Джек Марс

Amenaza Principal


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otro hombre dijo algo. Era algo serio, ninguno de los dos se rio. Sus expresiones impertérritas no cambiaron. Probablemente pensaron que le estaban haciendo un favor a Perro Grande, sacándolo de su miseria.

      A Perro Grande no le importaba un poco de dolor. Él no creía en el cielo o el infierno. Cuando era joven, había rezado a sus antepasados. Pero si sus antepasados estaban por ahí, no habían dado muestras.

      Tal vez había vida después de la muerte, tal vez no.

      Perro Grande preferiría arriesgarse aquí en la Tierra. El médico de la plataforma podría recomponerlo. Un helicóptero de evacuación médica podría venir y llevarlo al pequeño centro de traumatología en Deadhorse. Un helicóptero Apache podría venir y acabar con estos tipos.

      Cualquier cosa podría pasar. Mientras respirara, todavía estaba en el juego. Levantó una mano ensangrentada. Increíble que aún pudiera mover su brazo.

      –Espera —dijo.

      No quiero morir ya.

      Perro Grande. Durante décadas, así lo había llamado prácticamente todo el mundo. Su ex esposa lo llamaba Perro Grande. Sus jefes lo llamaban Perro Grande. El Presidente de la compañía había volado aquí una vez, le dio la mano y lo llamó Perro Grande. Él gruñó al pensar en eso. Su verdadero nombre era Warren.

      Un pequeño destello de luz y llama emergió de las fauces negras al final del arma del hombre. La oscuridad llegó y Perro Grande no supo si realmente había visto aquella luz, o si había estado soñando todo el tiempo.

      CAPÍTULO DOS

      21:45 horas, Hora del Este

      Gabinete de Crisis

      La Casa Blanca

      Washington, DC

      —Señor Presidente, ¿qué piensa?

      Clement Dixon era demasiado viejo para esto. Ese era su pensamiento principal.

      Estaba sentado a la cabecera de la mesa y todos los ojos estaban puestos en él. Durante su larga carrera política, había aprendido a leer los ojos y las expresiones faciales. Y lo que le decía la lectura de aquellos rostros era esto: las poderosas personas que miraban al caballero de cabello blanco que presidía esta reunión de emergencia habían llegado a la misma conclusión que el propio Dixon.

      Él era demasiado viejo.

      Había sido un Jinete de la Libertad desde el primer viaje, en mayo de 1961, arriesgando su vida para ayudar a disgregar el sur. Había sido uno de los jóvenes oradores en las calles durante el motín de la policía de Chicago en agosto de 1968 y había recibido gases lacrimógenos en la cara. Había pasado treinta y tres años en la Cámara de Representantes, primero enviado allí por la buena gente de Connecticut en 1972. Había desempeñado el cargo de Presidente de la Cámara de Representantes dos veces, una durante la década de 1980 y otra vez hasta hace solo un par de meses.

      Ahora, a la edad de setenta y cuatro años, se encontró de repente siendo Presidente de los Estados Unidos. Era un papel que nunca había querido ni imaginado para sí mismo. No, espera, quizá sí: cuando era joven, adolescente y tenía unos veinte años, se había imaginado a sí mismo algún día como Presidente.

      Pero la América de la que se había imaginado Presidente no era esta América. Este era un país dividido, envuelto en dos guerras públicamente reconocidas en el extranjero, así como media docena de “operaciones negras” clandestinas. Operaciones tan negras, al parecer, que las personas que las supervisaban eran reacias a informar a sus superiores.

      –¿Señor Presidente?

      En su juventud, nunca se había imaginado a sí mismo como Presidente de una América que todavía dependía por completo de los combustibles fósiles para cubrir sus necesidades energéticas, donde el veinte por ciento de la población vivía en la pobreza y otro treinta por ciento se tambaleaba en el borde, donde millones de niños se acostaban con hambre cada noche y más de un millón de personas no tenían dónde vivir. Un lugar donde el racismo todavía estaba vivo y coleando. Un lugar donde millones de personas no podían permitirse el lujo de ponerse enfermas y donde a menudo tenían que escoger entre tomar sus medicamentos recetados o comer. Esta no era la América que había soñado liderar.

      Esto era un Estados Unidos de pesadilla y de repente él estaba al cargo. Un hombre que había pasado toda su vida defendiendo lo que creía que era correcto y luchando por los ideales más altos, ahora se encontraba arrastrándose por el fango. Este trabajo no ofrecía nada más que compensaciones y áreas grises y Clement Dixon estaba justo en el medio de todo.

      Siempre había sido un hombre religioso. Y en estos días se descubrió a sí mismo pensando en cómo Cristo le había pedido a Dios que dejara pasar el amargo cáliz. Sin embargo, a diferencia de Cristo, su lugar en esta cruz no había sido ordenado previamente. Una serie de percances y malas decisiones habían conducido a Clement Dixon hasta este lugar.

      Si el Presidente David Barrett, un buen hombre al que Dixon conocía desde hace muchos años, no hubiera sido asesinado, nadie habría pedido al Vicepresidente Mark Baylor que ocupara su lugar.

      Y si Baylor no hubiera estado implicado en el asesinato, por una montaña de pruebas circunstanciales (no suficientes para acusarlo, pero sí para hacerlo caer en desgracia y desterrarlo de la vida pública), entonces él no habría dimitido, dejando la Presidencia al Presidente de la Cámara de Representantes.

      Y si Dixon mismo no hubiera accedido el año pasado a pasar solo una legislatura más como Presidente de la Cámara, a pesar de su avanzada edad…

      Entonces no se vería en esta posición.

      Aunque él tuviera la fuerza de voluntad doblegar la maldita cosa… El hecho de que la línea de sucesión dictara que el Presidente de la Cámara asumiera el trabajo, no significaba que él tuviera que aceptarlo. Pero demasiadas personas habían luchado durante demasiado tiempo para ver a un hombre como Clement Dixon, el abanderado ardiente de los ideales liberales clásicos, convertirse en Presidente. Como cuestión práctica, no podía abandonar.

      Así que allí estaba, cansado, viejo, cojeando por los pasillos del ala oeste (sí, cojeando, el nuevo Presidente de los Estados Unidos tenía artritis en las rodillas y una cojera pronunciada), abrumado por el peso de lo que se le había encomendado y comprometiendo sus ideales a cada paso.

      –¿Señor Presidente? ¿Señor?

      El Presidente Dixon estaba sentado en el Gabinete de Crisis, una oficina de forma ovalada. De alguna manera, la habitación le recordaba a un programa de televisión de la década de los 60; la serie se llamaba Espacio: 1999. Era una idea tonta de un productor de Hollywood sobre cómo sería el futuro. Inhóspito, vacío, inhumano y diseñado para el aprovechamiento máximo del espacio. Todo era elegante y estéril y exudaba cero encanto.

      Grandes pantallas de vídeo estaban incrustadas en las paredes, con una pantalla gigante en el extremo de la mesa oblonga. Las sillas eran de cuero, con el respaldo alto y reclinables, como la del capitán en la cubierta de control de una nave espacial.

      Esta reunión se había convocado con poca antelación; como de costumbre, había una crisis. Aparte de los asientos ocupados de la mesa y unos pocos a lo largo de las paredes, la sala estaba casi vacía. Los asistentes habituales estaban aquí, incluidos algunos hombres con sobrepeso vestidos con trajes, junto con militares uniformados.

      Thomas Hayes, el nuevo Vicepresidente de Dixon, también estaba aquí, gracias a Dios. Habiendo subido a bordo directamente desde su puesto de gobernador de Pensilvania, Thomas estaba acostumbrado a tomar decisiones ejecutivas. También estaba en la misma página que Dixon respecto a muchas cosas. Thomas ayudó a Dixon a formar un frente unificado.

      Todo el mundo sabía que Thomas Hayes tenía los ojos puestos en la presidencia y eso estaba bien. Podría quedarse con