Джек Марс

Amenaza Principal


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chico se encogió de hombros. Estaba mirando el suelo de hormigón.

      –¡Habla! —dijo Murphy. —No tengo toda la noche.

      –Nunca hablé con él después de eso. Estaba en la cárcel antes de que saliera el sol.

      –Mírame, —dijo Murphy.

      El chico levantó la vista.

      –Dímelo otra vez, pero no mires hacia otro lado esta vez.

      El hombre miró directamente a los ojos de Murphy. —No he hablado con Speck. No sé dónde le retienen, no sé si él ha hablado o no. No tengo ni idea de si él sabe quién eres, pero si lo sabe, es obvio que no te ha delatado todavía.

      –¿Por qué no escapaste? —dijo Murphy.

      No era una pregunta banal. Murphy se enfrentaba a la misma elección. Él podría desaparecer. Ahora, esta noche, o mañana por la mañana. Pronto. Tenía dos millones y medio de dólares en efectivo. Eso le duraría mucho tiempo a un hombre como él y con sus… habilidades únicas… podría reponerlo de vez en cuando.

      Pero pasaría el resto de su vida mirando por encima del hombro. Y, si escapaba, una persona que podría perseguirle era Luke Stone. Ese no era un pensamiento agradable.

      El chico se encogió de hombros otra vez. —Me gusta vivir aquí, me gusta mi vida. Tengo un hijo pequeño, al que veo a veces.

      A Murphy no le gustó la forma en que el chico deslizó a su hijo en la conversación. Este asesino a sangre fría, un hombre que acababa de admitir que había asesinado a una joven madre y que era cómplice del asesinato de dos niñas pequeñas y solo Dios sabía qué más, estaba tratando de jugar la carta de la empatía.

      Murphy fue a la silla y sacó su arma de la funda. Atornilló el silenciador en el cañón de la pistola. Era de los buenos, no iba a hacer mucho ruido. Murphy a menudo pensaba que sonaba como una grapadora de oficina perforando pilas de papel. Clac, clac, clac.

      –No tienes motivos para matarme —dijo el hombre detrás de él. —No le he dicho nada a nadie. No voy a hablar con nadie.

      Murphy no se había dado la vuelta todavía. —¿Has oído hablar de atar los cabos sueltos? Es decir, tú trabajas en este negocio, ¿no? Speck podría saber quién soy, o no. Pero, definitivamente, tú sí lo sabes.

      –¿Sabes sobre cuántos secretos estoy sentado? —dijo el chico. —Si alguna vez me atrapan, créeme, serías lo que menos les interesaría. Ni siquiera sé quién eres, no sé cómo te llamas. Solo vi a un chico esa noche, con el cabello oscuro, tal vez, corto. Metro ochenta, podría ser cualquiera.

      Murphy se volvió y lo miró cara a cara. El hombre sudaba, la transpiración aparecía en su rostro. No hacía tanto calor aquí.

      Murphy tomó el arma y apuntó al centro de la frente del hombre, sin dudarlo, sin ruido. No dijo una palabra. Cada línea estaba grabada y el hombre parecía estar bañado en un círculo de luz blanca brillante.

      El chico hablaba rápido. —Mira, no lo hagas —dijo. —Tengo dinero, mucho dinero en efectivo. Yo soy el único que sabe dónde está.

      Murphy asintió con la cabeza. —Sí, yo también.

      Apretó el gatillo y…

      CLAC.

      Sonó un poco más fuerte de lo normal. No había calculado el eco en el gran espacio vacío. Se encogió de hombros, no importaba.

      Se fue sin volverse a mirar el cadáver en el suelo.

      Diez minutos después, estaba en su coche, conduciendo por la carretera de circunvalación. Sonó su teléfono móvil. El número estaba oculto, pero eso no significaba nada: podría ser bueno, podría ser malo. Él cogió la llamada.

      –¿Sí?

      Una voz femenina: —¿Murph?

      Murphy sonrió. Reconoció la voz al instante.

      –Trudy Wellington —dijo. —Qué hermoso momento de la noche para saber de ti. Si me dices desde dónde estás llamando, voy enseguida.

      Ella casi se rio. Lo percibió en su voz. Hazlas reír. Ese era el camino hacia su corazón y hacia su dormitorio.

      –Ah… sí. Aplaca tu sucia mente, Murph. Te llamo desde las oficinas del Equipo de Respuesta Especial. Hay una crisis y nos han involucrado en ella. Don quiere un montón de gente aquí ya, lo más rápido posible. Tú eres uno de ellos.

      CAPÍTULO CUATRO

      22:20 horas, Hora del Este

      Condado de Fairfax, Virginia

      Suburbios de Washington, DC

      —¿Qué piensas, cariño?

      Luke Stone susurró las palabras. Probablemente nadie podría escucharlas, aparte de él.

      Estaba sentado en el largo sofá blanco de su nueva sala de estar, sosteniendo a su bebé de cuatro meses, Gunner, en su regazo. Gunner era un bebé grande y pesado. Llevaba un pañal y una camiseta azul que decía “El mejor bebé del mundo”.

      Se había quedado dormido en los brazos de Luke hacía un rato. Su barriguita subía y bajaba y roncaba suavemente mientras dormía. ¿Se suponía que los bebés roncaban? Luke no lo sabía, pero de alguna manera el sonido era reconfortante. Más aún, era hermoso.

      Ahora Luke sostenía a Gunner en la penumbra y miraba alrededor de la habitación, tratando de encontrarle sentido a la casa.

      El lugar era un regalo de los padres de Becca, Audrey y Lance. Eso, por sí solo, era difícil de tragar. Nunca podría permitirse este lugar con su sueldo de funcionario, aunque era mucho más alto que el del Ejército. Becca no trabajaba en absoluto. Entre los dos, aunque Becca estuviera trabajando, no podrían permitirse esta casa. Y eso le hizo darse cuenta a Luke de cuánto dinero realmente tenía la familia de Becca.

      Sabía que eran ricos, pero Luke había crecido sin dinero, no sabía lo que era ser rico. Él y Becca habían estado viviendo en la cabaña de su familia, que daba a la Bahía de Chesapeake, en la costa oriental. Para Luke, aquella cabaña de cien años, a pesar de que estaba a una hora y media de viaje de su trabajo, era un sitio espectacular para vivir. Luke estaba acostumbrado a dormir en el suelo duro, o no dormir en absoluto.

      Pero, ¿este lugar?

      Echó un vistazo alrededor de la casa. Era una casa moderna, con ventanas de suelo a techo, como sacada de una revista de arquitectura. Era como una caja de cristal. Cuando llegara el invierno, cuando nevara, podía imaginarse que sería como uno de esos viejos globos de nieve que la gente solía tener cuando era un niño. Se imaginó las próximas Navidades: simplemente sentado en esta impresionante sala de estar a doble altura, el árbol en la esquina, la chimenea encendida, la nieve cayendo a su alrededor.

      Y eso era solo la sala de estar. Sin mencionar la cocina rústica de gran tamaño, con la isla en el medio y el refrigerador gigante de doble puerta, con el congelador en la parte inferior. Sin mencionar la cama de matrimonio y el baño principal. Sin mencionar el resto del lugar. Sin mencionar que esta casa estaba a unos doce minutos en coche de la oficina.

      Desde donde Luke estaba sentado en el sofá, podía ver las grandes ventanas, orientadas al sur y al oeste. La casa estaba asentada sobre una pequeña colina ondulada de hierba. La altura extendía sus vistas. La casa estaba en un barrio tranquilo de otras casas grandes, alejadas de la calle. No había estacionamiento en la calle. En este vecindario, las personas estacionaban en sus propios caminos o garajes.

      Ellos no habían conocido a muchos de sus vecinos todavía, pero Luke se imaginaba que eran abogados, médicos, tal vez personas con puestos de trabajo de alto nivel en grandes empresas. Tenía sentimientos encontrados al respecto. No por la gente, sino por el lugar.

      Por