Terry Salvini

Máscaras De Cristal


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      Terry Salvini

      Máscaras de cristal

      Traductora María Acosta

      “Máscaras de cristal”

      de Terry Salvini

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      Todos los derechos reservados.

      Máscaras de cristal

      Copyright © 2020 Maria Teresa Salvini

      Traductora: María Acosta

      Aprenderás a tus expensas que a lo largo de tu camino

      encontrarás cada día muchas máscaras

      y muy pocos rostros.

      (Luigi Pirandello)

      Nadie puede llevar durante mucho tiempo la máscara

      (Séneca)

      A mis ex maridos

      A mis hijas

      A mi compañero.

      Prólogo

      Loreley emergió de un sueño confuso, la piel empapada de sudor, la boca pastosa y un doloroso latido en las sienes. Las masajeó, intentando explicarse la razón de aquel malestar pero su mente no quería colaborar de ningún modo.

      Batió los párpados unas cuantas veces antes de abrirlos del todo. Todo a su alrededor estaba inmerso en la negrura; sólo una pequeña y fastidiosa luz led interrumpía aquella oscuridad: como de costumbre John se había olvidado de apagarla antes de ponerse a dormir.

      Se volvió hacia él resoplando, preparada para darle un codazo cuando una duda la hizo tensarse. Miró de nuevo la luz led roja: ¡no estaba enfrente de ella, donde debería estar!

      ¡Aquel no era el led del televisor!, pensó.

      Se esforzó por enfocar algún detalle de la habitación y, cuando sus ojos se habituaron, consiguió entrever las siluetas oscuras de los pocos muebles que había en torno a ella: ninguno le pareció familiar.

      ¡No estaba en su habitación!

      Sintió una respiración más fuerte que las otras, casi un resoplido; la cama se balanceó y comprendió que su novio se acababa de volver hacia su parte. Un fuerte olor a alcohol la desconcertó; él debió haber bebido bastante. Puede que ella también, intuyó unos segundos más tarde.

      Se deslizó con lentitud desde debajo de las sábanas pero las piernas no la sostenían y tuvo que sentarse en la cama. Al dolor de cabeza se habían añadido las náuseas.

      Necesitó unos cuantos segundos antes de poder levantarse otra vez. Sólo cuanto estuvo segura de poder mantenerse en pie, fue hacia la luz led, convencida de que señalaba la presencia de un interruptor. Lo tocó varias veces. No se encendió nada.

      Fue asaltada por otra duda.

      Volvió atrás, dio la vuelta la cama y tendió una mano hacia el hombre que parecía sumido en un sueño pesado, acariciándole los cabellos y el rostro para estudiar los rasgos, teniendo cuidado para no despertarlo.

      De repente retiró el brazo, el corazón pareció pararse durante un momento, a continuación volvió a latir veloz como nunca lo había hecho.

      ¿Con quién demonios había acabado en la cama?

      Debía marcharse de allí lo más rápido posible, decidió.

      ¿Dónde había dejado la ropa?

      Encontró a tientas las braguitas y el sujetador bajo las sábanas.

      Después de un minuto interminable, recuperó también el vestido, que había acabado a los pies de la cama, y el bolso, que estaba allí bien colocado sobre la butaca: el único objeto en su lugar.

      Con la mano tendida hacia delante, localizó la puerta del baño y encendió la luz. La imagen que el espejo le mostró la hizo sobresaltarse: los ojos azul claro estaban cercados de negro debido al maquillaje corrido y a las ojeras mientras que el rostro mostraba una palidez desconcertante.

      Suspiró: hacía años que no se veía reducida a un estado parecido.

      Observó los pequeños envases sobre la estantería al lado del lavabo, las blancas toallas dobladas en el colgador y los dos albornoces inmaculados, cada uno de ellos colocado en su respectivo gancho. De esta manera quedó demostrado que se encontraba en la habitación de un hotel; cómo había acabado allí, sin embargo, no lo recordaba en absoluto.

      Se lavó la cara y, después de haberse arreglado de la mejor manera los largos cabellos con el minúsculo peine proporcionado a los clientes, se giró hacia la ventana. Afuera todavía estaba oscuro, no conseguía ver nada, ni siquiera la luna en el cielo, entonces sacó el teléfono móvil del bolso de mano: las cuatro y diez.

      Un sonido estridente la advirtió que la batería estaba casi descargada. Se apresuró a bajar el sonido y a activar la localización. El mapa señalaba un punto en el Uptown de Manhattan, en las inmediaciones de Central Park. Estaba cerca de casa, pensó aliviada, un momento antes de que el teléfono móvil se apagase con una ligera vibración.

      Lo volvió a poner en su lugar, cerca de un pequeño y redondo estuche de plata: su pastillero. Lo miró fijamente como si en su interior hubiese algo que pudiese ayudarla a reconquistar la lucidez y el justo equilibrio. Una tabla de salvación capaz de detener todas sus sensaciones negativas. Estuvo a punto de cogerlo pero se lo pensó mejor. Quizás también era culpa de aquella debilidad suya si ahora se encontraba en una situación absurda.

      Cerró el bolso; mejor dejarlo donde estaba.

      Se dio la vuelta y, en cuanto posó la mirada sobre el elegante vestido, apoyado sobre un taburete, le vino a la mente la imagen parpadeante de dos esposos que brindaban por su futuro juntos.

      Intentó recordar algo más pero renunció: no tenía tiempo para pensar. Se vistió con rapidez para volver a la habitación.

      ¡Porras, los zapatos!

      Los buscó durante mucho tiempo, en la oscuridad, hasta que tropezó con sus décolleté1 . Se tapó la boca y la palabrota que estuvo a punto de escapársele fue contenida a tiempo. Aguantó la respiración, afinando el oído: el ligero roncar del hombre continuaba sin interrupción.

      Ella volvió a respirar.

      Todavía con los pies descalzos salió sigilosamente de la habitación. Sólo cuando estuvo en el ascensor se volvió a poner los zapatos. Cuando llegó a la recepción hizo que llamasen a un taxi.

      Afuera el cielo nocturno tendía al gris oscuro y el aire estaba saturado de humedad, de la misma manera que la calle, en donde todavía circulaban pocos vehículos; dentro de unas horas sería invadida por una miríada de automóviles y de personas con una prisa endiablada por llegar al puesto de trabajo.

      También ella esa mañana debía cumplir con su deber, a pesar de las náuseas, el dolor de cabeza y el rostro descompuesto: su carrera no se conciliaba con las ausencias al trabajo.

      El taxi llegó en pocos minutos. Con paso vacilante se dirigió hacia la portezuela que el taxista, mientras tanto, le había abierto pero, mientras bajaba de la acera, resbaló en un pequeño charco. Para no acabar en el suelo se agarró al hombre que la sostuvo.

      Eh, no. ¡Basta ya de caer en brazos de desconocidos!, dijo para sus adentros liberándose de su sujeción.

      Lo vio dar un paso atrás.

      ―Sólo quería ayudarla a entrar…

      Loreley lo observó durante un momento: la luz de la lámpara le devolvía un rostro mofletudo de mirada divertida.

      ―Puedo sola, gracias ―le respondió brusca.

      Con movimientos titubeantes se sentó en el asiento posterior mientras el taxista se colocaba en el asiento del conductor.

      ―¿Dónde