salve a esos hombres de la plataforma, si puede.

      CAPÍTULO TRES

      22:01 horas, Hora del Este

      Ivy City

      Noreste de Washington, DC

      Un hombre grande estaba sentado en una silla plegable de metal, en un rincón tranquilo de un almacén vacío. Sacudió la cabeza y gimió.

      –No lo hagas —dijo. —No lo hagas.

      Tenía los ojos vendados, pero incluso con el trapo oscureciendo parte de su rostro, era fácil ver que estaba magullado y golpeado. Su boca estaba hinchada. Su cara estaba cubierta de sudor y algo de sangre y la parte posterior de su camiseta blanca estaba manchada de sudor. Había una mancha oscura en la entrepierna de sus jeans azules, donde se había orinado encima unos momentos antes.

      Desde la boca de las mangas de su camiseta hasta las muñecas había una densa maraña de tatuajes. El hombre parecía fuerte, pero tenía las muñecas esposadas a la espalda y sus brazos estaban asegurados a la silla con pesadas cadenas.

      Sus pies estaban descalzos y sus tobillos también estaban esposados con grilletes de acero; estaban tan juntos que, si lograba ponerse de pie y tratar de caminar, tendría que ir saltando.

      –¿Hacer qué? —dijo Kevin Murphy.

      Murphy era alto, delgado, muy en forma. Tenía los ojos duros y una pequeña cicatriz en la barbilla. Llevaba una camisa azul, pantalón oscuro y pulidos zapatos de cuero italiano negro. Sus mangas estaban enrolladas solo un par de vueltas en sus antebrazos. No había nada arrugado, sudoroso o sangriento en él. No parecía haber hecho ningún tipo de esfuerzo extenuante. De hecho, podría estar de camino a una cena tardía en un buen restaurante. Lo único que no encaja mucho con su aspecto eran los guantes de conducción de cuero negro que llevaba puestos.

      Durante unos segundos, Murphy y el hombre de la silla fueron como estatuas, piedras en pie en algún lugar de entierro medieval. Sus sombras se desvanecieron en diagonal en la penumbra amarilla que iluminaba este pequeño rincón del vasto almacén.

      Murphy se alejó unos pasos a través del suelo de piedra, sus pisadas resonaban en el espacio cavernoso.

      Estaba lidiando con una extraña combinación de sentimientos en este momento. Por un lado, se sentía relajado y tranquilo. Se estaba preparando para la entrevista y disponía de las próximas horas, si las necesitaba. Nadie venía aquí.

      Fuera de las puertas de este almacén había un barrio pobre. Era un páramo de hormigón, tiendas deprimentes todas juntas, licorerías, cambio de cheques y lugares de préstamos de día de pago. Multitudes de mujeres que llevaban bolsas de plástico esperaban en las paradas de los autobuses durante el día, hombres borrachos en las esquinas de las calles sostenían latas de cerveza y vino barato en bolsas de papel marrón todo el día y toda la noche.

      En este momento, Murphy podía escuchar los sonidos del vecindario: coches que pasaban, música, gritos y risas. Pero se estaba haciendo tarde y las cosas comenzaban a calmarse. Incluso este barrio finalmente se iba a dormir.

      Por lo tanto, a corto plazo, Murphy tenía tiempo. Pero en un sentido más amplio, el tiempo no estaba de su parte. Era un antiguo operador de las Fuerzas Delta y un empleado en período de prueba del Equipo de Respuesta Especial del FBI. Lo había hecho bien hasta ahora, incluyendo lo que se consideró una actuación brillante en un tiroteo en Montreal, durante su primera asignación.

      Lo que nadie entendió fue cuán brillante fue realmente esa actuación. Había jugado a dos bandas y, antes de la batalla, convenció al ex agente de la CIA Wallace Speck, el autoproclamado “Señor Oscuro”, para transferir dos millones y medio de dólares a la cuenta anónima de Murphy en Gran Caimán.

      Ahora, Speck estaba en una prisión federal